Necesitaba abrir los ojos para verlo y decirle que…
Usó todas sus fuerzas y apareció una rendija de luz. Era muy brillante, demasiado. Cerró los ojos de nuevo. Empezó a dolerle aún más la cabeza.
–Está bien, Sarah. Estoy aquí –le dijo Cullen–. No voy a irme.
Pero sabía que no era cierto, Cullen la había dejado.
En cuanto hablaron de divorcio, él se había ido de su piso en Seattle. Y, cuando terminó sus prácticas en el hospital, se mudó a Hood Hamlet, en Oregón. Ella había terminado su doctorado en la Universidad de Washington y aceptó después un puesto de postdoctorado con el Instituto Volcánico del monte Baker.
Recordó que había estado desarrollando un programa para instalar sismómetros adicionales en ese monte. Había estado tratando de determinar si el magma subía por el interior y había necesitado más datos. Para obtener la información, tenía que subir al volcán y excavar los sismómetros para recuperar los datos. No habría tenido sentido instalar sondas que proporcionaran datos telemétricos porque eran caras y no iban a aguantar las duras condiciones cerca del cráter del volcán.
Había estado cerca del cráter para descargar los datos de los aparatos de medición a su ordenador portátil y enterrar de nuevo el sismómetro. Lo había hecho. Eso era al menos lo que recordaba. Se había producido una explosión y el aire olía a azufre, apenas podía respirar. No recordaba si le había dado tiempo a recuperar los datos o no.
Oyó más pitidos y otras máquinas a su alrededor. Tenía la mente en blanco. El dolor se intensificó, era como si alguien hubiera subido el volumen de un televisor y no pudiera bajarlo.
–Sarah –le dijo él–. Trata de relajarte.
Pero no podía hacerlo, tenía demasiadas preguntas.
–Tienes mucho dolor –adivinó Cullen.
Asintió con la cabeza. Le costaba respirar. Era como si una roca gigante presionara su pecho.
–¡Doctor Marshall!
La urgencia en la voz de Cullen no hizo sino intranquilizarla más aún. Necesitaba aire.
–Estoy en ello, doctor Gray –repuso el otro hombre.
Algo zumbó. Oyó pasos y otras personas a su alrededor. Movieron su cama. Había otras voces, pero no podía oír lo que decían. Abrió la boca para respirar, pero apenas le llegaba oxígeno.
De repente, el temor se disipó y también el dolor. Se preguntó si Cullen le habría quitado la roca que había estado sintiendo sobre su pecho. Recordó lo bien que solía cuidar de ella. Lamentó que no hubiera sido también capaz de amarla como ella necesitaba ser querida.
Se sintió de repente como si flotara, como si fuera un globo lleno de helio. Subía hacia arriba, hacia las nubes blancas. Pero no quería irse todavía, no hasta que…
–Cullen… –murmuró.
–Estoy aquí, Sarah –le dijo al oído–. No me voy a ninguna parte, te lo prometo.
«Me lo promete», se dijo.
También se habían prometido amarse y respetarse hasta que la muerte los separara, pero Cullen la había dejado poco a poco, dedicándose por completo a un trabajo que lo consumía.
Le había parecido un hombre muy estable que la apoyaba en todo, pero había resultado ser un marido cerrado que no expresaba nunca sus sentimientos. Aun así, habían compartido momentos maravillosos. Habían vivido en Seattle un año lleno de excursiones, risas y amor. Pero al final, nada de eso había importado. Ella había mencionado la posibilidad de divorciarse como una excusa para que hablaran de su matrimonio. Pero Cullen se había limitado a decirle que le parecía buena idea y que se arrepentía de haberse casado de manera apresurada con ella. No había querido luchar por su relación y había sido el primero en abandonar el barco.
Por eso no podía creer Cullen le acabara de prometer que iba a quedarse a su lado. Sabía que al final se iría de nuevo, dejándola sola con los recuerdos y una alianza de oro.
Y saber que iba a ocurrir le producía un dolor mucho más profundo y desgarrador que cualquier dolor físico que pudiera sentir en su cuerpo.
Una parte de ella deseaba que Cullen permaneciera a su lado. Había soñado con que su boda hubiera sido algo más que unas palabras que intercambiaron frente a un tipo vestido como Elvis Presley. Una parte de ella deseaba que hubiera habido amor verdadero entre ellos. Pero se había dado cuenta de que era mejor no soñar con imposibles. Nada duraba y nadie se quedaba a su lado, aunque prometieran hacerlo.
Capítulo 2
CULLEN había perdido la noción del tiempo sentado al lado de Sarah en el hospital.
Sus amigos de Hood Hamlet habían estado pendientes de él en todo momento, con llamadas y mensajes. Su familia se había ofrecido a ir, pero él les había dicho que no era necesario. Creía que no necesitaban más dolor en sus vidas.
Esa pequeña habitación se había convertido en su mundo. Solo salía para bajar a la cafetería y para pasar unas horas cada noche en un hotel cercano. Su mundo giraba en torno a esa mujer.
Todo era muy raro. Seguía casado con Sarah, pero había dejado de ser su esposa hacía ya casi un año. En Hood Hamlet, no le había hablado de ella a nadie, al menos hasta el accidente.
Se levantó de la silla. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan inquieto.
No sabía por qué. Sarah ya no estaba tan grave. Los antibióticos habían logrado curar una infección inesperada y ya no tenía fiebre. Le habían retirado la sonda nasogástrica de la nariz y los cortes que tenía empezaban a cicatrizar, igual que las incisiones de las operaciones. Incluso la lesión que tenía en la cabeza había ido a menos.
Le daba la impresión de que lo que había pasado era una señal de que debían hablar y aclarar las cosas. Quería poder cerrar ese capítulo en su vida.
La mujer que yacía en la cama de ese hospital no se parecía en nada a la bella escaladora que había conocido en el Red Rock, un festival anual de escalada que se celebraba cerca de Las Vegas, donde se habían casado dos días después.
Quería que esa Sarah herida reemplazara en su corazón, o en su cabeza, la imagen que tenía de ella. La de una joven con largo cabello castaño, ojos verdes, una sonrisa deslumbrante y una risa contagiosa. No había podido librarse tampoco del recuerdo de sus besos ardientes y las noches apasionadas que habían compartido. Al principio había sido muy excitante, pero no había tardado en arrepentirse. No tenía siquiera la excusa de haber estado borracho cuando se casaron en Las Vegas. Había estado de algún modo embriagado, pero de ella, no de alcohol.
Había tratado de olvidarla, pero pensaba continuamente en ella. Creía que todo se solucionaría cuando por fin fuera oficial su divorcio.
Vio que la mano izquierda de Sarah se había deslizado y volvió a colocársela con cuidado sobre el colchón. Su piel estaba fría. Tiró de la manta y la arropó, para que no se enfriara más.
Sarah no se movió. Estaba inerte, durmiendo plácidamente. Nunca habría imaginado tener que usar palabras como esas para describirla. Sarah era apasionada, impulsiva y aventurera.
El silencio en esa habitación fue lo que lo empujó a pasar a la acción. No bastaba con mirarla, no era bueno que durmiera tanto. Tenía que hacer algo.
–Es hora de despertarse, Chica Volcán –le dijo.
Se le hizo un nudo al usar su apodo. Le había gustado bromear a costa de su trabajo como vulcanóloga hasta que se dio cuenta de que amaba esas rocas fundidas más que a él.
–Despierta –intentó de nuevo.
Pero