Nicolás II no sólo era inconstante, sino que también era perjuro. Sus aduladores le llamaban charmeur, un hombre encantador, por la dulzura con que trataba a los palaciegos. Pero es el caso que el zar se mostraba especialmente amable con aquellos dignatarios a quienes había decidido despachar: cuando el ministro, encantado y fuera de sí por la amabilidad con que el zar le había recibido volvía a casa, se encontraba muchas veces con una carta notificándole la destitución. Era una especie de jugada con que el monarca quería vengarse, sin duda, de su insignificancia.
Nicolás II no podía ver a ningún hombre de talento. No se sentía a gusto más que entre las nulidades y los deficientes mentales, junto a los santurrones y personas endebles a quienes él pudiese mirar de arriba abajo. Tenía su orgullo, pero no era un orgullo activo y refinado, sino indolente, sin un átomo de iniciativa propia, y cuyo móvil era un sentimiento de envidia puesto siempre en guardia. Elegía a sus ministros ateniéndose al principio de dejarse resbalar cada vez más bajo. A los hombres de talento y de carácter sólo acudía en los casos extremos, cuando no tenía más remedio, como se hace con el cirujano, que sólo se le llama cuando se trata de salvar la vida. Así sucedía primero con Witte y luego con Stolipin. El zar los trataba a ambos con hostilidad mal disimulada. Y, apenas vencía el foco agudo de la situación, se apresuraba a desembarazarse de unos consejeros que estaban demasiado por encima de él. Y tan sistemática y radical era esta selección al revés, que el presidente de la última Duma, Rodzianko, se atrevió a decir al zar, el y de enero de 1917, cuando la revolución llamaba ya a las puertas: «Señor, a vuestro alrededor no ha quedado un solo hombre honrado ni digno de confianza: los mejores han sido alejados o se han ido, quedándose tan sólo los que gozan de dudosa reputación».
Todos los esfuerzos de la burguesía liberal para entenderse con Palacio eran fallidos. El incansable y camorrista Rodzianko intentaba sacudir la modorra del zar con sus informes. Pero ¡todo inútil! El zar pasaba por alto los argumentos, incluso las insolencias, preparando en silencio la disolución de la Duma. El gran duque Dimitri, antiguo favorito del zar y futuro copartícipe en el asesinato de Rasputín, se lamentaba, con su cómplice el príncipe Yusupov, de que el zar demostraba cada día más indiferencia ante cuanto le rodeaba. Dimitri se inclinaba a creer que le habían dado al monarca algún brebaje para adormecerle. Por su parte, el historiador liberal Miliukov escribe: «Corrían rumores de que este estado de apatía mental y moral del zar provenía del abuso del alcohol». Invenciones todo o exageraciones. El zar no tenía necesidad de recurrir a narcóticos, pues llevaba en la sangre el «bebedizo» fatal.
Lo que ocurre es que sus efectos tenían que suscitar por fuerza asombro en instantes como aquéllos en que la crisis interna del país iba fraguando la revolución. Rasputín, que era un buen sicólogo, solía decir lacónicamente cuando hablaba del zar: «Le falta un tornillo».
Aquel hombre apagado, impasible, «bien educado», era un hombre cruel. Pero no con esa crueldad activa, proyectada sobre fines históricos, de un Iván el Terrible o de un Pedro el Grande —hombres con los que no tenía la menor afinidad Nicolás II—, sino con la crueldad cobarde del último vástago aterrorizado ante la tragedia fatídica de su propio destino. Ya en los albores de su reinado, Nicolás II tributó un elogio a los «bravos soldados» por haber ametrallado a los obreros. Solía leer «con placer» los informes en que la Dirección de Policía daba cuenta de haberse azotado a latigazos a las estudiantes de «pelo corto»13, o relataba los pogromos judíos en que se machacaba el cráneo a hombres indefensos. Aquel monstruoso coronado sentíase atraído con toda el alma por la hez de la sociedad, por aquellos matones de las «centurias negras», y no sólo les pagaba espléndidamente sus servicios de las arcas del Estado, sino que gustaba de conversar afectuosamente con ellos, oyéndole relatar sus hazañas y perdonándoles piadosamente cuando remataban a algún diputado de la oposición. Witte, que subió al poder en pleno período represivo de la primera revolución, escribe en sus Memorias: «Cuando las noticias de las hazañas insensatamente crueles perpetradas por los cabecillas de esas bandas llegaban a oídos del zar, merecían indefectiblemente su aprobación y encontraban en él defensa». Despachando una reclamación del general-gobernador de los países bálticos pidiendo que se llamase la atención de cierto capitán Richter, que «ha ejecutado por iniciativa propia, sin previa formación de causa, a personas que no habían opuesto resistencia alguna», el zar estampó al margen del informe: «¡bravo muchacho!». Estímulos de éstos nos los encontramos a montones. Aquel hombre «encantador», abúlico, sin aspiraciones, sin imaginación, era más terrible que todos los tiranos de la historia antigua y moderna.
El zar hallábase enormemente influido por la zarina, influencia que fue creciendo con los años y las dificultades del gobierno. Los dos juntos formaban una especie de todo orgánica. Esta unión es una de tantas pruebas que patentizan hasta qué punto, bajo la presión de las circunstancias, lo personal encuentra complemento en lo colectivo. Pero digamos algo acerca de la zarina.
Maurice Paléologue, embajador francés en Petrogrado durante la guerra, un sicólogo muy agudo, sin duda, para los académicos franceses y las porteras de su país, hace un retrato pulcro y lamido de la última zarina: «La desazón moral, la tristeza crónica, una melancolía ilimitada, un tránsito constante de la exaltación al abatimiento, sus ideas atormentadoras acerca del mundo invisible y ultraterrenal, en superstición, ¿acaso todos estos rasgos, que de un modo tan acusado se manifiestan en la personalidad de la zarina, no son también los rasgos genuinos del pueblo ruso?». Por muy extraño que parezca, en el fondo de esta dulzona adulación se encierra un granito de verdad. No en vano el satírico ruso Saltikov llamaba a los ministros y gobernadores de la serie de los barones bálticos «alemanes con alma rusa»; no cabe duda que precisamente estos extranjeros, que no tenían la menor afinidad con el pueblo ruso, fueron los que engendraron el tipo más depurado de administrador ruso de «pura raza».
Pero, ¿por qué el pueblo sentía un odio tan franco contra esta zarina, que, según Paléologue, encarnaba de un modo tan completo su propia alma? La contestación es harto sencilla: para justificar la nueva situación en que se encontraba colocada, aquella alemana se asimilaba con fría pasión todas las tradiciones e inspiraciones de la Edad Media rusa, la más inteligente y la más ruda del mundo, en una época en que el pueblo se debatía desesperadamente por emanciparse de la propia barbarie medieval. Aquella princesa de Hesse estaba literalmente poseída por el demonio de la autocracia: exaltada desde su rincón provinciano a las alturas del despotismo bizantino, no quería descender por nada del mundo de su trono de autócrata. La Iglesia ortodoxa le brindó la mística y la magia de que necesitaba su nueva estrella. Y cuanto más al desnudo aparecía la indignidad del viejo régimen, más firmemente creía la zarina en su misión. Dotada de un carácter fuerte y de capacidad para la exaltación seca y dura, la zarina completaba al abúlico zar, dominándolo.
El 17 de marzo de 1916, un año antes de que estallara la revolución, cuando el país mártir se revolcaba ya atenazado por la derrota y la ruina, la zarina escribía a su marido, al Cuartel General: «No debes dar pruebas de blandura, nombrar un gobierno responsable, etc., hacer todo lo que ellos quieren. Son tu guerra y tu paz, tu honor y el de nuestra patria y no los de la Duma, los que se ventilan. Ellos no tienen derecho a pronunciar ni una palabra respecto a estas cuestiones». Por lo menos, era un programa rotundo y escueto, y por serlo, acababa siempre por imponerse a las vacilaciones constantes del zar.
Cuando Nicolás II salió a ponerse al frente del ejército como generalísimo ficticio, la zarina tomó en sus manos, de hecho, las riendas del gobierno interior del país: los ministros despachaban con ella, ni más ni menos que si se tratara de una reina gobernadora. La zarina, con su camarilla, conspiraba contra la Duma, contra los ministros, contra los generales del Estado Mayor, contra todo el mundo, hasta contra el propio zar. El 6 de diciembre de 1916, escribíale al monarca: «Puesto que ya has dicho que querías retener a Protopopov, no dejes que se atreva (se refiere a Trépov, el primer ministro) a pronunciarse contra ti, de un puñetazo sobre la mesa, no hagas concesiones, demuestra que eres el amo, cree a tu dura mujercita y cita a nuestro amigo, ten fe en nosotros». Tres días después vuelve