La inquietaba que en esa ocasión Brooke estuviera pidiéndole que se hiciera pasar por ella no unas horas, sino varios días, pero con la difícil situación por la que estaba pasando Brooke con la crisis de su matrimonio, sabía que no podía negarse. Haría lo que fuera por ayudarla.
–¿Y dónde estarás mientras yo me alojo en ese hotel? –le preguntó con curiosidad.
–Voy a tomarme unas pequeñas vacaciones en el extranjero, así que necesitaré tu pasaporte para que los medios no se enteren –respondió Brooke.
Milly frunció el ceño al oír lo del pasaporte, pero luego esbozó una sonrisa. Unas vacaciones eran justo lo que necesitaba la pobre Brooke en ese momento, con todo el estrés y la tensión a los que estaba sometida, y al fin y al cabo ella lo único que tendría que hacer sería pasar unos días en una suite de hotel. Sería egoísta por su parte negarle su ayuda.
–Está bien, lo haré.
–Solo podrás llevar una bolsa de viaje pequeña. Yo prepararé una maleta con ropa mía para que te vistas con ella esos días –la informó Brooke–. Pasaré a recogerte y nos cambiaremos la ropa en el coche. Y te maquillaré yo; se me da mejor que a ti.
Después de que acordaran a qué hora pasaría a recogerla, Milly fue a la cafetería donde trabajaba para decirle a la dueña que dejaba el empleo, aduciendo una urgencia familiar. Odiaba dejarla tirada de esa manera, avisándola de que se iba con tan poca antelación, pero Brooke tenía razón: probablemente no tendría problema en encontrar otro empleo como camarera.
Volvió a casa, se alisó el pelo y metió en una bolsa de viaje su pasaporte, ropa interior, un par de libros y sus agujas de tricotar y unas madejas para entretenerse esos días que pasaría «encerrada» en el hotel.
Cuando bajó a la calle solo estaba lloviznando un poco, pero abrió el paraguas nada más salir para que no se le mojara el pelo. Brooke siempre lo llevaba perfectamente liso.
Al poco rato apareció una limusina con las lunas tintadas, que se detuvo frente a ella. La puerta trasera se abrió y vio sentada dentro a Brooke, que la apremió diciéndole:
–¡Vamos, sube ya! ¡No nos pueden ver juntas!
Milly se apresuró a entrar en el coche y cerró tras de sí.
–Pero… ¿y el conductor? –le siseó cuando se pusieron en marcha.
Brooke pulsó un botón y se elevó un panel de cristal frente a sus asientos, aislándolas de la parte delantera del vehículo. Luego pulsó otro botón y el cristal se oscureció.
–Le pago bien para que mantenga la boca cerrada –respondió, desabrochándose el cinturón–. Y ahora ayúdame a quitarme esto… –masculló, girándose para señalarle la cremallera que su vestido tenía en la espalda–. ¿Te has acordado de traer tu pasaporte?
–Sí, pero… ¿no es ilegal que viajes con el pasaporte de otra persona? –murmuró Milly incómoda, bajándole la cremallera.
Brooke giró la cabeza y le lanzó una mirada furibunda.
–No tengo elección. Si viajara con el mío, los medios se enterarían de a dónde voy y me seguirían. Pero si viajo con el tuyo, como tú no eres nadie, no habrá problema.
A Milly le dolió oírle decir que no era nadie, pero era la verdad, así que le entregó el pasaporte a regañadientes y la ayudó a quitarse el vestido.
–¡Por Dios, dejo de verte un par de meses y mira cómo te descuidas! ¡Mira qué manos! –la increpó Brooke ceñuda, agarrándola de una mano para mirarle más de cerca las uñas, más cortas que las suyas y sin pintar–. Yo siempre tengo las uñas perfectas. Cuando entres en el hotel y vayas al mostrador de recepción a recoger la llave de la suite, intenta ocultarlas lo más posible y pide que te manden a una esteticista para que te haga la manicura –le ordenó impaciente.
–Lo siento –murmuró Milly mientras se desvestía ella también, omitiendo que no podía permitirse, como Brooke, tratamientos de belleza semanales.
Brooke le metió por la cabeza su vestido y resopló al ver que le quedaba justo.
–¿Has puesto peso otra vez? –exclamó exasperada–. Anda, contén el aliento para que pueda subirte la cremallera.
Milly no era tan esbelta como Brooke, pero tampoco podía decirse que tuviera sobrepeso. De hecho, desde la primera vez que le había pedido que se hiciera pasar por ella, se había esforzado por perder unos kilos para que le cupiera mejor su ropa. Y eso le había supuesto sacrificios importantes, como evitar sus antojos favoritos y controlar su pasión por el chocolate.
Brooke se quitó los zapatos y se puso sus vaqueros y su suéter. Luego se recogió el cabello, se puso una gorra, y de su bolso sacó unas toallitas húmedas y empezó a desmaquillarse.
–Esto es casi como ser una espía –observó Milly divertida.
–¡No seas niña! –la reprendió Brooke con impaciencia–. ¿Tienes idea de lo importante que es este viaje para mí? Voy a reunirme con alguien que puede que me consiga un papel en una película.
–Bueno, para mí esto es emocionante –le confesó Milly azorada, frunciendo la nariz–. Perdona, es que me imagino que pasar varios días encerrada será bastante aburrido, así que para mí esta es la parte divertida.
–También necesitarás mis anillos… ¡y por amor de Dios, no vayas a perderlos! –la advirtió Brooke–. Puede que tenga que venderlos –masculló mientras se los quitaba para dárselos–. ¡Ese bastardo de Lorenzo! Está podrido de dinero, pero insistió en que hiciéramos ese acuerdo prematrimonial y no recibiré ni un penique más de lo que me corresponde. Pero dentro de unos años no será más que un mal recuerdo. Mi próximo marido será un icono de la moda, o un actor, ¡no un banquero!
Alicaída por el mal humor de Brooke, Milly se puso sus anillos y sus zapatos.
–¿Crees que podríamos… no sé, quedar una tarde cuando vuelvas? –le preguntó vacilante.
–¿Para qué? –inquirió Brooke con aspereza.
–Bueno, es que hace mucho que no nos vemos –apuntó Milly, abrochándose el cinturón–. Me apetece mucho pasar un rato contigo, aunque solo sea para tomar un café y charlar, y tal vez te sentirías mejor si hablaras de todo lo que te preocupa.
–No me hace falta; estoy bien –replicó Brooke. Bajó el cristal que las separaba del chófer y le ordenó que fuera más deprisa porque no quería perder su vuelo–. Cuando me enteré de que mi padre había tenido otra hija te busqué porque sentía curiosidad y ya está. Me he portado muy bien contigo: te he enseñado a tener un poco más de estilo, te pagué esa operación estética… ¿Qué más quieres de mí? Tampoco esperarás que seamos amigas, después de que tu madre se acostara con mi padre. ¿Sabías que mi pobre madre intentó suicidarse al enterarse de que él la estaba engañando?
Milly palideció al oír eso y agachó la cabeza.
–No sabes cuánto lo siento. Pero esperaba que con el tiempo… bueno, que podríamos dejar todo eso atrás porque somos hermanas.
Brooke que había sacado del bolso su kit de maquillaje, le levantó la barbilla para pintarle los labios con su barra de carmín.
–Mira, jamás podré olvidar que tu madre se acostaba con a mi padre, y yo no soy de tener amigas. Las amigas te dejan tirada y hablan a tus espaldas.
–¡Pero yo jamás haría eso! –protestó Milly.
–Bueno, hasta ahora no lo has hecho, es verdad –concedió Brooke a regañadientes mientras continuaba maquillándola–, y me has sido muy útil, pero no tenemos nada en común. Tú eres pobre, no tienes estudios y ni siquiera hablarías bien si no te hubiera