Soldados rusos arrodillados ante el zar (Primera Guerra Mundial).
En cuanto al armamento y las finanzas, Rusia se nos revela, durante la guerra, entregada servilmente a sus aliados. En realidad, esto no hacía más que reproducir, en el aspecto militar, la subordinación general en que se encontraba respecto a los países capitalistas avanzados. Pero ni con la ayuda de los aliados salvó Rusia su situación. La escasez de municiones, la falta de medios para fabricarlas, la ausencia de una buena red ferroviaria, con su consiguiente incapacidad para el transporte, tradujeron el atraso de Rusia al lenguaje de las derrotas, accesible para todo el mundo, y esas derrotas recordaron a los elementos liberales de la nación que sus antecesores no se habían cuidado de hacer la revolución burguesa y que, por tanto, los descendientes estaban en deuda con la Historia.
Los primeros días de la guerra fueron también los primeros días de la ignominia. Después de una serie de catástrofes parciales, en la primavera de 1915 sobrevino la desbandada general. Los generales descargaban los furores de su ineptitud criminal sobre la población pacífica. Los inmensos territorios del país eran devastados brutalmente. Verdaderas nubes de langosta humana se veían empujadas a latigazos hacia el interior del país. El desastre de dentro venía a completar el derrumbamiento de fuera.
Contestando a las preguntas de sus colegas, en que hablaba la inquietud respecto a la situación en el frente, el ministro de la Guerra, general Polivanov, contestó textualmente: «Confío en la dilatada extensión intransitable de nuestro territorio, en los pantanos inacabables y en la misericordia de san Nicolás de Mirlik, protector de la santa Rusia». (Sesión del 4 de agosto de 1915). Unas semanas más tarde, el general Ruski confesaba a aquellos mismos ministros: «Las modernas exigencias de la técnica militar exceden de nuestras posibilidades. Desde luego, no podemos entendérnoslas con los alemanes». Y en estas palabras no se reflejaba una impresión pasajera. El oficial Stankievich reproduce estas palabras de un ingeniero militar: «Es inútil que queramos guerrear contra los alemanes, pues no nos hallamos en condición de hacer nada. Hasta los nuevos métodos de guerra se truecan para nosotros en otras tantas causas de fracaso». Y aún podríamos citar multitud de opiniones por el estilo. De lo único que los generales podían disponer en abundancia era de carne humana. Con la carne de vaca y de cerdo se guardaba mucha más economía. Aquellas nulidades grises del Estado Mayor, aquel Yanuskievich de la escolta de Nikolái Nikolaievich o aquel Alexeiev de la escolta del zar, no sabían más que tapar las brechas con nuevas movilizaciones, consolando a los aliados y consolándose a sí mismos con grandes columnas de cifras, cuando lo que hacía falta eran columnas de combatientes. Fueron movilizados cerca de quince millones de hombres que llenaban las zonas de combate, los cuarteles, los centros de etapa, se estrujaban y se pisoteaban unos a otros furiosos y con la maldición en los labios. Y estas masas humanas, que eran un valor nulo en el frente, eran, en cambio, un valor muy efectivo de disgregación en el interior del país. Se calcula que el número de muertos, heridos y prisioneros rusos fue aproximadamente de cinco millones y medio de hombres. La cifra de desertores aumentaba incesantemente. Ya en julio de 1915, los ministros se lamentaban: «¡Pobre Rusia! Hasta su ejército, que en otros tiempos llenó el mundo con el clamor de sus victorias..., ha venido a quedar reducido a un tropel de cobardes y desertores».
Los propios ministros que hacían chistes macabros hablando de la «valentía evacuadora» de los generales, perdían horas y horas en discutir problemas como éste: ¿debían sacarse de Kiev las reliquias de los santos o dejarlas estar? El zar entendía que podían dejarse allí, pues «los alemanes no se atreverán a tocarlas, y si se atreven, peor para ellos». Sin embargo, el Sínodo había empezado ya a trasladarlas a otro sitio: «Cuando nos marchemos, nos llevaremos con nosotros lo más preciado». Estos hechos no ocurrían en la época de las Cruzadas, sino en pleno siglo XX, mientras la radio transmitía las noticias de las derrotas rusas.
Los triunfos alcanzados por Rusia sobre Austria-Hungría no se debían tanto al país vencedor como al vencido. La putrefacta monarquía de los Habsburgo estaba pidiendo a voces desde hacía largo tiempo un sepulturero, el primero que llegase. No era la primera vez que Rusia triunfaba de los Estados en descomposición, tales como Turquía, Polonia y Persia. El frente suroccidental del ejército ruso, vuelto hacia Austria-Hungría, alcanzó, a diferencias de los otros, grandes victorias. En él se destacaron algunos generales que, si a decir verdad no revelaron en nada grandes aptitudes militares, por lo menos no estaban contagiados hasta el tuétano de ese fatalismo propio de los caudillos vencidos invariablemente. De este medio habrían de salir, andando el tiempo, algunos de los «héroes» blancos de las guerras civiles.
Todo el mundo buscaba en quién descargar sus culpas. No había judío a quien no se acusara de espionaje. Todo el que llevaba un apellido alemán veía su casa saqueada. El Estado Mayor del gran duque Nikolái Nikolaievich mandó fusilar como espía alemán al coronel de gendarmes Miasoiedov, sin prueba alguna fehaciente de lo que fuese. Sujomlinov, ministro de la Guerra, hombre vacuo y poco escrupuloso, fue detenido y acusado, acaso no sin motivos, de traición. El ministro de Negocios Extranjeros de la Gran Bretaña, Grey, dijo al presidente de la delegación parlamentaria rusa, comentando el hecho: «Vuestro gobierno da pruebas de una gran audacia al atreverse a procesar por traidor en plena guerra al ministro del ramo». Los estados mayores y la Duma acusaban de germanofilia a la Corte. Y tanto unos como otros sentían envidia y odio contra los aliados. El alto mando francés economizaba sus tropas, echando mano de soldados rusos. Inglaterra se desplazaba lentamente. En los salones de Petrogrado y en los estados mayores del frente se decían bromeando: «Inglaterra ha jurado que guerrearía hasta dar la última gota de sangre... del soldado ruso». Estas bromas acabaron por llegar a oídos de los soldados del frente. «¡Todo para la guerra!», exclamaban los ministros, los diputados, los generales y los periodistas. «Sí —gruñían los soldados en las trincheras, empezando a abrir los ojos —; todos están dispuestos a combatir hasta la última gota... de mi sangre».
El ejército ruso experimentó en la guerra un número de muertos superior al de ninguna de las demás naciones que tomaron parte en la matanza; sus víctimas ascendieron a dos millones y medio de muertos, o sea el 40% de las pérdidas sufridas por todos los ejércitos aliados juntos. En los primeros meses, los soldados caían bajo los obuses sin reflexionar o reflexionando poco. Pero cada día que pasaba iba dejando en ellos un nuevo poso de experiencia, esa experiencia amarga de los «soldados rasos», que no tienen quién les sepa conducir. Los soldados tocaban las consecuencias de aquel caos de marchas sin rumbo ni objetivo que ordenaban sus generales en sus zapatos rotos y en un estómago vacío. Y de aquella papilla sangrienta de hombres y cosas se alzó una palabra que fue tomando cuerpo y extendiéndose por todas partes: la palabra locura. El rudo lenguaje de los soldados empleaba, naturalmente, otra un poco más fuerte.
El cuerpo que primero