Nuestra casa era de una sola planta, un edificio cuadrangular, con un frente liso y sin revoque y un patio al fondo que protegía la parra de rigor. A la terraza se subía por una escalera de mano, ancha y sólida, a la que le faltaban los primeros peldaños.
Cada vez que mi padre declaraba, con tono firme, que esa misma tarde se ocuparía de reparar la escalera, yo temblaba pensando en los primos, encaprichados y llorosos, retenidos en el patio por la escalera desdentada y la aprensión de sus madres. Pasé momentos de verdadera angustia antes de comprender que cuando mi padre decía “sin falta”, “ahora mismo”, no expresaba la decisión que me despojaría de mi refugio, sino el fastidio que le causaba la busca de dos cajones de fruta vacíos para reemplazar los peldaños faltantes. Los cajones desaparecían regularmente el sábado y el domingo. Yo los escondía hasta que mis primos dejaban de interesarse en la escalera, se aburrían de pedir un permiso nunca concedido o los mandaban a aturdir en la vereda.
El panorama que veía desde la terraza no tenía nada de espectacular o misterioso: una laguna de techos planos y terrazas similares a la nuestra, con puntas del tejado a dos aguas de dispersos chalets, se extendía plácidamente hasta donde alcanzaba la vista. A mis pies, entre márgenes de edificios cuadrados, sin gracia alguna, que reflejaban como un espejo la sucinta arquitectura de mi propia casa, corría la calle adoquinada, con pozos que hacían corcovear la bicicleta. Las copas de los paraísos apenas rozaban la cornisa del techo; en invierno perdían las hojas y me permitían observar a gusto el paso de los vecinos, las mujeres barriendo la vereda; en verano florecían con un olor estruendoso, de una dulzura repugnante que atraía nubes de moscas. Pero yo no subía a mirar el paisaje.
Anticipando un segundo piso que nunca se construyó, había un gran balcón de curva pretenciosa, que se asomaba a Jonte. Era alto, panzón como la proa de esos pesados galeones españoles que ilustraban mi libro de historia. Las duras rectas de la casa y del damero suburbano de Villa del Parque, la tradicional superposición de cuadraturas ejecutadas por un dibujante torpe entre bostezos, se diluía pesadamente en la media circunferencia del balcón, como un intento grotesco de recordar la forma del mundo. Curiosamente, era la falta de paredes, de ventana, de techo, lo que le daba una absurda pero enfática dignidad: la de una nave construida para surcar mares difíciles, pensada para el transporte de tesoros, no para la exploración ni el combate.
La asociación entre el balcón y el barco corresponde al adulto que escribe. El chico, simplemente, estaba en él. Me gustaría contar que jugaba a los viajes. Pero busco la verdad, no una clave literaria, y la verdad es mi pura presencia en el balcón, sin juegos, sin sueños transmitibles, sentado en unas tablas que mi padre había amontonado ahí y cuyo destino, infinitamente postergado, ni él mismo recordaba. Quieto, paciente, me recuerdo sentado en el balcón como en una playa, de espaldas a la casa, contemplando el mar de casas y de gente. En algún momento de la infancia, quizá porque intuí que hay que dar razones para todo, empecé a llevar libros. Tampoco recuerdo qué leía.
Menciono la terraza porque del resto de la casa de Villa del Parque, que se vendió cuando murieron mis padres, casi no me acuerdo. Hasta el barrio, al que volví ayer después de una larga, deliberada ausencia, me pareció, de tan impreciso, extranjero.
Eso, en cuanto a la infancia y no es mucho. De mis años de adolescente tengo aún menos que decir. Me asombra que la familia me considerara excepcional, sobre todo las mujeres, que se llenaban la boca de elogios. Lo mejor de la existencia del otro es que a uno lo arranca de mirar hacia adentro, lo obliga a verse como lo ven. Pero ni las fotos en el álbum de mi madre, ni los suspiros y sonrojos de primas ya crecidas, ni la fácil conquista de chicas en Argentinos Juniors, éxito que coronó e interrumpió simultáneamente Victoria, me convencen de que yo era tan buen mozo como se declaraba. En lo que se refiere a mis singulares virtudes, no poseo otra certeza que el odio encarnizado que despertaba en mis primos varones.
Una sola vez estuve al borde de la vanidad, cuando una joven vecina, casada y a todas luces feliz con su marido, que acostumbraba tomar el sol en la terraza de al lado, cruzó a la mía y me sedujo. Fue hecho en silencio, sin explicación previa. Yo tendría catorce o quince años, ella andaba por los veinticinco.
Durante un largo verano, a la hora de la siesta, todos los días menos sábados, domingos y feriados, yo trepaba la escalera con esos libros que ya no leía, ella se asomaba, callada, puntual, en el hueco de la suya, agitaba una mano y saltaba el muro bajo de la medianera. Nunca dijo que me amaba o que era un chico hermoso. Nunca, en realidad, dijo nada más que una palabra de saludo, alguna orden instructiva al principio, susurrada para no asustarme o para no alertar a posibles testigos. Un día esperé inútilmente hasta que se hizo noche. Ella no apareció ni ése ni los días que siguieron y yo volví a leer. Después, cuando las tías adulaban a mi madre comentando la suavidad del cabello, la belleza de los ojos castaños, la sonrisa encantadora con sus dientes perfectos, la elegancia natural de ese único producto de los Paradella de Jonte, yo pensaba, desconcertado y triste, que alguna de esas cosas podrían haber gestado el salto de mi hermosa vecina, pero no habían sido suficientes para retenerla otro verano.
Con excepción de este episodio erótico, nada hubo de interesante en aquel periodo de mi vida, que se deslizó amable, sin cumbres, sin abismos, por tres angostos cauces: el Colegio Nacional Urquiza, el Club Argentinos Juniors, la casa, en la que ya raleaban los primos y me permití estar solo sin necesidad de esconderme.
Así llegó el momento de elegir una carrera. ¿Fue ése el punto de encrucijada? ¿Existió alguien, en algún lugar de este mundo tan raro, que apoyó la oreja en el suelo y distinguió mis pasos entre los pasos de millones de muchachos de igual edad y de igual inocencia ante el futuro, y dijo: “este” y me marcó para una fecha y una ciudad, Berlín?
Mis padres me preguntaron cuál era mi vocación. Respondí que quería ser arqueólogo, me convencieron de la prudencia de estudiar antes medicina, me inscribí en la facultad, aprobé con brillo dos exámenes teóricos, me desmayé ignominiosamente ante el primer cadáver. Siete años después, me recibía de abogado.
3
El título de abogado me llegaba con la certeza de que a menos que me abriera paso como un tigre en la jungla de la muchedumbre colega, sería un simple esclavo de oficinas jurídicas, tan mal pagado como la secretaria que me llamaría doctor y mucho más aburrido que ella.
La esclavitud y el sueldo de miseria me importaban muy poco. Me asustó el tigre que la sociedad me imponía. Y no hablo, por favor, de otra sociedad que la que verdaderamente molesta: la del prójimo. Padres, tíos, amigos, novia, esa batida ululante que abre camino en la maleza, acorrala la fiera y luego se hace a un lado y espera que el cazador acierte el tiro.
La actividad de mi compañía nativa empezó cuando cursaba las últimas materias. Aturdían los tambores: “Y cuando Alberto se reciba”. Pues bien, el abogado de prestigio, el triunfador, el héroe, preso en la carpa del talento que lo exiliaba de ser un muchacho cualquiera de Villa del Parque, lo condenaba a jugarse la vida cotidiana en astucias menores, pensaba, estremeciéndose, en su clara incapacidad para estar a la altura de un épica tejida con cadáveres de clientes y de colegas.
Si hay duda, siempre es mejor callarse.
Una noche en que volvíamos del cine con Victoria, tuve la mala idea de preguntarle:
–¿Qué pasa si no me recibo?
Caminábamos por calles generosamente oscuras, entretenidos en la dificultad y el corto éxtasis de besos dados en plena marcha, y si recuerdo con tanta nitidez mi pregunta es porque la respuesta de Victoria la cristalizó.
–Imposible.
Me detuve bruscamente. Victoria, enredada en mi abrazo, casi cayó hacia atrás.
–¿Por qué imposible? –grité–. ¿Y si me aplazan en los exámenes?
Victoria era menuda, más bien baja (nunca me gustaron las mujeres altas), y con veinte años ya cumplidos y el título de maestra normal, conservaba intactos el temperamento y los modos de una niña. Ahí estaba precisamente su