–Esta es la calle principal.
Vio una hilera de tiendas y restaurantes y mucha gente entrando y saliendo. Una mujer con tres niños saludó a Cullen y él le devolvió el gesto con una sonrisa.
–Es Hannah Willingham con sus hijos, Kendall, Austin y Tyler. Su esposo, Garrett, es contable y el tesorero del equipo de rescate local.
–Tenías razón. Hood Hamlet es un pueblo con encanto –reconoció ella.
–Si te gusta ahora, deberías ver este sitio en Navidad.
No le costó imaginarlo, parecía el entorno perfecto con sus montañas nevadas y los pinos. Le encantaría poder verlo en persona, pero sabía que no iba a ocurrir.
–Debe de ser maravilloso.
–Sí –le dijo Cullen con un nuevo brillo en sus ojos–. Lo iluminan todo el día de Acción de Gracias, empezando por el árbol de la plaza y viene a verlo todo el mundo. Ponen coronas y guirnaldas en la calle principal y decoran las farolas como si fueran bastones de caramelo.
Le pareció que sonaba muy especial. Sus navidades nunca habían sido así.
–¿También hacen algo especial en Pascua?
–Sí, los niños salen con sus cestas para buscar huevos de chocolate escondidos por todas partes. Es incluso mejor que las fiestas que organizan mi madre y mis hermanas.
Le pareció increíble. La casa de sus padres parecía salida de una revista de decoración. Era agotador ver todo lo que hacían para preparar las casas de acuerdo a cada fiesta del año. Con los Gray se había dado cuenta de lo distinta que habían su infancia y su vida.
Sus padres no hacían nada especial en Navidad ni en Pascua. Las comidas se hacían delante del televisor o en el coche. No estaba acostumbrada a otro tipo de vida y no se veía capaz de ser tan buena anfitriona como la madre de Cullen. No creía que hubiera sido capaz de cumplir las expectativas de Cullen ni las de su familia.
–Tienen muchas tradiciones –continuó Cullen–. En Navidad, todo el mundo viene a la plaza principal para que los niños y los animales domésticos se hagan una foto con Santa Claus.
–¿Tienes tú alguna mascota?
–No, pero si no tuviera que pasar tanto tiempo fuera, me gustaría tener una.
–Pensé que no te gustaban los perros ni los gatos.
–Sí me gustan, pero mi madre es alérgica –le explicó Cullen–. Uno de los chicos en la unidad de rescate tiene un husky siberiano precioso que se llama Denali. Es genial.
–Hazte con un gato. Son independientes y es la mejor mascota para alguien que pasa mucho tiempo fuera. Sobre todo si tienes dos. Eso es al menos lo que dice mi jefe, Tucker.
–No sé qué pensar de los gatos. Me gusta saber si mi mascota se alegra de tenerme cerca o no.
–A los gatos les importan sus dueños, aunque no lo demuestren.
–Pero, si no lo demuestran, ¿para qué tenerlo?
Sarah podría haberle hecho la misma pregunta sobre la conveniencia o no de tener un marido. Al principio le atrajeron la seriedad y estabilidad de Cullen. Era muy distinto a otros hombres con los que había estado. Hombres que la habían decepcionado y herido. Pero después de casarse se dio cuenta de que no era una persona espontánea ni mostraba sus emociones.
Recordó que la única emoción que había sido capaz de transmitirle sin problemas era el deseo.
No habían tenido ningún problema en ese terreno. No pudo evitar ruborizarse al recordarlo.
–Estás mejor sin una mascota –le dijo poco después.
Cullen giró a la izquierda. Era una calle estrecha que se abría paso entre los árboles. Había casas y pequeñas cabañas intercaladas entre los pinos.
–¿Vives cerca de la calle principal? –comentó ella al ver que iban más despacio–. ¡Qué cómodo!
–Sí y muy cerca de la cervecería, que es más importante.
Recordaba que Cullen salía a tomar unas cervezas con sus compañeros del grupo de rescate de Seattle después de las misiones. Pensó que quizás fuera a ese bar con alguna amiga y no pudo evitar que todo su cuerpo se tensara. Le costaba imaginarlo con otras mujeres.
–Eso te vendrá muy bien los fines de semana –le dijo ella.
–Sí, es muy práctico.
–¿Con quién vas a la cervecería?
–Sobre todo con los miembros del grupo de rescate y también con algunos bomberos.
–¿Son tipos agradables?
–Sí, pero no son todos hombres.
Se quedó sin aliento. Sabía que no era de su incumbencia ni debía importarle.
Metió el coche por un camino y se detuvo frente a una pequeña cabaña de una sola planta.
–Esta es.
Sarah la miró con incredulidad. Había esperado algo más sencillo, no una cabaña salida de un cuento de hadas. Tenía vigas de madera y ventanas con macetas y flores de colores.
–Es preciosa. Parece la casita de Blancanieves y los siete enanitos.
–Solían alquilarla a turistas, por eso es tan pintoresca, pero creo que exageras.
–Tienes que admitir que es una monada.
–Bueno, me sirve para lo que la necesito.
–Estoy deseando verla por dentro –le dijo ella abriendo su puerta.
–¡Espera! –exclamó Cullen mientras iba a ayudarla a salir–. Apóyate en mí.
Sus modales fueron una de las cosas que más le atrajeron al principio. No estaba acostumbrada a tanta caballerosidad y hacía que se sintiera especial, pero no había sido igual tras la boda.
–Gracias –susurró mientras tomaba su mano.
–Muy despacio –le aconsejó Cullen agarrándola también por la cintura.
No protestó. Era muy agradable sentir el calor de sus manos. Se concentró en recorrer los pocos pasos que la separaban de la cabaña. Cullen la acompañó hasta allí tratándola como si fuera una pieza de delicado cristal. Quería llegar cuanto antes para poder apartarse de él. Su aroma la envolvía, era una dulce tortura. Fue un gran alivio llegar por fin al escalón del porche.
–Ten cuidado –le dijo Cullen.
Pero creía que con quien tenía que tener cuidado era con él.
Cuando abrió la puerta, le vino un recuerdo a la mente que se apoderó de ella. Cullen y ella de vuelta en Seattle después de casarse en Las Vegas. Él la había tomado en sus brazos para atravesar juntos por primera vez el umbral. Le había parecido un gesto muy romántico.
–Menos mal que Blancanieves y los enanitos no están aquí hoy, seríamos demasiados –le dijo Cullen–. No es muy grande. Pero pasa, por favor.
En sus circunstancias, no había razón para romanticismos. Se sentía decepcionada y no sabía por qué. Soltó la mano de Cullen y miró a su alrededor. El interior era cómodo y acogedor. La cocina era pequeña pero funcional. Y el salón, muy agradable.
–Está muy bien –comentó ella–. Veo que has comprado muebles nuevos.
–Ya lo alquilé amueblado.
–¿Y tus cosas? ¿Las has puesto en un trastero?
–No, las vendí. Casi todo eran cosas de segunda mano que me habían dado amigos y familiares. No tenía sentido arrastrar todo eso conmigo.
Trató de ignorar lo dolida