—¿La acompaño a usted?—dijo.
—No pase usted de ahí... apague la luz, cierre al punto la puerta.
Artegui ejecutó lo primero; pero antes de realizar lo segundo, murmuró al oído mismo de Lucía:
—En Bayona me dijiste una vez: «¿Me va usted a dejar sola?» Ahora me toca a mí repetírtelo. Quédate.... A tiempo estás aún. Ten compasión de mí, y de ti.
—Porque la tengo...—replicó ella ahogándose—. Por eso.... Adiós, Don Ignacio.
—Hasta luego—contestó una voz perceptible apenas. La puerta se cerró.
Lucía miró al cielo, en que brillaban las estrellas, y sintió un frío agudo. Arrodillose en el vestíbulo, y apoyó la cara contra la puerta. En aquel momento se acordaba de una circunstancia pueril; la puerta estaba por dentro forrada de brocado rojo obscuro, de los tonos mates del cuero. No supo por qué recordaba tal detalle; pero suele ocurrir así; en momentos semejantes, acuden ideas que ninguna importancia tienen ni guardan conexión alguna con los acontecimientos decisivos que están pasando.
Miranda había salido aquella tarde a dar una vuelta, para despejarse, decía él, la cabeza. Cuando volvió al hotel subió a la cámara mortuoria, y allí halló a Juanilla, transida de miedo y de cansancio, velando a la difunta. La criada le dijo, en son de queja, que la señorita Lucía le había encargado velar un rato, pero que el rato era ya muy largo, larguísimo, y que ella no podía más. Por el espíritu suspicaz de Miranda no cruzó ni sombra de recelo entonces, y dijo con naturalidad:
—La señorita se habrá ido a dormir; está muy cansada... pero vete, chica que yo enviaré a Sardiola.
Así lo hizo, en efecto, y oyendo en seguida la campana que llamaba a la mesa redonda, bajó al comedor, sintiendo aquel día excelente apetito, cosa no cotidiana en su enervado estómago. Faltaba aún, para que sirviesen la sopa, los sacramentales segundos y tercer toque. Había grupos de huéspedes que conversaban esperando; la mayor parte hablaban de la muerte de Pilar en voz queda, por consideración a Miranda, a quien conocían; sólo un núcleo de tres o cuatro navarros y vascongados platicaban de recio, por ser el asunto de su conversación de aquellos que no encierran misterio alguno. No obstante, de tal manera fijó la atención de Miranda lo que decían, que inmóvil y vuelto todo oídos, no respiraba casi. A los diez minutos de escuchar supo cuanto saber no quisiera: que Artegui estaba en París, que vivía en la casa de al lado, que se podía pasar a su domicilio por el jardín, puesto que uno de los vascongados declaraba haber lo hecho aquella mañana con objeto de visitarle.... El camarero que cruzaba a la sazón con una bandeja llena de platos de humeante sopa, indicó a Miranda que podía sentarse, y él en vez de oírle, tomó escalera arriba como un frenético, y entró sin respeto alguno en la cámara mortuoria.
—¿Dónde está la señorita Lucía?—preguntó brutalmente a Sardiola, que velaba.
—No sé...—El fiel perro alzó los ojos y contempló las facciones descompuestas del marido, y una intuición rápida le dijo docenas de cosas. Miranda salió como un cohete, y recorrió las habitaciones llamando a Lucía a gritos. Silencio profundo. Entonces resueltamente salió al balcón, y bajó al jardín.
Un bulto negro descendía las escaleras del vestíbulo de casa de Artegui. A la luz de los astros, y a la de los lejanos faroles de la calle, se advertía su vacilante andar, y a las manos que frecuentemente llevaba a su rostro. Miranda esperó, esperó como el cazador en acecho. El bulto iba acercándose. De pronto salió de entre un seto de arbustos un hombre y se oyó una imprecación soez, que traducida al lenguaje de las personas beneparlantes pudiera sonar así:
—¡Mala mujer!
Hubo ademanes violentos, y un cuerpo cayó.... Llegaba en esto corriendo otra figura humana, que venía también del hotel por la escalera, e interponiéndose, se inclinó para recoger a Lucía. Miranda accionaba, y con voz ronca, estrangulada y tartajosa de rabia, decía, dando al diablo todo su porte cortesano:
—Fuera de ahí, so tío... so entrometido.... ¿usted que... qué tiene que ver?... Yo la abo... la abofeteo, porque pu... pu... puedo y me da la gana.... Soy su marido. Si no se va usted, le parto por la mitad... le abro en canal....
A ser Sardiola alguna pared de cal y canto, atendiera más a las invectivas de Miranda de lo que lo hizo. Con soberana indiferencia y fuerza hercúlea cargó en sus hombros el bello bulto inanimado, y separando al marido de un vigoroso empujón, tomó escalera arriba, no parando hasta depositar la preciosa carga en un sofá de la estancia mortuoria. Tras él entró el energúmeno, pero se contuvo algo al ver la actitud briosa y los centelleantes ojos del ex voluntario carlista, que con su cuerpo hacía parapeto al de la desmayada.
—Si no se va usted...—aulló Miranda tendiendo los puños.
—¡Irme!—contestó Sardiola apaciblemente—. ¡Bueno es irme! ¡Para que usted la ahogue, y se quede tan fresco! ¡mal hombre! vergüenza debiera darle a usted tocar al pelo de la ropa a la señorita.
—Pero usted.... ¿qué autoridad tiene aquí?... ¿quién le mete?... y la cabeza iracunda de Miranda tenía un temblor senil.... Váyase usted—gritó con renovado furor, o buscaré un arma—. Los ojos inyectados del marido recorrieron la estancia, hasta tropezar con el cadáver, que conservaba ante aquella escena su vaga sonrisa fúnebre. Sardiola, entretanto, metiendo la mano en el bolsillo de su chaleco, sacó una mediana faca, de picar tabaco sin duda, y la arrojó a los pies de su adversario.
—Tome usted—dijo con ese garbo caballeresco que tan frecuentemente se halla en la plebe española... a mí me ha dado Dios buenos puños.
Quedose Miranda indeciso un punto, y volviendo a aullar, derramó a borbotones su ira, exclamando:
—Mire usted que la cogeré... la cogeré.... Váyase usted, no me tiente la paciencia....
—Cójala usted—replicó Sardiola risueño de puro desdeñoso... a ver cómo se lucen esos ánimos... porque pensar que he de irme yo... a no ser que la misma señorita me lo mandase....
—Vete, Sardiola—dijo una débil voz desde el sofá; y Lucía abrió los ojos, y clavó su mirada en el camarero, con reconocimiento y autoridad.
—Pero señorita, eso de irme, y....
—Vete, digo.—Y Lucía se incorporó, tranquila en apariencia: Miranda oprimía en la diestra la faca. Sardiola, arrojándose a él, se la arrebató, y tomando desesperada resolución, salió al pasillo gritando: «Socorro, socorro; se ha puesto mala la señorita». Diose de manos a boca con dos personas que subían la escalera, y que al oírle se precipitaron en la estancia mortuoria. Eran el Padre Arrigoitia y Duhamel, el médico. Hallaron un grupo extraño: al pie de la cama en que yacía la muerta, una mujer tendía las mano s para amparar sus flancos y su seno de los golpes que le descargaba, a puño cerrado, un hombre.... Con vigor no presumible en su endeble cuerpo de cañaheja, interpúsose el Padre Arrigoitia, atrapando, si las crónicas no mienten, algún sopapo en la venerable tonsura; y a su vez Duhamel, emulando con científico valor el arresto del jesuita, cogió del brazo al furioso, logrando pararle.... Lástima grande que no fuese posible a ningún taquígrafo estenografiar el donoso y elocuente discurso que en chapurradísima ensalada franco—luso—brasileña dirigió el buen doctor a Miranda, con el fin de demostrarle cuán bárbaro y cruel era eso de aporrear