—¿Yo? Pensarlo, en vez de quince días, un año; ¡y otro año después, por lo que pudiera tronar!
—¡Por vida de la Constitución! Usted, Padre, no ha notado los méritos del señor don Aurelio.
—Los méritos... los méritos.... ¡vaya unos méritos! ¡Pch, pch! ¡Si es mérito ir todo sopladico, y enseñando diez centímetros de puño de camisa... y darla de mozalbete, estando peor que yo, que canas tengo, pero al menos no se me cae la hoja!
Y el Padre Urtazu se tiraba enérgicamente de los cortos cabellos entrecanos que en sus sienes crecían, fuertes como matas de abrojos.
—¿Qué dice a eso la chica?—interrogó después de súbito.
—No hemos hablado aún....
—¡Pues eso es lo primero, desgraciado! ¡Ay, que con los años se nos va reblandeciendo la mollera! ¿A qué aguarda?
Vélez de Rada fue todavía más terminante y categórico.
¡Casar a su hija de usted con Miranda!—gritó enarcando las cejas y colérico y descompuesto—. ¡Está usted loco! ¡El mejor ejemplar de raza que de diez años a esta parte encontré! ¡Una niña que tiene glóbulos rojos en la sangre, bastantes para surtir a cuantas muñequillas anémicas se pasean por Madrid! ¡Una estatura! ¡Un equilibrio! ¡Unos diámetros! Y con Miranda, que... (aquí la discreción profesional selló los labios del médico, y reinó silencio en la estancia.)
—Señor Rada...—osó decir el señor Joaquín, que no entendía bien.
—¿Sabe usted, sabe usted cuál es el deber del padre que tiene una hija como Lucía? Pues buscar, como otro Diógenes, un hombre que en constitución y riqueza de organismo la iguale, y unirlos. ¿Le parece a usted que con este descuido que hay en los enlaces, con los sacrílegos consorcios que solemos presenciar entre naturalezas pobres, viciadas, enfermas, y naturalezas sanas, es posible que muy pronto, a la vuelta de tres o cuatro generaciones, sobrevenga la decadencia fatal de estos pueblos de Europa? O qué, ¿se puede impunemente transmitir a nuestros tataranietos veneno y pus, en vez de sangre?
Salió el señor Joaquín del gabinete del Esculapio un tanto asustado, pero aún más confuso, sirviéndole únicamente de consuelo el pensar que las desdichas vaticinadas a su prosapia no ocurrirían hasta dentro de un siglo lo más pronto. Y el último percance que en sus consultas matrimoniales le esperaba, fue con una hermana suya viejísima, en sus mocedades planchadora y hoy pensionada y socorrida de su hermano. La infeliz, que arrastrado, había con su difunto vida de perros, exclamó en cascajosa voz, alzando las secas manos y meneando la cabeza temblona:
—¿Miranda? ¿Miranda? Será un pillo, un condenado: ¡todos los hombres son unos condenados! que los parta un ra....
No quiso oír más el Leonés, y dio por terminadas las consultas.
Faltaba el fondo de la cuestión, el parecer de Lucía. Quebrábase el padre la cabeza en busca de un medio diplomático de averiguarlo, cuando la misma niña se lo proporcionó.
—Papá—interrogó un día con la mejor fe del mundo—, ¿estará enfermo el señor de Miranda? Hace días que no viene por aquí.
Asió de los cabellos la ocasión el Sr. Joaquín y expuso los planes de Miranda. Lucía escuchaba atenta, con la sorpresa pintada en sus brillantes ojos.
—Mire usted—pronunció al cabo—. Pues acertaban Rosarito y Carmela al asegurar que el señor de Miranda venía a esta casa por mí. ¡Pero, quién lo dijera!
—Vamos, hija; ¿qué le contesto a ese señor?—preguntó afanoso el Leonés.
—¿Papá... qué sé yo? Nunca pensé que quisiera casarse conmigo.
—Pero a ti.... ¿te gusta el señor de Miranda?
—Sí que me gusta. Todavía es muy buen mozo, declaró Lucía con naturalidad.
—¿Y su genio... y su trato...?
—Muy obsequioso, muy amable.
—¿Te repugna la idea de que viviese siempre aquí... con nosotros?
—No tal. Al contrario. Si me divierte mucho cuando viene.
—Pues.... ¡por vida de la Constitución! ¡Tú también estás enamorada del señor de Miranda!
—Mire usted.... ¡eso sí que me parece que no! Yo no he pensado despacio en esas cosas, ni sé cómo será el enamorarse; pero se me figura que debe ser así... más de bullanga, y que entrará... vamos, más de prisa y más recio.
—Pero esos amores de bullanga, ¿qué falta hacen para ser buenos casados?
—Yo supongo que ninguna. Para ser buenos casados, dice el Padre Urtazu que lo preciso es la gracia de Dios... y paciencia, mucha paciencia.
El padre le dio, con su ancha diestra, una palmadita en la mejilla.
—Hablas como un libro... por vida de la Const.... ¿conque, según eso, voy a darle un buen rato al señor de Miranda?
—¡Ay, padre! El asunto merece pensarse: ¡hágame usted el favor de pensarlo por mí! ¿Qué entiendo yo de bodas, ni de?...
—Pues mira, ya eres grandullona.... Eres demasiado simplota tú.
—No—exclamó Lucía posando en el viejo su clara mirada—: si no es que soy simple, es que no quiero entender; ¿lo oye usted? Porque si comienzo a cavilar en esas cosas, doy en no comer, en no jugar, en no dormir... Esta noche de fijo no pegaría ojo... y después dice el señor de Rada, en latín, que enfermo del cuerpo y que vendré a enfermar del alma.... No quiero acordarme sino de mis juegos, y de mis lecciones; de eso no, padre, porque se me va adelgazando, adelgazando el magín, y me paso horas enteras con las manos cruzadas, sentada, hecha un poste.... El caso es que cuando me da por ahí, se me antoja que ni todos los hombres del mundo juntos valen lo que un novio como me finjo yo al mío... que tampoco está en el mundo, ¡no crea usted! está allá en unos palacios, y en unos jardines muy remotos.... En fin, no sé explicarme; ¿usted comprende?
—¡Te habrán metido en la cabeza ser monja, como Águeda, la niña de la directora del colegio!—gritó el señor Joaquín, con ira.
—¡Ca!... no señor—murmuró Lucía, cuya tez animada y encendida parecía fresquísima rosa—. No sería monja por un imperio.... No me llama Dios por ese camino.
—Está visto—pensó el señor Joaquín para su capote—: hierve la olla; a esta chica hay que casarla. Y en voz alta: pues siendo así, niña, creo que no debes hacer un desaire al señor de Miranda. Es todo un señor... y en política, ¡vamos, es mucho olfato el suyo! ¿A ti no te desagrada?
—Ya he dicho que no—repuso Lucía, en tono más tranquilo.
La misma tarde fue el Leonés a llevar en persona a Miranda la satisfactoria respuesta.
Colmenar escribió al señor Joaquín una carta que tuvo que leer. Y no transcurridos muchos días, dijo Miranda al presunto suegro, en tono satisfecho y confidencial:
—Nuestro amigo Colmenar apadrina; delega en usted y envía esto para la novia.
Y sacó de su estuche de raso un abanico de nácar, cuyo delicado país de encaje de Bruselas temblaba al aliento como la espuma del mar al soplo de la brisa. Referir lo orondo que se puso el señor Joaquín, fuera empresa superior a las fuerzas humanas. Pareciole que la personalidad prohómbrica del insigne jefe de partido, repentinamente y por arte de birlibirloque se confundiera con la suya; creyose metamorfoseado, idéntico con su ídolo, y no cupo en su pellejo, y borráronse los recelos que a veces sentía aún pensando en el cercano desposorio. Ganoso de no quedarse atrás de Colmenar en generosidad, amén de señalar pingües alimentos a Lucía, le regaló una suma redonda, destinada a invertirse en el viaje de novios, cuyo itinerario trazó Miranda, comprendiendo a París y a ciertas bienhechoras aguas minerales, recetadas tiempo atrás