De pelo negro y ojos castaños, debía medir más de metro ochenta, era ancho de hombros y estrecho de caderas. Iba vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata azul, y no podría ser más guapo, pensó, sintiendo que le ardían las mejillas.
Sin embargo, si era su marido… ¿por qué se había quedado parado en la puerta? El médico le había explicado que había estado en coma; lo normal sería que corriera a su lado con una sonrisa de alivio y felicidad. Pero aquel tipo no tenía pinta de sonreír muy a menudo. De hecho, la intimidaba bastante ahí plantado, mirándola fijamente.
–Brooke… –murmuró él, con una expresión desprovista de emoción. Entró, cerrando tras de sí, y se acercó a la cama–. ¿Cómo te encuentras?
Al oír su voz, Brooke se quedó paralizada momentáneamente. Su voz le resultaba familiar.
–Conozco tu voz… ¡Recuerdo tu voz! –exclamó–. Desde que me desperté, es lo primero que he recordado… pero no te reconozco –murmuró contrariada–. Me han dicho que eres mi marido. ¿Es verdad?
Lorenzo no podía apartar la vista de ella. Estaba preciosa, con el cabello algo revuelto cayéndole sobre los hombros, con esos increíbles ojos azules, casi violetas, mirándolo de un modo angelical. Por alguna razón no parecía la misma. Tal vez porque no estaba acostumbrado a verla sin maquillar. Brooke era de las que se pintaban nada más levantarse, por más que le había dicho que no necesitaba maquillaje para estar guapa.
Claro que… era normal que estuviese distinta. Para empezar, estaba más delgada. Parecía frágil y hasta más joven. Los cirujanos plásticos habían hecho un trabajo impecable «restaurando» su rostro después del accidente, aunque los cambios –por más leves que fueran– no escapaban a su aguda mirada. Su boca parecía un poco más ancha, sus labios algo más carnosos y su nariz un poco más corta. Y esa mirada en sus ojos azules…
Brooke casi nunca dejaba entrever sus emociones a los demás, pero en ese momento veía incertidumbre en sus ojos además de curiosidad.
–Sí, estás casada conmigo –le confirmó.
Habría querido decirle la verdad, que estaban en proceso de divorcio, porque no quería más mentiras entre ellos, pero se atuvo a las recomendaciones del médico. Necesitaba que Brooke confiara en él porque no tenía a nadie más que se hiciera cargo de ella en esos momentos.
Brooke tragó saliva y cerró los ojos un momento. Estaba empezando a dolerle la cabeza.
–¿Un poco de agua? –le ofreció Lorenzo, levantando el vaso con pajita que había dejado la enfermera en la mesilla.
–Sí, gracias –Brooke tomó un sorbo–. Tengo tantas preguntas…
–Te las contestaré todas una por una.
–Todo esto se me hace tan raro… ¿Por qué no te recuerdo pero sí recuerdo tu voz? –exclamó ella con frustración–. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Nadie quiere decírmelo.
–Más de un año –contestó Lorenzo. Brooke puso unos ojos como platos–. Después de las primeras semanas, al ver que no salías del coma, el pronóstico de los médicos no era demasiado optimista, así que me da mucha alegría verte de vuelta en el mundo de los vivos –bromeó.
–¿Ah, sí? –murmuró Brooke, enarcando una ceja–. Y entonces… ¿por qué no lo demuestras?
–¿Que lo demuestre? –inquirió él, frunciendo el ceño.
–No sé, que sonrías o algo para parecer feliz de verdad. Has entrado todo serio, como si fueras la Parca –le dijo ella, sonrojándose por su atrevimiento–. Aquí me siento tan sola…
Apartando de su mente las dudas que le rondaban sobre si Brooke no estaría fingiendo su amnesia, Lorenzo le puso la mano en el hombro y le dijo:
–No estás sola.
–Siéntate a mi lado –le pidió Brooke, dando un par de palmadas en el colchón con mucho esfuerzo.
Él dio un respingo, como si le hubiese pedido que se metiese en la cama con ella, y acercó una silla para sentarse. Parecía que era muy reservado y muy seco, pensó Brooke. De hecho, le costaba imaginar haber tenido relaciones íntimas con alguien así, y la sola idea hizo que se le subieran los colores a la cara.
–¿Cuánto tiempo llevamos casados? –le preguntó.
–Tres años.
Entonces sí que debían haber tenido relaciones, pensó, sintiéndose incómoda de nuevo. Claro que él también debía sentirse incómodo, viendo que su esposa no se acordara de él.
–Siento mucho todo esto –murmuró–. Siento no poder acordarme de ti, y haberte dado tantos problemas.
–No me has dado ningún problema –replicó Lorenzo, sorprendido por sus disculpas.
No parecía la misma. Brooke siempre había sido muy egoísta y no pensaba en los demás salvo cuando podía utilizarlos para sus propósitos. Al verla bostezar, decidió que quizá deberían dejar las preguntas para otro momento.
–Creo que necesitas descansar; será mejor que me vaya y vuelva mañana –le dijo levantándose–. Además, tengo que hacer los trámites para que te trasladen a otra clínica más adecuada a…
–Pero es que yo lo que quiero es irme a casa –protestó ella–. No quiero quedarme aquí
–Me temo que eso es imposible. Necesitas rehabilitación para recuperar la movilidad y los consejos de un profesional especializado para tratar la amnesia –le explicó Lorenzo.
–¿Y no podrías quedarte un rato más? –le suplicó ella–. ¿No podríamos hablar un poco más? Hay tantas cosas que necesito saber…
Lorenzo se quedó callado un momento antes de volver a sentarse con un suspiro.
–De acuerdo. ¿Qué quieres saber?
–Pues, no sé… ¿Cómo nos conocimos? –inquirió ella. Se notaba cansada, pero su mente no podía parar; era un hervidero de preguntas.
–En una fiesta, en Niza. Yo había ido allí por negocios.
–¿Eres empresario? –inquirió Brooke.
–Banquero.
–No me gustan los bancos –murmuró ella. ¿Por qué había dicho eso?, se preguntó sorprendida.
Lorenzo también frunció el ceño.
–¿Por qué no te gustan los bancos?
A Brooke le pesaban los párpados.
–No lo sé –reconoció con una sonrisa soñolienta–. No sé por qué se me ha pasado ese pensamiento por la cabeza y lo he dicho en voz alta.
–Se te cierran los ojos. Te dejo para que descanses –insistió él, levantándose de nuevo–. Mañana nos vemos.
–¿No vas a darme ni un beso de despedida?
Aquella pregunta, hecha con una ingenuidad casi infantil que era risible, teniendo en cuenta que Brooke nunca había sido precisamente recatada, dejó a Lorenzo descolocado.
–Nada de besos –respondió–. Te estás cayendo de sueño y a mí, cuando beso a una mujer, me gusta que esté bien despierta.
–Eso es cruel –murmuró ella, cerrando los ojos.
Lorenzo vio que se había dormido. Debería estar buscando en Internet clínicas para periodos de convalecencia. Debería estar buscando al mejor psiquiatra para que la tratara de la amnesia. Pero en vez de eso se quedó allí de pie, observándola en silencio y sintiéndose mal porque le había mentido: