El Zar y la Zarina
Nada más lejos de nuestros propósitos que hacer finalidad primordial de este libro estas investigaciones sicológicas que ahora tanto privan y con las que no pocas veces se pretende suplir las grandes fuerzas motrices de la Historia que tienen un carácter superpersonal. Una de ellas es la monarquía. Pero no hay que olvidar que estas fuerzas actúan a través de individuos. Además, la monarquía hállase consustanciada por esencia con el principio personal. Esto justifica, ya de suyo, el interés que despierta la personalidad de un monarca a quien el curso de los acontecimientos lleva a enfrentarse con la revolución. Confiamos —además— que nuestro estudio pondrá de relieve, en parte al menos, dónde termina en la personalidad lo personal —por lo general, mucho antes de lo que a primera vista parece— y cómo muchas veces las «características singulares» de una persona no son más que el rasguño que dejan en ella las leyes objetivas.
A Nicolás II le dejaron los antepasados, no sólo un poderoso imperio, sino también la revolución. No le adornaron con una sola cualidad que le capacitase para gobernar no ya un imperio, sino ni siquiera una provincia ni un mal municipio. A aquella marejada histórica que empujaba sus olas poco a poco hasta las puertas de su palacio, oponía el último Romanov una sorda impasibilidad: tal parecía como si su conciencia y la época en que vivía se alzara un velo transparente y, sin embargo, absolutamente impenetrable.
El zar y la zarina con su familia.
Las personas que tenían ocasión de tratar de cerca al monarca recordaron más de una vez, después de la revolución, que en los momentos más trágicos de su reinado, al sobrevenir la rendición de Puerto Arturo y la pérdida de la escuadra en Zusima, como diez años después, durante la retirada de las tropas rusas en Galicia, y dos años más tarde, en los días que precedieron a la abdicación, cuando todos los que rodeaban al zar estaban abatidos, abrumados y estremecidos, sólo él daba muestras de sangre fría. Se informaba, como de costumbre, del número de verstas11recorridas en sus viajes a lo largo de Rusia; recordaba episodios de sus cacerías y anécdotas sacadas de las entrevistas oficiales y, mientras retumbaba el trueno y ya centelleaba el rayo sobre su cabeza, aquel hombre seguía interesándose por las barreduras de su vida cotidiana. «¿Qué es esto? —se preguntaba uno de los generales de su intimidad— ¿Una entereza inmensa, casi inverosímil, conseguida a fuerza de disciplina? ¿Fe en la determinación divina de los acontecimientos? ¿O, simplemente, falta de discernimiento?». Ya el solo hecho de preguntarlo, lleva implícita, a medias, la respuesta. Aquella proverbial «buena educación» del zar, la fuerza con que sabía mostrarse dueño de sí mismo aun bajo las circunstancias más difíciles, no puede explicarse, en modo alguno, por obra exclusivamente de un amaestramiento en el modo de conducirse, sino que tenía que radicar en su carácter indiferente, en la indigencia de sus fuerzas anímicas, en la pobreza de sus impulsos volitivos. Esa máscara de indiferencia que en ciertos medios llaman «educación» se fundía en Nicolás II con su rostro natural.
El diario del zar vale por todos los testimonios; día tras día, año tras año, van registrándose en estas páginas notas más anonadadoras de su vacuidad espiritual. «He paseado un largo trecho y matado dos cuervos. He tomado té al oscurecer». Paseo a pie, paseo en lancha. Más cuervos y más té. Todo lindando con la pura fisiología. Y cuando habla de ceremonias religiosas, lo hace en el mismo tono que cuando registra un festín.
Por los días que preceden a la apertura de la Duma nacional, cuando todo el país se siente estremecido por convulsiones, Nicolás II escribe: «14 de abril. Me he paseado con camisa-blusa ligera y he reanudado los paseos en lancha. He tomado el té en la terraza. Stana ha comido y paseado con nosotros. He leído». Ni una palabra acerca de lo que leyó: lo mismo podía ser una novela inglesa que un informe del Departamento de policía. «15 de abril. Le he aceptado la dimisión a Witte. Han comido con nosotros Mary y Dimitri. Los hemos12 acompañado al palacio».
El día en que se decretó la disolución de la Duma cuando lo mismo los altos dignatarios oficiales que los liberales estaban pasando por un paroxismo de pánico, el zar escribía en su diario: «7 de julio, viernes. He estado muy ocupado toda la mañana. Llegamos con media hora de retraso al almuerzo con los oficiales... Había tormenta y el aire era sofocante. Paseamos juntos. He recibido a Goremikin, ¡y firmado el ukase disolviendo la Duma! Hemos comido con Olga y Petia. Por la tarde, lectura». Toda su emoción ante la disolución inminente de la Duma queda expresada, y gracias, con un signo de admiración. Los diputados de la Duma disuelta hicieron un llamamiento al pueblo para que no pagase los impuestos y se negara a hacer el servicio militar. Estallaron una serie de sublevaciones militares: en Sveaborg, en Kronstadt, en varios buques de guerra, en diferentes regimientos; reanudóse en proporciones jamás conocidas el terrorismo revolucionario contra las altas autoridades. El zar escribe en su diario: «9 de julio, domingo. ¡Ya está hecho! Hoy ha quedado disuelta la Duma. Durante el almuerzo, después de la misa, veíanse muchas caras largas. El tiempo era magnífico. Durante el paseo nos encontramos al viejo Micha, que llegó ayer de Gachina. Antes de comer, y durante toda la tarde, me dediqué a leer tranquilamente. Un paseo en canoa». Nos dice que se paseó y precisamente en canoa; en cambio, no siente la necesidad de concretar lo que leyó. Y así, una vez y otra, y otra.
Seguimos copiando de las hojas de aquellos días preñados de incertidumbre: «14 de julio. Después de vestirme, me fui en bicicleta al balneario y me bañé con deleite en el mar». «15 de julio. Me he bañado dos veces. Hacía mucho calor. He comido sólo con mi mujer. La tormenta ha pasado». «19 de julio. Me he bañado por la mañana. He recibido visitas en la granja. El tío Vladimir y Chagin almorzó con nosotros». Las sublevaciones, los atentados terroristas sólo le sugieren una ligerísima consideración: «¡bonitas cosas!», que asombra por su baja impasibilidad, y rayana en el cinismo si fuese inconsciente.
«A las nueve y media de la mañana nos trasladamos al regimiento del Caspio... He paseado durante largo rato. El tiempo era espléndido. Me he bañado en el mar. Después del té, recibí a Lvov y Guchkov». Y no dice ni una palabra de que aquella entrevista tan desusada de los dos liberales se relacionaba con los planes de Stolipin para atraer a su gabinete a los políticos de la oposición. El príncipe Lvov, futuro presidente del gobierno provisional, dijo refiriéndose a esta visita: «Cuando esperaba ver al monarca abatido por el infortunio, ¡cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con que salía a mi encuentro un hombrecillo alegre y desahogado con una blusa de color frambuesa!». El horizonte mental del zar no llegaba más allá que el de un modesto funcionario de policía, con la diferencia de que éste, pese a todo, conocía mejor la realidad y no vivía atosigado por la superstición. El único periódico que durante muchos años leyó Nicolás II y del que nutría sus ideas era un semanario editado con fondos oficiales por el príncipe Mecherski, hombre ruin y venal a quien despreciaban hasta en la misma pandilla de burócratas reaccionarios a que pertenecía. Por delante del zar cruzaron dos guerras y dos revoluciones, sin que estos acontecimientos dejasen la menor huella en su horizonte mental: entre su conciencia y los acontecimientos se alzaba constantemente el velo impenetrable de la indiferencia. De Nicolás II se decía, no sin razón, que era un fatalista. Conviene, sin embargo, advertir que este fatalismo era todo lo contrario a la fe activa en su «estrella»; Nicolás II se tenía por un hombre de mala suerte. Su fatalismo no era más que una manera de defenderse pasivamente del proceso histórico y se daba la mano con un despotismo mezquino en sus motivos sicológicos, pero monstruoso en sus consecuencias.
«Lo quiero yo, y así tiene que ser. Esta divisa —escribe el conde Witte— se manifestaba en todos los actos de aquel gobernante débil de voluntad, a quien su debilidad llevó a todo lo que caracteriza su reinado: un derramamiento constante y, en la mayor parte de los casos, absolutamente innecesario de sangre, más o menos inocente».
Alguna vez se ha comparado a Nicolás II con el zar Pablo, aquel antepasado suyo medio loco, estrangulado por la camarilla, de acuerdo con su propio hijo, Alejandro «el bendito». Y no deja de haber, en efecto, entre estos dos Romanov cierta afinidad: la de