Capítulo XXVII
La contrarrevolución levanta la cabeza
En los dos primeros meses, bien que el poder perteneciera oficialmente al gobierno Guchkov-Miliukov, hallábase, en realidad, concentrado por entero en las manos de los soviets. En los dos meses siguientes, el Soviet se debilitó: parte de su influencia sobre las masas pasó a los bolcheviques, ni más ni menos que los ministros socialistas llevaron en sus carteras parte del poder al gobierno de coalición. Al iniciarse la preparación de la ofensiva, reforzóse automáticamente la importancia del mando, de los órganos del capital financiero y del partido kadete. Antes de verter la sangre de los soldados, el Comité Ejecutivo realizó una considerable transfusión de su misma sangre a las arterias de la burguesía. Entre bastidores, los hilos se concentraban en las manos de las embajadas y de los gobiernos de la Entente.
En la conferencia interaliada que se había inaugurado en Londres, los amigos de Occidente se «olvidaron» de invitar al embajador ruso. Sólo cuando éste hizo que se acordasen de su existencia, se le llamó diez minutos antes de abrirse la sesión, con la particularidad de que resultó que en la mesa no había sitio para él, y tuvo que sentarse entre los representantes franceses. El escarnio de que era objeto el embajador del gobierno provisional y la significativa salida de los kadetes del Ministerio —ambos acontecimientos tuvieron lugar el 2 de julio— perseguían el mismo fin: acorralar a los conciliadores. La demostración armada que tuvo lugar inmediatamente después de esto, debía poner tanto más fuera de sí a los jefes soviéticos, cuanto que éstos, ante este doble golpe, fijaron toda su atención en un sentido completamente opuesto. Ya que no quedaba otro remedio que arrastrar la sangrienta carreta en alianza con la Entente, no cabía encontrar mejores intermediarios que los kadetes. Chaikovski, uno de los más viejos revolucionarios rusos, que se había convertido, durante los largos años de emigración, en un liberal británico moderado, decía en tono de mentor: «Para la guerra se necesita dinero, y los aliados no van a dárselo a los socialistas». A los conciliadores les avergonzaba emplear este argumento, pero comprendían todo el peso que tenía.
La correlación de fuerzas se había modificado de un modo evidentemente desventajoso para el pueblo, pero nadie podía decir hasta qué punto. En todo caso, los apetitos de la burguesía habían aumentado mucho en medida más considerable que sus posibilidades. El choque era el resultado de ese estado indefinido, pues las fuerzas de las clases se someten a prueba en la acción, y los acontecimientos de la revolución se reducen a esas pruebas repetidas. Cualquiera que fuese, sin embargo, la importancia de la revolución realizada por el poder de la izquierda a la derecha, poca repercusión tuvo en el gobierno provisional, que seguía siendo un lugar vacío. Con los dedos pueden contarse las personas que en los críticos días de julio se interesaban por el Ministerio del príncipe Lvov. El general Krimov, que no era otro que el que en otro tiempo había hablado con Guchkov de la deposición de Nicolás II —pronto, tropezaremos de nuevo con este general por última vez—, mandó al príncipe un telegrama que terminaba con el siguiente precepto: «Hay que pasar de las palabras a los hechos». El consejo parecía una burla, y no hacía más que subrayar la impotencia del gobierno.
«A principios de julio —escribía posteriormente el liberal Nabokov— hubo un breve momento en que pareció elevarse de nuevo el prestigio del poder; fue después del aplastamiento de la primera acción bolchevista. Pero el gobierno no supo aprovechar ese momento, y dejó escapar las favorables circunstancias de entonces. Éstas no volvieron a repetirse». En el mismo sentido se expresaron otros representantes de la derecha.
En realidad, durante las jornadas de julio, lo mismo que en todos los momentos críticos, en general, los componentes de la coalición perseguían fines distintos. Los conciliadores hubieran estado completamente dispuestos a permitir el aplastamiento definitivo de los bolcheviques, de no haber sido evidente que después de haber acabado con los bolcheviques, los oficiales, cosacos, Caballeros de San Jorge y brigadas de asalto, acabarían con los mismos conciliadores. Los kadetes querían ir hasta las últimas consecuencias para barrer no sólo a los bolcheviques, sino también a los soviets. Sin embargo, no tenía nada de casual la particularidad de que, en los momentos más difíciles, sin excepción, se hallaran fuera del gobierno los kadetes. De él los echaba, en fin de cuentas, la presión de las masas, irresistible a pesar de todas las barreras opuestas por los conciliadores. Los liberales, aun en el caso de que hubieran conseguido adueñarse del poder, no habrían podido conservarlo, como lo demostraron posteriormente los acontecimientos de un modo que no deja lugar a dudas. La idea de que en julio se había dejado pasar una posibilidad favorable no representa más que una ilusión retrospectiva. En todo caso, la victoria de julio no sólo no consolidó el poder, sino que, por el contrario, abrió un período de crisis gubernamental prolongada que no se resolvió formalmente hasta el 24 de julio y, en el fondo, no fue más que la iniciación de la agonía, que duró cuatro meses, del régimen de febrero.
Los conciliadores luchaban con la necesidad de reconstituir la semiamistad con la burguesía y atenuar la hostilidad de las masas. El nadar entre dos aguas se convierte para ellos en forma de existencia; los zig-zags se transforman en un devaneo febril, pero la orientación fundamental se orienta reciamente hacia la derecha. El 7 de julio, el gobierno adopta una serie de medidas represivas. Pero en la misma sesión, de un modo subrepticio, aprovechándose de la ausencia de los «mayores», esto es, de los kadetes, los ministros socialistas propusieron al gobierno la realización inmediata del programa adoptado por el congreso de los soviets celebrado en junio. Esto contribuyó inmediatamente a acentuar la disgregación del gobierno. El príncipe Lvov, gran terrateniente y ex presidente de la alianza de los zemstvos, acusó al gobierno de llevar a cabo una política agraria que «minaba los fundamentos de la conciencia moral del pueblo». A los terratenientes, lo que les inquietaba no era que pudieran verse privados de las haciendas que habían recibido en herencia, sino que los conciliadores «tienden a colocar a la Asamblea Constituyente ante el hecho consumado». Todos los pilares de la reacción monárquica se convierten ahora en partidarios ardientes de la democracia pura. El gobierno decidió confiar la presidencia a Kerenski, conservando para este mismo la cartera de Guerra y Marina. Tsereteli, nuevo ministro de la Gobernación, tuvo que contestar en el Comité Ejecutivo a las preguntas que se le formularon con motivo de las detenciones de bolcheviques. La protesta partió de Mártov, y Tsereteli contestó sin remilgos a su antiguo compañero de partido que prefería tener que habérselas con Lenin antes que con Mártov: al primero sabe cómo hay que tratarlo, mientras que el segundo le ata las manos. «Tomo sobre mí la responsabilidad de estas detenciones», profirió en tono de reto el ministro.
Al asestar sus golpes a la izquierda, los conciliadores pretenden justificar la represión con el peligro que amenaza desde la derecha: «Rusia está amenazada de una dictadura militar —dice Dan en la sesión del 9 de julio—. Tenemos el deber de arrancar la bayoneta de las manos de la dictadura militar; pero esto no podemos hacerlo más que convirtiendo al gobierno provisional en Comité de Salud pública. Debemos conferirle atribuciones ilimitadas para que pueda arrancar de raíz la anarquía de la izquierda y la contrarrevolución de la derecha». Como si ese gobierno, que luchaba contra los obreros, soldados y campesinos, hubiera podido tener en sus manos otra bayoneta que no fuera la de la contrarrevolución. La Asamblea, por 252 votos y 42 abstenciones, decidió: «1) el país y la revolución están en peligro; 2) el gobierno provisional es declarado gobierno de salvación de la revolución y 3) se confieren al mismo atribuciones ilimitadas». La resolución resonaba fuerte, como un barril vacío. Los bolcheviques presentes en la reunión se abstuvieron de votar, lo cual atestigua que en aquellos días la dirección del partido estaba desorientada.
Los movimientos de masas, aun derrotados, nunca pasan sin dejar huella. El sitio que ocupaba antes al frente del gobierno un señor con título, lo ocupó un abogado radical; del Ministerio de la Gobernación se encargó un ex presidiario. La renovación plebeya del poder era un hecho. Kerenski, Tsereteli, Chernov, Skóbelev, jefes del Comité Ejecutivo, determinaban ahora la fisonomía del gobierno. ¿Acaso no podía considerarse esto como la realización de la consigna de las jornadas de junio: «Abajo los diez ministros capitalistas»? No; esto no hacía más que poner de manifiesto su inconsistencia. Los ministros socialistas tomaron el poder con el solo