El 5 de julio, Lenin, conversando con Trotsky, preguntó a éste: «¿No cree usted que nos fusilarán?». Sólo en el caso de existir este propósito, podía explicarse que se hubiera puesto el sello oficial a la monstruosa calumnia. Lenin consideraba a sus enemigos capaces de llevar hasta el fin la empresa que habían iniciado, y llegaba a esta conclusión: había que hacer todo lo posible para no caer en sus manos. El 6 por la tarde llegó Kerenski del frente, imbuido del estado de espíritu de los generales, y exigió que se adoptasen medidas decisivas contra los bolcheviques. Cerca de las dos de la madrugada, el gobierno tomó el acuerdo de encausar a todos los dirigentes del «levantamiento armado» y disolver los regimientos que habían participado en el motín. El destacamento de soldados mandado al domicilio de Lenin, para proceder a la detención de éste y a un registro domiciliario, hubo de limitarse a lo último, pues el dueño de la casa no estaba ya en ésta. Lenin no se había movido aún de Petrogrado, pero se ocultaba en el domicilio de un obrero, y exigió que la comisión investigadora soviética les oyera a él y a Zinóviev, en condiciones que excluyeran una encerrona por parte de la contrarrevolución. En la instancia remitida a la comisión, Lenin y Zinóviev decían: «En la mañana del viernes 7 de julio, se comunicó a Kámenev, desde la Duma, que la comisión se presentaría hoy en el lugar convenido, a las doce del día. Escribimos estas líneas a las seis y media de la tarde del 7 de julio, y hacemos constar que hasta ahora la comisión no se ha presentado ni nos ha hecho saber nada... La responsabilidad por el aplazamiento del interrogatorio no recae en nosotros».
La actitud de la comisión soviética al evitar la investigación prometida, dejó a Lenin definitivamente convencido de que los conciliadores se lavaban las manos, reservando a los guardias blancos la tarea de acabar con nosotros. Los oficiales y los junkers, que entretanto habían devastado ya la imprenta del partido, agredían y detenían en la calle a todo aquel que protestaba de la acusación de espionaje lanzada contra los bolcheviques.
Entonces Lenin tomó resueltamente la decisión de ocultarse, para escapar, no a la investigación, sino a posibles medidas de violencia.
El 15, Lenin y Zinóviev explicaban en el periódico bolchevista de Kronstadt —que las autoridades no se habían atrevido a suspender— por qué no consideraban hacedero ponerse en manos del poder: «De la carta del ex ministro de Justicia, Pereverzev, publicada en el número del domingo de Novoye Vremia, se desprende de un modo evidente que el “proceso” relativo al espionaje de Lenin y de otros, ha sido tramado por el partido de la contrarrevolución. Pereverzev reconoce con toda franqueza haber puesto en circulación acusaciones no probadas, con el fin de provocar el furor (expresión literal) de los soldados contra nuestro partido. Esto lo confiesa el que hace dos días era ministro de Justicia. En el momento actual, la Justicia no ofrece en Rusia ninguna garantía. Entregarse a las autoridades significaría entregarse a los Miliukov, a los Alexinski, a los Pereverzev, a los contrarrevolucionarios enfurecidos, para quienes las acusaciones lanzadas contra nosotros no son más que un simple episodio de la guerra civil». Para comprender ahora el sentido de las palabras referentes al «episodio» de la guerra civil, bastará recordar la suerte de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburgo. Lenin sabía ver en el futuro.
Al mismo tiempo que los agitadores del campo enemigo contaban en todos tonos que Lenin había salido de Alemania en un torpedero, según unos, en submarino, según otros, la mayoría del Comité Ejecutivo se apresuraba a condenar la actitud de Lenin al negarse a comparecer ante los jueces. Los conciliadores, al prescindir del fondo político de la acusación y de las circunstancias en que ésta había sido formulada, se presentan como los defensores de la justicia pura. Era ésta la posición menos desventajosa que aún podían disponer. La decisión adoptada por el Comité Ejecutivo el 13 de julio, no sólo consideraba «completamente inadmisible» la conducta de Lenin y Zinóviev, sino que exigía de la fracción bolchevista que condenara a sus jefes «de un modo inmediato, categórico y claro». La fracción rechazó unánimemente la exigencia del Comité Ejecutivo. Sin embargo, entre los bolcheviques, por lo menos en las esferas dirigentes, había quien vacilaba a cuenta de la actitud adoptada por Lenin, de eludir la instrucción. Entre los conciliadores, aun entre los que se hallaban más a la izquierda, la desaparición de Lenin provocó una indignación general, no siempre hipócrita, como puede apreciarse en el ejemplo de Sujánov. A éste, como es sabido, el carácter calumnioso de las informaciones del contraespionaje no le ofreció la menor duda desde el principio. «La absurda acusación —escribía— se ha disipado como el humo. Nadie ha podido probarla y la gente ha dejado de creer en ella». Pero para Sujánov eran un enigma las causas que habían inducido a Lenin a eludir la instrucción.
«Eso era algo incomprensible, sin precedentes. Aun en las condiciones más desfavorables, cualquier otro hubiera exigido la instrucción y el juicio». Sí, cualquier otro hubiera podido hacerlo. Pero ese «cualquier otro» no hubiera podido convertirse en blanco del odio furioso de las clases dirigentes. Lenin no era «cualquier otro», y ni un solo momento olvidó la responsabilidad que sobre él pesaba. Lenin sabía sacar todas las consecuencias de la situación y hacer caso omiso de las oscilaciones de la «opinión pública» en aras de los fines a que estaba subordinada toda su vida. El quijotismo y la «pose» le eran igualmente ajenos.
Lenin vivió unas semanas con Zinóviev, en las afueras de Petrogrado, cerca de Sestroretsk, en el bosque. La noche, hasta cuando llovía, debían pasarla en un montón de heno. Lenin atravesó como fogonero la frontera finlandesa en una locomotora, y se ocultó en el domicilio del jefe de policía de Helsingfors, que era un ex obrero de Petrogrado; luego se acercó más a la frontera rusa, a Viborg. Desde finales de septiembre residió secretamente en Petrogrado, para aparecer de nuevo en público, después de casi cuatro meses de ausencia, el día de la insurrección.
Julio fue el mes de la calumnia desenfrenada, descarada y victoriosa; en agosto empezó ya a decrecer. Un mes, exactamente, después de haber sido puesta en circulación la calumnia, Tsereteli, fiel a sí mismo, consideró necesario repetir en la reunión del Comité Ejecutivo: «Al día siguiente de las detenciones, al contestar públicamente a las preguntas de los bolcheviques, dije: no sospecho que los líderes bolcheviques acusados de ser instigadores de la insurrección de los días 3-5 de julio estén en relación con el Estado Mayor alemán». Decir menos era imposible; decir más, desventajoso. La prensa de los partidos conciliadores no fue más allá de las palabras de Tsereteli. Pero como éste, al mismo tiempo, denunciaba encarnizadamente a los bolcheviques como auxiliares del militarismo alemán, la voz de los periódicos conciliadores se fundía políticamente con el resto de la prensa, que trataba a los bolcheviques no de «auxiliares» de Ludendorff, sino de agentes a sueldo del mismo. Las notas más altas, en ese coro, correspondían a los kadetes. El periódico de los profesores liberales moscovitas, Russkiye Vedomosti (La Gaceta Rusa), comunicaba que al efectuarse el registro en la redacción de la Pravda, se había encontrado una carta alemana en la cual un barón, Gaparanda, «saluda la actuación de los bolcheviques» y prevé «la alegría que esto producirá en Berlín». El barón alemán de la frontera finlandesa sabía muy bien las cartas de que tenían necesidad los patriotas rusos. La prensa de la sociedad ilustrada, que se defendía contra la barbarie bolchevista, aparecía llena de noticias análogas.
¿Daban crédito los profesores y abogados a sus propias palabras? Admitirlo, al menos por lo que se refiere a los jefes de las capitales, significaría tener un concepto excesivamente pobre de su sentido político. Ya que no las consideraciones psicológicas y de principio, las consideraciones prácticas y, ante todo, las financieras, habían de hacer aparecer ante ellos lo absurdo de la acusación. El gobierno alemán podía, evidentemente, ayudar a los bolcheviques no con ideas, sino con dinero. Pero era precisamente de dinero de lo que carecían los bolcheviques. El centro del partido en el extranjero luchó