El coro de las voces solitarias. Rafael Arráiz Lucca. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412145090
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alcanza» (Martí, 1977: 310). El prólogo del cubano, además, es un manifiesto del modernismo. En él se detiene en las condiciones y circunstancias del escritor de su tiempo, dibuja el clima intelectual de su época, descarta las piedras del pasado y anuncia el esplendor que germina en las entrañas de los nuevos autores. Entre ellos, destaca a Pérez Bonalde. No fue gratuita, entonces, la expresión de Uslar Pietri en uno de los ensayos más penetrantes que se han escrito sobre el poeta: «Lo esencial del premodernismo está en él» (Uslar Pietri, 1953: 941).

      Volvamos a 1883 y al hecho nefasto de la muerte de Flor. Después de este drama, el matrimonio con Amanda Shoomaker, ya de por sí mal avenido, se deshace definitivamente. Comienza la última etapa de la vida de Pérez Bonalde; le quedan por delante la escritura de un poema de mediano aliento y de profunda intensidad, y la conclusión de su obra magnífica de traductor. Escribe otros poemas, pero ninguno de la entidad de «Flor».

      Flor se llamaba: flor era ella,

       flor de los valles en una palma,

       flor de los cielos en una estrella,

       flor de mi vida, flor de mi alma.

      A lo largo de toda la finísima elegía se descubre el alma elegante del poeta. Su canto es como un fado, como una delicada balada que se pronuncia en voz baja para no irrumpir en llanto. Ni lamento ni llanto desconsolado, sino una dolorosa asunción de la terrible fatalidad, y un retrato como de acuarela del lugar que aquella hija ocupaba en su alma.

      En los años que siguen, persiste en la experiencia neoyorquina y en el viaje permanente. Dedica todas sus fuerzas creadoras, al margen de las del trabajador comisionista, a la empresa titánica de la traducción. Se sigue moviendo por el mundo, pero va herido. Se sostiene con la ilusión de poder concluir la mejor traducción al español de El cancionero de Heine; ese sueño lo mantiene en pie. Viaja a España y establece vínculos con Marcelino Menéndez Pelayo, al decir de Grases, «maestro de la crítica española». Le muestra el trabajo adelantado de la traducción para su justa valoración y el crítico le contesta una epístola. Cuando sale, finalmente, la traducción en Nueva York, gracias al apoyo de los dueños de Lahman & Kemp, lleva la carta de Menéndez Pelayo en el lugar del prólogo. En ella, mayor elogio no se puede ofrecer. Llama a la traducción «el monumento más insigne que hasta ahora han dedicado las letras castellanas al último gran poeta que hemos alcanzado en nuestro siglo» (Medina, 1984: 276). ¿Qué más puede decirse?

      A la traducción del poemario del alemán, le sigue la de «El cuervo» de Poe. A todas luces, este texto le daba vueltas desde hace tiempo en la cabeza, hasta que se decide a hacer la versión en español. Corre el año de 1887 y la obra de poeta, no de traductor, parece haberse quedado en una suerte de letargo. En verdad, después de la muerte de su hija son muy pocos los poemas que completa. Los tragos amargos lo han acercado a formas de compensación que se pagan muy caro: se ha ido haciendo adicto a la morfina.

      En estos años finales enfrenta, también, una polémica con Felipe Tejera, el autor de Perfiles venezolanos. En su libro aparece un retrato de Pérez Bonalde que motiva la respuesta del poeta, pero su contestación no puede ser más ejemplar: se esmera en la redacción de dos semblanzas, una de Richard Wagner y la otra del propio Heine, y ambas son una contundente lección para Tejera, una severa instrucción de cómo debe abordarse seriamente una semblanza que combine la vida y obra del retratado. La de Wagner es inteligente, fina, erudita. Tejera, al hacer el perfil del poeta, demuestra su incapacidad para comprenderlo: lo que le reclama es precisamente su máximo valor. Lo recrimina porque es un hombre zarandeado por las dudas y no un creyente. La modernidad de Pérez Bonalde es precisamente la que Tejera no comprende. Afirma: «Revelaba el poeta en sus primeros ensayos aquellas hermosas creencias cristianas que aprendió de sus padres, y su imaginación parecía abrirse como flor de ricos aromas y de colores más durables; empero, parece que la lectura de cierta literatura moderna desesperada le robó poco a poco la nativa fragancia y desvaneció las bellas tintas de su cáliz» (Tejera, 1973: 395).

      De pronto, la familia deja de tener noticias del poeta. Se sospecha lo peor, pero finalmente se sabe que está recluido en un sanatorio para morfinómanos en Nueva York. Su hermana, Elodia, a quien está dedicado el poema «Vuelta a la patria», viaja hasta la isla en el río Hudson y puede verlo. La intención es traerlo de regreso a casa, pero los médicos determinan que la terapia indicada es permanecer en larga cuarentena. Allí permanece un año, hasta que zarpa hacia sus costas queridas en 1889, aparentemente reestablecido y preservado de su adicción. La Caracas que encuentra lo celebra, pero en verdad no lo comprende del todo. Se aburre, se quiere ir; el viaje de regreso esta vez ha sido un retroceso de muchos años. Entre las tertulias caraqueñas y las del salón Theiss hay un abismo.

      En 1890, el nuevo presidente de la república, Raimundo Andueza Palacio, le concede un cargo diplomático en Amberes. Se embarca de nuevo, pero esta vez el viaje fue inconcluso: se le descompensa la salud a bordo y se ve en la necesidad de bajarse de la nave en una de las islas antillanas. La vuelta a casa es ahora inexorable. Ya intuye que la muerte ha comenzado a rondarle. Los médicos le recomiendan vivir cerca del mar, de modo que abandona su ciudad natal y se muda a casa de una sobrina, en La Guaira. Allí transcurren sus últimos dos años. El daño que le ha causado la morfina ya es irreparable: un mal día se le paralizaron las piernas y quedó postrado; luego lo sacudió una hemiplejia que le quitó el habla y, finalmente, lo fulminó la misma emergencia. Murió abrazado a un crucifijo, a los cuarenta y seis años, el 4 de octubre de 1892.

      Solo me resta intentar responder la pregunta que encabeza el capítulo. No fue Pérez Bonalde el último de los románticos. Lamentablemente, hubo muchos más después de él que persistieron repitiendo fórmulas huecas del romanticismo; pero sí fue, sin la menor duda, quien formalizó mejor el espíritu romántico de su tiempo. Las razones ya las hemos ofrecido. En cuanto a su poesía, como precursora del modernismo, no abrigo ninguna duda: lo fue, y lo fue en la medida en que el modernismo no objetó el romanticismo de inteligente factura. El modernismo irrumpió en contra de la retórica romántica, que había poblado de sandeces y de llanto los territorios de la poesía. La prueba de que los modernistas no aborrecían el romanticismo es que muchos de ellos (Martí, Darío) rindieron el tributo merecido a sus antecesores. Precisamente, el prólogo de Martí al «Poema del Niágara» es, además de un prefacio, un documento fundamental para comprender los inicios del modernismo. Pero, además, la condición precursora de Pérez Bonalde no solo se manifiesta en su poesía, sino en su obra de traductor. Para los modernistas, las obras de Heine y Poe son fundamentales, y ya sabemos a quién se deben las mejores traducciones al español de la obra de estos poetas.

      Los parnasianos

      El parnasianismo nace en Francia como una reacción, un llamado al orden frente a los excesos del romanticismo. Pero no hay manera de entender el parnasianismo si no se lo estudia como una de las manifestaciones que buscaban salir del laberinto romántico, desde el romanticismo mismo, para ir hacia otras dimensiones. En tal sentido es que debe tenerse en cuenta que el parnasianismo es anterior al modernismo por muy pocos años, y que, mientras uno es de raigambre europea, el otro es una invención americana. Es común a ambos el diagnóstico de agotamiento en que se encontraba el romanticismo, y ambos se mueven a partir de allí en busca de oxígeno. Ahora bien, si el diagnóstico de agotamiento retórico del romanticismo es severo en Europa, cómo podría ser en América, donde el romanticismo presentaba las características que ya conocemos.

      París es la ciudad donde se inicia la reacción parnasiana, alrededor de la revista Le Parnasse Contemporain, publicada entre 1866 y 1876 y animada por Leconte de Lisle, José María Heredia, Sully Proudhomme y Théophile Gautier, entre otros. La reacción proponía una dupla distinta a la del romanticismo, arte y vida, y se pronunciaba por la de arte y ciencia, añadiéndole la coletilla según la cual debían ir juntos, pero sin confundirse. El ensayista Luis Beltrán Guerrero definía la lírica parnasiana como «poesía de severa precisión formal, de objetiva impasibilidad, exótica y erudita, refinada y exacta, arqueológica y contemplativa» (Guerrero, 1954: 32). En verdad, lo que buscaba decir el ensayista es que el parnasianismo, como lógica reacción frente al romanticismo, buscaba negar la fuente de la retórica romántica: la efusión individual,