Pero había algo en ella que no encajaba. Jake estaba acostumbrado a confiar en su instinto y en esos momentos sentía… algo.
Se puso en pie, dio la vuelta al escritorio y alargó la mano.
–Señorita Rivage.
Su mano era delgada y suave, pero lo agarró con firmeza. Casi todas las demás candidatas le habían dado la mano sin fuerza y le habían dedicado una sonrisa tonta, mientras que aquella lo estaba mirando fijamente a los ojos.
Aunque solo un momento, después había bajado la mirada con aparente nerviosismo.
«Por supuesto que está nerviosa. Te está pidiendo trabajo y sabe que no tiene un currículum impresionante».
No obstante, su sexto sentido le advirtió que había algo más.
–Siéntese, por favor, señorita Rivage.
–Gracias, señor Maynard.
Su voz era más profunda de lo que Jake había esperado y tal vez tuviese cierto acento a pesar de hablar en perfecto inglés, pero Jake nunca se había dejado arrastrar por un acento sexy, salvo que este estuviese acompañado por un cuerpo igual de sexy.
Era difícil saber cómo era el cuerpo de Caro Rivage debajo de aquel traje. Era alta y tenía las piernas largas y esbeltas. Se sentó con una gracia que no estaba en consonancia con aquel traje oscuro. Iba vestida de marrón, tenía los ojos marrones y el pelo oscuro, pero Jake sintió que no podía apartar la mirada.
Tal vez fuese el modo de colocar las piernas, acentuando una feminidad innata que ni aquel aburrido traje podía disimular. O la cremosa piel que contrastaba con el color oscuro de la ropa.
Tenía, además, los labios carnosos y los pómulos marcados, ambos de un rosa pálido que no parecía estar realzado por ningún maquillaje. No, era una piel perfecta, que no se había estropeado por el sol, como la de sus compatriotas australianas.
Jake se sentó también y vio que ella volvía a levantar la mirada solo un instante.
¿Tendría miedo de los hombres?
Entonces la vio levantar la barbilla y sus miradas se cruzaron. Y Jake sintió el impacto de una ola de calor.
La miró intrigado. ¿Qué era aquella sensación? ¿Atracción? No podía ser, aunque aquella mujer tuviese unas piernas bonitas y un rostro intrigante. ¿Desconfianza?
Había algo en ella que lo alentó a ser cauto.
–Hábleme de usted, señorita Rivage –le pidió, inclinándose hacia delante y entrelazando los dedos bajo la barbilla.
La voz de Jake Maynard era un suave ronroneo que le calentaba la sangre, pero Caro parpadeó y se dijo que ella era inmune a los encantos masculinos. Aunque, nada más pensarlo, se dio cuenta de que aquel no pretendía cautivarla. A pesar de ser amable y de haber estado a punto de esbozar una sonrisa al verla entrar, había en él una determinación que hizo que se le acelerase el pulso.
O tal vez hubiese sido su intensa mirada gris bajo aquellas espesas pestañas negras. Sus ojos brillaban como dos diamantes y parecían ver en su interior.
Caro intentó que no se le notasen los nervios.
Respiró hondo, incómoda con aquel traje nuevo, las medias y los zapatos de tacón, cuando siempre llevaba vaqueros cómodos, camisas y zapato plano.
Lo vio arquear una ceja, como recordándole que estaba esperando una respuesta. Jake Maynard tenía el pelo moreno, el rostro atractivo, un físico imponente y una enorme fortuna, así que no debía de estar acostumbrado a que las mujeres lo hiciesen esperar.
Aquello alivió sus nervios y la ayudó a centrarse. Se había distraído un poco con el aura que emanaba de él, con la armonía de sus facciones y el breve hoyuelo que le salía en el rostro cuando estaba a punto de sonreír, con su firmeza y seriedad.
–Mi candidatura ya lo dice todo –empezó diciendo Caro–. Me encanta trabajar con niños y se me da muy bien, como habrá visto por mis referencias.
Levantó la barbilla, retándolo a contradecirla. Se había acostumbrado a que su padre la pisotease siempre y había esperado que Jake Maynard tuviese algo que objetar también.
Este la miró fijamente y después bajó la vista a los documentos que tenía delante. Caro suspiró aliviada y se dijo que tendría que hacerlo algo mejor si quería convencerlo y conseguir el trabajo.
La posibilidad de ser rechazada era impensable. Se mordió el labio al ver que él la volvía a mirar y fruncía el ceño.
–No tiene ninguna formación oficial.
–¿Estudios en educación infantil? –preguntó ella, negando con la cabeza–. Solo tengo experiencia práctica, pero he hecho varios cursos cortos sobre educación temprana.
Él no se molestó en leer su currículum otra vez y Caro sintió que todas sus esperanzas se desmoronaban.
–Tengo que advertirle que las demás candidatas tienen formación además de experiencia.
Caro sintió náuseas.
–¿Ha leído mis referencias? Estoy segura de que le resultarán muy persuasivas.
Él se echó hacia atrás en su sillón, pero no se molestó en buscar las referencias.
–¿Debo sentirme impresionado porque traiga referencias de una condesa?
A Caro le sorprendió que se acordase de aquello.
–Por desgracia para usted, señorita Rivage, los títulos aristocráticos no me impresionan.
Caro estiró la espalda más y miró fijamente a su entrevistador.
–Lo que importa es la descripción que se hace de mi trabajo, señor Maynard, no el título que ostente mi empleador.
Él arqueó las cejas como si su respuesta lo hubiese sorprendido. ¿Había esperado que se quedase callada ante su comentario?
–El niño con el que trabajé tuvo que enfrentarse a toda una serie de dificultades y juntos realizamos grandes progresos.
–¿Quiere decir que realizó esos progresos gracias a usted?
–No. Fue un trabajo de equipo, pero yo estaba allí con él todos los días.
Él no la miró con aprobación. Tal vez fuese así como miraba Jake Maynard mientras procesaba información: fijamente, con el ceño fruncido y los labios apretados.
Su gesto le recordó a Caro a una imagen que la había fascinado de niña, la de un caballero medieval que, concentrado, atravesaba con una lanza a un pequeño dragón.
Ella siempre había simpatizado con el dragón.
–¿Y piensa que cuatro o cinco años de experiencia como niñera y asistente de preescolar la convierten en la persona más adecuada para cuidar de mi sobrina?
Caro se dijo que se había equivocado, que aquella mirada era mucho más condescendiente que la del caballero medieval, que le recordaba más a la de su padre.
Cambió de postura, se apoyó en el respaldo de la silla, cruzó las piernas y notó la mirada de Jake Maynard.
Sin saber por qué, se le encogió el pecho, como si, de repente, le costase respirar, pero no quiso que se le notase y se esforzó en parecer relajada.
–No puedo hablar por las demás candidatas, pero, si me da la oportunidad, me dedicaré plenamente a su sobrina. No tendrá ninguna queja.
–Eso es mucho decir.
–Es la verdad. Soy consciente de mis capacidades, y de mi dedicación.
Al menos en aquello