—Sí —Jason captó la mirada de Beth—. ¿Por qué me miras así? ¿Qué he hecho?
—Ya les he leído dos cuentos antes y las he acostado. Necesitan dormir —contestó su esposa.
Además, había estado todo el día con ellas y estaba lista para sentarse con una copa de vino. Se sentía idiotizada, lo cual probablemente tenía sentido porque su cerebro últimamente hacía poco ejercicio.
Jason frunció el ceño.
—Un cuento no hará daño, ¿no crees? No las he visto en todo el día.
Tres pares de ojos la miraron esperanzados. Ella sabía que debía decir que no.
—Necesitan una rutina, Jason.
—Lo sé, pero solo por esta vez —él se adelantó a besarla, lo que básicamente significaba que ella ya no tenía nada más que decir, y luego extendió los brazos a las niñas y las llevó de vuelta a la cama.
En el dormitorio se oyó la voz de Ruby.
—Papá, ¿puedo dormir con mi camión de bomberos nuevo?
Beth entró en la cocina e inspeccionó la cazuela que tenía al horno. Removió, añadió sal e inhaló el olor a canela y especias que salía del plato de invierno. Era una de las recetas de su madre y le recordaba a su casa.
Adoraba esa época del año. Los días previos a las Navidades le resultaban casi tan seductores como las fiestas en sí. Le encantaba mirar los escaparates brillantemente iluminados, patinar sobre hielo en Central Park e ir a ver encender las luces en el árbol de Navidad del Rockefeller Center. El año anterior habían llevado a las niñas a ver El cascanueces, interpretado por el Ballet de la Ciudad de Nueva York. Por una vez, Ruby había dejado de retorcerse en el asiento, hipnotizada por los giros de los bailarines en el escenario. Melly se había mostrado encantada, inmersa en el mundo de las Hadas de Azúcar y los copos de nieve brillantes, con todas sus fantasías de princesa haciéndose realidad al son de la música romántica de Tchaikovsky.
Hasta Jason, que antes había declarado que prefería estar desnudo en Times Square a ir al ballet, había acabado por confesar que había sido una velada mágica. Lo que quería decir, claro, era que había sido mágico ver las caras de sus hijas.
—Me encantan estos momentos —había dicho, cuando caminaban por las calles nevadas hasta un pequeño bistró con ventanas brumosas y guirnaldas de luces, bañado en una atmósfera tan navideña que Ruby había preguntado si Santa Claus llegaría pronto.
Beth adoraba también esos momentos, pero la diferencia era que Jason «solo» tenía esos momentos.
Tenía la versión animada, limpia y de fantasía de la crianza de las niñas.
Ella tenía la realidad.
¿Hacía mal en querer más?
Cuando volvió Jason, ella había puesto la mesa y calentado los platos.
—Crecen muy deprisa —él se había duchado y cambiado de ropa. Con vaqueros y un suéter negro, parecía más joven. Menos el creativo ambicioso y más el hombre con el que ella se había casado—. Huele muy bien. ¿Qué vamos a cenar?
—Cordero. Lo iba a preparar mañana para Hannah, pero como no va a venir… —Beth se encogió de hombros y tomó uno de los platos.
—Hannah se lo pierde y yo lo gano —dijo él.
Beth sirvió arroz en el plato, añadió una porción generosa de la cazuela y se lo pasó. No quería pensar en Hannah.
—¿Qué tal tu día? —preguntó—. ¿Cómo ha ido la presentación? —reprimió sus noticias, aguardando el momento oportuno.
—Muy bien —él espero a que ella terminara de servirse y tomó el tenedor—. Hoy me ha llamado Sam a su despacho.
Sam era su jefe.
—¿Y qué quería?
—Conrad Bennett se marcha.
—¿Se marcha? —Beth jugueteaba con su tenedor. No porque no le interesara hablar del trabajo de él, sino porque solo podía pensar en la llamada de teléfono que había tenido ese día—. Pero es el director jefe de creativos. ¿Por qué se marcha?
—Va a montar su propia agencia, y ya sabes lo que significa eso.
—¿Te va a llevar con él?
—No. Mejor que eso —Jason alzó su copa de vino a modo de brindis—. Me han ofrecido su puesto.
Beth soltó un gritito.
—¿Te han ascendido?
Ignoró la vocecita que gritaba en su interior que esa conversación tenía que versar sobre la carrera de ella, no la de Jason.
—En el último año, he conseguido más clientes que ningún otro miembro de la agencia.
Beth se preguntó qué implicaría ese ascenso para ella y se sintió culpable por ser egoísta.
—Director jefe de creativos. Estoy orgullosa de ti —dijo.
Y lo estaba. ¿Tenía algo de malo que también sintiera un poco de envidia?
Los ojos de él brillaban de excitación.
—Sí. Es el mejor regalo de Navidad que podía esperar. Y hablando de regalos de Navidad, dime qué quieres y será tuyo. ¿Un vestido? ¿Un abrigo? ¿Botas sexis? Piénsalo y escríbele una carta a Santa Claus.
«Quiero volver a trabajar», pensó ella.
Había contado con que Jason adaptara su agenda y pudiera salir de trabajar antes un par de días a la semana. Había contado con que estuviera allí con las niñas. Pero parecía que él había planeado su futuro y olvidado el de ella.
—Para mí ha sido una sorpresa, aunque buena, evidentemente —él hundió el tenedor en el arroz—, y me ha hecho pensar en ti. En nosotros, en nuestro futuro.
La vaga sensación de resentimiento de Beth desapareció, reemplazada por algo mucho más cálido.
—Yo también he pensado en nosotros —dijo. Tomó un sorbo de vino—. Hay algo que tengo que decirte y quiero que me escuches antes de hablar. Lo hablamos hace tiempo, pero no últimamente —Beth sentía nervios aleteando en el estómago. No sabía cómo iba a reaccionar él.
—Alto ahí —Jason extendió el brazo y le tomó una mano—. Sé lo que vas a decir.
—¿Lo sabes?
—Sí. No me pareció que valiera la pena mencionarlo antes porque las niñas eran pequeñas y daban mucho trabajo, pero ahora son más mayores y tú tienes más tiempo.
A ella no se le había ocurrido que fuera a ser tan fácil.
—¿Tú también has pensado en ello? —preguntó.
—Es el momento perfecto para nuestra familia —él volvió a su comida—. Por cierto, esto está delicioso. Eres una gran cocinera. La verdad es que eres fantástica en casi todo.
Beth lo miró. ¿Se daba cuenta de lo que entrañaría eso?
—Si lo hacemos, yo tendría mucha más presión —dijo—. He pensado que tu madre podría ayudarnos. Y tú tendrías que contribuir más. ¿No te importa?
—Somos un equipo, Beth. Y por supuesto que mi madre ayudará. No podrías impedírselo aunque quisieras. Estará tan encantada como yo —él se sirvió más arroz—. Nunca hay un momento perfecto para estas cosas, pero este es tan bueno como cualquier otro. Vamos a hacerlo.
Ella sintió una oleada de euforia.
Tendría que haber hablado con él antes. Tendría que haberle dicho que se sentía sola y que temía estar perdiendo lentamente la habilidad y la autoestima. La