Una mujer que poseía espíritu observador, S. Fedorchenko, tuvo ocasión de escuchar, siendo enfermera, las conversaciones, casi diríamos los pensamientos, de los soldados, y los puso por escrito con gran arte en su carnet de notas. Fruto de este trabajo fue un librito titulado El pueblo en la guerra, que nos permite lanzar una ojeada a ese laboratorio en que las bombas, las alambradas, los gases asfixiantes y la vileza de los jefes fueron trabajando durante largos meses la conciencia de unos cuantos millones de campesinos rusos y donde con los huesos humanos crujían los prejuicios de varios siglos de tradición. En muchos de aquellos aforismos primitivos, grabados por la soldadesca, latían ya en potencia las consignas de la guerra civil que se avecinaba.
El general Ruski se lamentaba, en diciembre de 1916, de Riga, a la que llamaba la desgracia del frente septentrional. Era lo mismo que Pvinsk —decía el general—, «un nido de propaganda revolucionaria». El general Brusílov confirmaba que las tropas procedentes de esa región llegaban desmoralizadas que los soldados se negaban a lanzarse al ataque, que el capitán de una compañía había sido muerto a bayonetazos por sus hombres, que no había habido más remedio que fusilar a unos cuantos y por ahí adelante. «Los gérmenes que había de producir la descomposición definitiva del ejército existían ya mucho antes de la revolución», confiesa Rodzianko, que mantenía relaciones con la oficialidad y había visitado repetidas veces el frente.
Los elementos revolucionarios, al principio dispersos, se habían hundido en la masa del ejército casi sin dejar huella. Pero a medida que cundía el descontento iban saliendo de nuevo a la superficie. Los obreros huelguistas, enviados al frente como castigo, reforzaban las filas de los agitadores, y las retiradas les brindaban auditorios propicios. «En el interior, y sobre todo en el frente —denuncia la Ocrana—, el ejército está plagado de elementos subversivos, de los cuales unos pueden convertirse, llegado el momento de una sublevación, en una fuerza activa, y otros negarse a ejecutar medidas represivas...». Las autoridades superiores de la gendarmería de la provincia de Petrogrado denuncian en octubre de 1916, basándose en un informe del delegado de la «Unión de Zemstvos», que el estado de espíritu que reina en el ejército es inquietante, que las relaciones entre los oficiales y soldados denotan una gran tirantez; por doquier pululan a millares los desertores. «Todo el que haya visto de cerca el ejército saca la impresión y el convencimiento de que entre los soldados reina indiscutible descomposición moral». Por medida de prudencia, el informe añade que si bien mucho de lo que se cuenta en las citas informaciones parece poco verosímil, no hay más remedio que darle crédito, pues muchos de los médicos que regresan del frente de operaciones se expresan en idéntico sentido. El estado de espíritu reinante en el interior del país correspondía a la moral del frente. En la reunión celebrada por el partido «kadete»3 en octubre de 1916, la mayoría de los delegados hacía notar la apatía y la desconfianza en el final victorioso de la guerra que dominaban «en todos los sectores de la población, sobre todo en el campo y entre los elementos pobres de las ciudades». El 30 de octubre de 1916, el director del Departamento de Policía hablaba en sus informes de la «fatiga de la guerra» y del «anhelo de una paz pronta, sea cual sea, que se observan por todas partes en todos los sectores de la población». Meses más tarde, todos estos señores, diputados y policías, generales, médicos y ex-gendarmes, afirmaban unánimemente que la revolución había matado el patriotismo en el ejército y que los bolcheviques les habían quitado de entre las manos una victoria segura.
En este caos de patriotismo belicoso, los que llevaban la batuta eran, sin duda, los demócratas constitucionales (los kadetes). El liberalismo, que ya a finales de 1905 había roto el contacto muy problemático que le unía a la revolución, levantó desde los primeros momentos de la contrarrevolución la bandera del imperialismo. Y la cosa era lógica: puesto que no había manera de limpiar al país de la basura feudal para garantizar a la burguesía una situación preeminente, no le quedaba más recurso que pactar una alianza con la monarquía y la nobleza, con el fin de asegurar al capital un puesto más relevante en la palestra mundial. Y si bien es cierto que la catástrofe mundial se fue preparando desde distintos puntos, lo cual hizo que hasta cierto punto sorprendiese incluso a sus organizadores más responsables, no es menos indudable que los liberales rusos, en su calidad de inspiradores de la política exterior de la monarquía, ocupan un lugar bastante destacado en la preparación de la guerra. Los caudillos de la burguesía rusa hacían justicia a la verdad al saludar como cosa suya la guerra de 1914. En la sesión solemne celebrada por la Duma nacional el 16 de julio de 1914, el representante de la fracción de los kadetes declara: «No poseemos condiciones ni formulamos exigencias; nos limitamos a arrojar en la balanza la firme decisión de rechazar al enemigo». La «unión sagrada» fue sellada también en Rusia como doctrina oficial. Durante las manifestaciones patrióticas de Moscú, el marqués de Benkerndorf, maestro mayor de ceremonias, declaró a los diplomáticos: «¡Ahí tienen ustedes la revolución que nos pronosticaban en Berlín!». «Esta idea —comenta el embajador francés Paleologue— está manifiestamente en todas las cabezas». Aquella gente consideraba como su deber abrigar y sembrar ilusiones en una situación que parece que debía ser incompatible con ellas.
No habían de hacerse esperar las frías enseñanzas de la realidad. Poco después de estallar la guerra, uno de los kadetes más expansivos, el abogado y terrateniente Rodichev exclamaba en una sesión del comité central de su partido: «¿Pero es posible que creáis que con imbéciles como éstos puede nadie vencer?». Los acontecimientos demostraron que no, que con imbéciles como aquéllos no había manera de vencer. Cuando ya tenía perdida una buena parte de su fe en el triunfo, el liberalismo intentó aprovecharse de la inercia de la guerra para introducir un poco de limpieza en la camarilla palaciega y obligar a la monarquía a pactar. El arma principal de que se sirvió para estos fines fue la acusación de germanofilia y de preparación de una paz por separado lanzada contra el partido de los palatinos.
En la primavera de 1915, cuando las tropas desarmadas se batían en retirada en todo el frente, las esferas gubernamentales decidieron, no sin la presión de los aliados, atraer hacia los trabajos de guerra la iniciativa de la industria privada. A una reunión convocada especialmente para este fin acudieron, además de los burócratas, los industriales más influyentes. Las «Uniones de Zemstvos» y municipios que habían surgido al estallar la conflagración, y los comités industriales de guerra creados en la primavera de 1915 se convirtieron en otros tantos puntos de apoyo de la burguesía en su lucha por la victoria y el poder. Apoyada en dichas organizaciones, la Duma nacional podía obrar con mayor seguridad como mediadora entre la clase burguesa y la monarquía.
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