Asustados por el sesgo inesperado y demasiado brusco que había tomado el caso, los jefes intentaron ganar tiempo. Chjeidze y Tsereteli telefonearon a las redacciones de los periódicos aconsejando se abstuvieran de hacer públicas las sensacionales revelaciones hasta que estuvieran plenamente comprobadas. Las redacciones no se atrevieron a negarse a hacer el «favor» que se les pedía desde el palacio de Táurida. Pero hubo una excepción. Un periodicucho amarillo, publicado por Suvorin, el gran editor del Novoye Vremia, sirvió a sus lectores, al día siguiente por la mañana, un documento que tenía todo el carácter de oficioso, en el cual se denunciaba que Lenin recibía dinero e instrucciones del gobierno alemán. La prohibición había sido quebrantada y la sensacional noticia llenaba, un día más tarde, las columnas de toda la prensa. Así se inició el episodio más inverosímil de ese año, rico en acontecimientos: los jefes del partido revolucionario, que durante décadas enteras habían luchado contra los señores coronados y no coronados, eran presentados al país y al mundo entero como agentes a sueldo de los Hohenzollern. La inaudita calumnia fue arrojada a las masas populares, cuya mayoría aplastante oía, por primera vez después de la Revolución de Febrero, los nombres de los caudillos bolcheviques. La calumnia se convertía en su factor político de primer orden. Esto hace necesario un estudio más atento de su mecánica.
El sensacional documento tenía su origen en la declaración de un tal Yermolenko. He aquí, según los datos oficiales, quién era ese héroe: en el período comprendido entre la guerra con el Japón y el año 1913, estuvo al servicio del contraespionaje; en 1913, fue separado del ejército —en cuyas filas había llegado a tener el grado de alférez— por razones que se desconocen; en 1914, fue llamado a filas, hecho prisionero honrosamente y tuvo a su cargo la vigilancia policíaca de los prisioneros de guerra. Sin embargo, el régimen del campamento de concentración no era muy del gusto de este espía, y «a petición de los compañeros» —así lo declaró él mismo—, entró al servicio de los alemanes, con miras, ni que decir tiene, patrióticas. Abrióse con esto un nuevo capítulo en su vida. El 25 de abril, Yermolenko fue «trasladado» al frente ruso por las autoridades alemanas, con la misión de volar puentes, dedicarse al servicio de espionaje, luchar por la independencia de Ucrania y llevar a cabo una agitación en favor de la paz separada. Los capitanes alemanes Schiditski y Libers, contratados por Yermolenko para estos fines, le comunicaron, además, de pasada, sin ninguna necesidad práctica, únicamente para darle ánimos, por las trazas, que además de él trabajaría en el mismo sentido en Rusia... Lenin. Tal era la base de todo el asunto.
¿Qué es lo que inspiró a Yermolenko, o mejor dicho, quién le movió a hacer esta declaración acerca de Lenin? De cualquier modo, no fueron los oficiales alemanes. Un simple cotejo de datos y hechos nos conduce al laboratorio mental del alférez. El 4 de abril, hizo públicas Lenin sus famosas tesis, que implicaban la declaración de guerra al régimen de febrero. El 20-21 tuvo lugar la manifestación armada contra la continuación de la guerra. La campaña contra Lenin se desencadenó como un huracán. El 25, Yermolenko pasó al frente, y en la primera mitad de mayo se puso en contacto con el contraespionaje en el Cuartel General. Los ambiguos artículos periodísticos que hacían ver que la política de Lenin era ventajosa para el káiser, movían a la gente a creer que Lenin fuera un agente alemán. En el frente, los oficiales y los comisarios, en lucha con el irresistible «bolchevismo» de los soldados, se mostraban aún menos escrupulosos en la elección de las expresiones cuando se trataba de Lenin. Yermolenko se sumergió inmediatamente en esa corriente. No tiene importancia saber si fue él mismo quien inventó esa frase absurda relativa a Lenin, si se la dijo algún inspirador o si la amañaron, junto con él, los agentes del contraespionaje. Era tan grande la demanda de calumnias contra los bolcheviques, que la oferta no podía dejar de aparecer. Denikin, jefe del Estado Mayor del Cuartel General y futuro generalísimo de los blancos en la guerra civil, hombre que personalmente no se elevaba muy por encima del horizonte de los agentes del contraespionaje zarista, concedió o fingió conceder gran importancia a la declaración de Yermolenko, y el 16 de mayo la mandó al ministro de la Guerra, acompañada de la carta correspondiente. Es de suponer que Kerenski cambió impresiones con Tsereteli o Chjeidze, los cuales contuvieron, seguramente, su noble vehemencia; esto explica que las cosas no pasarán adelante. Kerenski ha dicho posteriormente que Yermolenko había denunciado las relaciones existentes entre Lenin y el Estado Mayor alemán, pero no «de un modo suficientemente fidedigno». Durante mes y medio el informe de Yermolenko-Denikin quedó sobre el tapete. El contraespionaje licenció a Yermolenko por no tener necesidad alguna de él, y el alférez se fue al Extremo Oriente a beberse el dinero que había recibido de dos procedencias diferentes.
Sin embargo, los acontecimientos de julio, que pusieron de manifiesto en toda su magnitud el amenazador peligro del bolchevismo, hicieron pensar de nuevo en las revelaciones de Yermolenko. Éste fue llamado urgentemente a Blagoschensk, pero a causa de su falta de imaginación, a pesar de todas las insinuaciones, no pudo añadir ni una palabra más a su primitiva declaración. A pesar de ello, la justicia y el contraespionaje funcionaban a todo vapor. Políticos, generales, gendarmes, comerciantes, gentes de distintas profesiones, eran sometidos a interrogatorio sobre las posibles relaciones criminales de los bolcheviques. Los inconmovibles agentes de la Ojrana zarista observaban en estas indagaciones una prudencia mucho mayor de la que distinguía a los representantes de la justicia democrática. «La Ojrana —decía el ex jefe de la sección de Petrogrado, general Globachov— no tenía, al menos durante el tiempo en que yo estuve a su servicio, ningún dato fehaciente de que Lenin actuara en daño de Rusia y con dinero alemán». Otro agente de la Ojrana, llamado Yakubov, jefe de la sección de contraespionaje de la zona militar de Petrogrado, declara: «No sé nada respecto de las relaciones de Lenin y sus partidarios con el Estado Mayor alemán, como tampoco de lo que se refiere a los recursos utilizados por Lenin». Nada pudo sacarse, en este orden, de los órganos de la policía zarista encargada de vigilar la actuación del bolchevismo desde el momento mismo de su aparición.
Sin embargo, cuando la gente, sobre todo si tiene el poder en sus manos, busca obstinadamente, acaba por encontrar algo. Un tal Z. Burstein, considerado oficialmente como comerciante, abrió los ojos del gobierno provisional sobre la existencia de una «organización de espionaje alemán en Estocolmo, dirigida por Parvus», conocido socialdemócrata alemán de origen ruso. Según la declaración de Burstein, Lenin estaba en relación con la organización mencionada por mediación de los revolucionarios polacos Ganetski y Kozlovski. Kerenski ha escrito posteriormente: «Las informaciones, extraordinariamente importantes, pero por desgracia de carácter no judicial, sino policíaco, debían verse confirmadas de un modo incontestable con la llegada a Rusia de Ganetski, que había de ser detenido en la frontera y pasar a ser una pieza de convicción irrecusable contra los dirigentes bolchevistas». Kerenski sabía ya, de antemano, que todo ello tenía que suceder así.
Las declaraciones de Burstein se referían a las operaciones comerciales de Ganetski y Kozlovski entre Petrogrado y Estocolmo. Estas relaciones comerciales, correspondientes a los años de guerra, y en las que, por las trazas, se recurría un sistema de correspondencia convencional, no tenía nada que ver con la política, ni más ni menos que el partido bolchevique no tenía nada que ver con ese comercio. Lenin y Trotsky denunciaron en la prensa a Parvus, que combinaba el buen comercio con la mala política, e invitaron a los revolucionarios rusos a romper toda relación con él. Sin embargo, ¿quién tenía posibilidad de orientarse en todo esto, en el torbellino de los acontecimientos? Lo que parecía evidente era que había en Estocolmo una organización dedicada al espionaje. Y la luz, encendida con poca fortuna por la mano de Yermolenko, brilló desde el otro extremo. Verdad es que también en esto se tropezó con dificultades. El jefe de la sección de contraespionaje del Estado Mayor, príncipe Turkestanov, interrogado por el juez Alexandrov, encargado de aquellos procesos que ofrecían particular importancia, contestó que: «Z. Burstein es persona que no merece ninguna confianza. Burstein es un tipo de hombre de negocios un poco turbio, que no siente repugnancia por ninguna clase de ocupación». Pero, ¿podía la mala reputación de Burstein dar al traste con los manejos encaminados a acabar con el buen nombre de Lenin? No; Kerenski no vaciló en considerar como «extraordinariamente importantes» las declaraciones de Burstein. Las