URGENCIA POR LA MARAVILLA
Podría pensarse que el impulso de escribir, esa necesidad de dar testimonio de lo experimentado en nuestro paso por el mundo, es uno solo: la urgencia de consignar en alguna parte las palabras claridosas oídas en la calle, la piedad con que la luz ilumina una esquina cualquiera y dora los rostros de quienes se han reunido en ella, el dolor de una pérdida a la que, milagrosamente, se ha sobrevivido. He visto esto, siento y pienso esto otro. Cuando las definiciones son insuficientes para describir la experiencia, nacen las historias, y la raza de los nerviosos escribe,1 hermanada por el arrebato de enunciar.
Sin embargo, hay una clase particular de nerviosos (y nerviosas) cuyo impulso quizá sea éste en un inicio, pero cuya urgencia es oblicua, está sutilmente desplazada hacia otraparte: es el arrebato de consignar la extrañeza, lo insondable, lo misterioso, de enunciar eso que Julio Cortázar describió como el sentimiento de lo fantástico: “esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción”. Cortázar afirmaba que había personas más capaces que otras de identificar esa sensación, esos “pequeños paréntesis de la realidad” que se abren en cualquier momento y circunstancia cotidiana: “consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizador se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar”.2
Vlady Kociancich (Buenos Aires, 1941) es una autora de esta naturaleza, interesada en explorar las grietas que de vez en cuando se abren como abismos diminutos en la realidad tangible y son percibidos por quienes están alerta a las señales. Como una buena parte de sus colegas del cono sur, siempre sintió una inclinación natural hacia el cuento fantástico: “No se me ocurrían por ejemplo cuentos psicológicos, intimistas o descripción de estados de ánimo, porque me aburrían soberanamente, y tampoco el realista porque en realidad me parecía que estaba ligado justamente al periodismo, a los hechos inmediatos, esa especie de pornografía de la realidad inmediata no me gustaba”.3 En esa manía recurrente con que el sistema literario valida a sus autoras, se le asocia siempre con Jorge Luis Borges y Bioy Casares, de quienes fue discípula y amiga; pero, si bien comparte con ellos ciertas afinidades como lectora y autora, Kociancich tiene una genealogía aparte; y lo más importante: posee un acercamiento propio a lo fantástico. Reconoce a Joseph Conrad como el autor que escribió las historias que a ella le habría gustado inventar, y en general, a otros héroes de la literatura anglosajona que “tenían lo que me parecía le faltaba a la literatura española y la literatura argentina: el vuelo de las grandes aventuras, el individuo enfrentado a conflictos que por momentos parecían reales de tanta fuerza”, como H. G. Wells o Thomas Hardy. En sus amores también figuran Shakespeare, Lampedusa, los cuentos de Julio Cortázar y la original escritora P. D. James, de cuya obra policiaca se ha alimentado gratamente.
En las historias de Vlady Kociancich coexisten elementos de este crisol de influencias, sólo que tamizados por la experiencia de la autora, una mujer porteña que comenzó su carrera literaria en los años 70 del siglo xx, y que trabajó durante años en una lujosa revista de viajes. Es, de hecho, el viaje lo que posibilita esa dislocación fantástica que hace única toda la obra de Kociancich, y el tema principal de La octava maravilla. En ella, el desesperante Alberto Paradella ve su propia vida pasar sin intervenir demasiado, hasta que las circunstancias, poco a poco, lo obligan a viajar y a escribir, y en ese trance, a ser testigo del misterioso tejido que une el tiempo y el espacio, la realidad y el sueño, un punto geográfico y otro. La novela, que tiene la textura, el golpe y el asombro final de un cuento fantástico, es una mezcla inusual de diálogos porteños plenos de ingenio y gracia, los apuntes minuciosos, paisajísticos, de una crónica de viaje, una carta de amor a la magia del cine; y una prosa delicada, precisa como un bordado en que la tela de la realidad va cubriéndose con los coloridos hilos de una ruptura fantástica que se observa a sí misma: “una construcción lógica, posible pero prodigiosa, una aventura de la imaginación filosófica, una historia de amor, de amistad, de traiciones, una busca infinita”, así la describió Bioy Casares en el prólogo.
Quizá desconcierta un poco el hecho de que en esta, su primera novela publicada, la mirada de Vlady Kociancich sea poco crítica hacia la forma en que se relacionan sus personajes masculinos y femeninos, considerando que fue publicada en plena efervescencia de los movimientos feministas (1982), algo que, sin embargo, se intuye en la libertad con que sus personajes femeninos toman ciertas decisiones. A pesar de esto, el contexto suele cargar las tintas y es posible distinguir, a través de los ojos de su protagonista, algunos prejuicios comunes en la literatura escrita por varones. Conviene recordar que esta suerte de camuflaje (“escribe como un hombre”, ¿cuántos años esta frase se disfrazó de halago?) ha permitido la sobrevivencia de la obra de varias autoras; pues era así como obtenían la admiración de ciertos lectores y colegas cuya opinión acreditaba y posibilitaba que otros le concedieran el beneficio de la duda, leyeran su obra y se percataran de sus cualidades.
Por suerte, La octava maravilla es un grato umbral hacia la obra de su autora, que va haciéndose cada vez más rica y compleja precisamente porque su deleite fantástico también va ligándose a un espíritu crítico, inconforme con esta realidad: “No recuerdo una obra verdaderamente novedosa y conmovedora escrita por alguien conforme con su tiempo, conforme con su sociedad y conforme con sus circunstancias. Generalmente son los desesperados quienes están tratando de encontrar otro mundo, llámase destino o como se quiera”. Así, en los cuentos de La ronda de los jinetes muertos y las novelas El secreto de Irina y El templo de las mujeres, la prosa y la imaginación de Kociancich construyen su universo narrativo a partir de cierta experiencia femenina del mundo que determina incluso el hecho fantástico presente en el corazón de la historia: “Los ojos de estas mujeres tienen una mirada que sólo se ve en las mujeres. No es de horror. El horror nos toca igual a todos. Es de incredulidad. Es de silencio. Mañana se cubrirán discretamente. Hablemos, dirá él. Y hablarán. Y después sabrán guardar el secreto. Mientras tanto, esperan y rezan”.4 En El templo de las mujeres, la isla griega Thera y la casa de la abuela Dodo, en Buenos Aires, están unidas al destino de su protagonista, la joven Mistral, que espera salvarse del amor, ese hado trágico que ha determinado la prematura muerte de todas las mujeres de su familia.
Las grietas que cruzan toda la literatura de Kociancich son, a decir de ella misma, “una llave metafórica al descubrimiento de que este mundo, esta vida, no es tan sólido, tan firme y contundente como creemos. No implica necesariamente un derrumbe posible, sino también una apertura, una entrada a otra realidad distinta a la que nos es inculcada. Más bien una llamada de atención a lo que damos por inamovible, a ideas recibidas dócilmente, a prejuicios dañinos, a cualquier dogma, en suma. Me rebelo ante los dogmas”.
Enunciar ese sentimiento de lo fantástico no es sólo un impulso para quienes escriben: es, sobre todo, una necesidad lectora, la obsesión de una tribu más nutrida de lo que parece, oculta en los pasillos aromáticos de las librerías de viejo, buscando en las páginas de una historia oscura firmadas por un nombre aún más oscuro la confirmación de que la vida encierra un misterio más grande que nuestras miserias cotidianas y que por ende, atestiguar el mundo tiene sentido, aunque no sepamos explicar cuál es, ni siquiera a través de nuestros microscopios y telescopios.
Esa cofradía lectora hoy puede celebrar la dicha de dar la bienvenida a sus estantes a esta maravilla: la literatura de Vlady Kociancich.
GABRIELA DAMIÁN MIRAVETE
1 Además de narradora, Vlady Kociancich es ensayista. Uno de sus volúmenes, dedicados a sus escritores favoritos, se llama, precisamente, La raza de los nerviosos (Seix Barral, 2006).
2 Julio Cortázar, “El sentimiento de lo fantástico”, conferencia dictada en la U.C.A.B. en 1982.