—¿Te refieres a los anillos de boda?
—Sí. Creo que…
Oh, no. No, no, no.
Tengo el corazón en la garganta porque conozco a Aaron. Siempre lo hace todo en el último momento, no planifica nada. De hecho, la única que ha organizado cosas para esta boda he sido yo. Si hubiera esperado a que lo hiciera él, ni siquiera habríamos fijado una fecha.
Por ejemplo: yo hice la maleta para este viaje y para nuestra luna de miel en Hawái tres semanas antes. Él hizo las suyas cinco minutos antes de salir y fue como si hubiera estallado una bomba de ropa en su apartamento.
—Aaron, no me digas que te has olvidado los anillos —susurro.
Hay una pausa.
—Me he olvidado los anillos.
—¡Nooooo! —grito tan fuerte y durante tanto tiempo que todos los que están en el balneario me miran, y a la mujer que le está cubriendo los muslos con chocolate a Eva se le cae el pincel. Las tres muchachas que se están haciendo la manicura se echan a llorar. No puedo parar—: No, no, no. Por favor, ¡dime que es broma!
—Ojalá, preciosa —añade, y está demasiado tranquilo para mi gusto—. Pero no te preocupes. Son solo un símbolo, no significan nada. No sé, podemos utilizar ganchos de pesca o alambre o cualquier otra cosa.
Por un instante, siento como si me hubiera golpeado en el corazón. Mi prometido acaba de sugerir que nos casemos intercambiando anillos hechos con alambre.
Pensaba que lo amaba. Ahora no estoy tan segura.
—Aaron… —Trato de conservar la calma, pero la bilis me sube por la garganta—. Esto no es un pequeño problema. ¿Podemos ir a por ellos? —pregunto y compruebo la hora en el reloj de la pared—. Si salimos ahora, cinco horas de ida y cinco de vuelta, podemos volver a tiempo para el ensayo de la cena.
Suelta un bufido de exasperación.
—Joder, Lia. Ojalá pudiera, pero tengo una resaca tremenda. Siento martillazos en la cabeza. Me he tomado dos calmantes, pero no sé cuándo estaré en forma.
Agarro el móvil con tanta fuerza y lo aprieto contra la oreja de tal manera que me sorprende no reventarme el cráneo. Miro enloquecida a mi alrededor y aprieto las mandíbulas.
—Vale, te diré lo que vamos a hacer. Iré a buscarlos.
—No, no, cariño, no hace falta que…
—Cállate. En serio, no hay tiempo que perder. Dime dónde los dejaste.
—Están en mi mesita de noch… —Se detiene de repente—. Lia, espera. ¿Te das cuenta de lo que dices? No puedes…
Como la gente todavía me mira, me aparto para que las chicas no oigan la conversación y cubro el teléfono con la mano.
—Aaron, por favor. Es nuestra boda. Llevamos mucho tiempo planeando esto y todavía hay tiempo. De verdad, no quiero expresar mi amor por ti con algo que se utiliza para empalar a los peces.
Silencio.
Cierro los ojos y cuento hasta tres, pero sigue sin decir nada, ni siquiera algo remotamente parecido a: «Lia, cariño, ya iré yo a buscarlos. Será la boda perfecta, preciosa, como siempre hemos querido».
Vuelvo a sentir la urgencia de que la boda sea perfecta. Murmuro:
—Subo ahora mismo para que me des las llaves de tu apartamento.
Cuelgo y me fijo en que todo el mundo me observa, excepto las niñas que se han tapado la cara con las manos y sollozan flojito.
—Un problemilla —digo y fuerzo una sonrisa.
—¿Vas a irte? —pregunta Natalie detrás de su mascarilla facial blanca mientras la asistente le pone una rodaja de pepino en el párpado.
Eva se incorpora con los codos y golpea la mesa con el puño.
—No, joder, no. ¡Esto es una intervención! ¡Me niego a dejar que conduzcas por todo el país el día antes de tu boda solo porque el idiota de tu prometido te ha dejado en la estacada! Ahora deberías estar relajándote y disfrutando de tu día. Que vaya uno de los chicos.
Sacudo la cabeza.
—Todos tendrán resaca.
—¿Y tu hermano?
—No tengo ni idea de dónde está West. Y no puedo confiar en ellos, igual que tampoco puedo fiarme de Aaron ahora mismo. —Me encojo de hombros—. No pasa nada. Estoy demasiado nerviosa de todos modos; salto a la mínima de cambio. Será bueno tener algo que hacer, no me importa.
Eva me mira, entristecida.
—¡Pero a mí sí que me importa! No puedes irte, Lia. Llevas eones soñando con este momento. ¿Qué hay del ensayo de la cena?
—Es a las ocho de la tarde. Ya habré regresado para entonces.
Mi madre aparece envuelta en un tupido albornoz, con el pelo recogido en una toalla.
—Cariño, ¿estás segura? Al fin y al cabo, quizá no necesitas los anillos.
Sacudo la cabeza. No puedo imaginar cómo quedarían las fotografías del álbum si salimos con alambres en los dedos como símbolo de nuestro amor.
—Necesito los anillos. Dice que están en su mesita de noche. Y ya me conoces, a mí no me gustan los masajes y las mascarillas. No pasa nada.
«Además, así le ahorro el gasto a mi padre».
Ugh. ¿Por qué me tomo en serio lo que me ha dicho el Sargento Capullo?
Mi madre se acerca y me masajea los hombros tensos.
—Puedes pedirle a tu padre que vaya.
—No, mamá. Ya sabes que nunca pasa de cincuenta, ni aunque el Apocalipsis le estuviera persiguiendo. No pasa nada —repito—. Confía en mí.
Abrazo a mi familia y a las damas de honor y subo a la habitación a toda prisa para tomar el bolso y las llaves. Mientras me cierro la cremallera de la sudadera y me pongo las gafas de sol de camino a la habitación de Aaron para recoger las llaves de su apartamento, veo una silueta alta y delgada por el vestíbulo.
El Sargento Capullo en persona.
Lleva una camisa de cuadros abierta, tejanos y una gorra de lana, y juega con algo que arroja al aire y lo vuelve a recoger. Si llevara un hacha, sería un Paul Bunyan ridículamente sexy.
—Sabes que se acerca una tormenta de nieve, ¿verdad, genio?
Tuerzo el gesto.
—No me hables del clima. Lo he monitorizado como si fuera un satélite ruso, teniendo en cuenta que voy a casarme al aire libre mañana mismo. ¿O no te has enterado de que estamos aquí por mi boda?
Sonríe, irónico.
—¿De verdad crees que llegarás a Boulder antes de que se desaten todos los cielos?
—Sí, por supuesto que sí. Solo será un chaparrón y caerá cuando ya haya anochecido. Durará un par de horas, a lo sumo, así que para cuando tenga que desfilar hacia el altar, el sol brillará. El patio estará decorado con servilletas de tonos malva Pantone 511 y crema Pantone 5035, junto con doce estufas industriales, así que, para entonces, no quedará ni una brizna de nieve. La nieve no está invitada a mi boda. A partir de ahora, prohíbo cualquier mención a la nieve. —Abro la aplicación meteorológica en el móvil y se la coloco bajo la nariz para demostrárselo, con cuidado de no tocarlo.
No lo miro, solo me obsequia con una sonrisa burlona, como si él supiera más que yo.