—¡Válgame Dios! ¡qué moda más fea!—exclamaba Luisa Natal, hermosura próxima al ocaso, y muy atenta a no usar perifollo alguno que su belleza no realzase—. Yo no me pondría semejantes bichos; ¡se acuerda uno del mondongo! ¿verdad, condesa?
Hizo un signo aprobativo la condesa de Monteros, española rancia, devota y un tanto severa.
—Yo no sé qué van a inventar ya—pronunció reposadamente—. He visto en esas tiendas elefantes, lagartos, ranas y sapos, y hasta arañas; en fin, los animalejos más asquerosos en adornos de señoritas. En mis juventudes no nos pagábamos de tales extravagancias; buenos brillantes, bonitas perlas, algún corazón de rubíes.... ¡ah! también usábamos los camafeos; pero era un capricho precioso... se grababa en ellos el retrato de uno mismo... o alguna virgen, algún santo.
Reinó breve silencio; las Amézagas no se atrevían a replicar, subyugadas por el señorío de aquella autorizadísima voz.
—Mire usted, condesa—dijo Pilar al cabo, satisfecha de hallar un motivo para desesperar a las Amézagas—, lo bonito, es ese agujón de Luisa.
Luisa sacó de su moño el clavo de oro, con cabeza de amatista, constelada de diamantes chiquititos.
—Otro igual tenía ayer la sueca—explicó al ponerlo en manos de la condesa—. Llevaba todo el juego: pendientes, collar de bolas de amatista y el agujón. Reguapísima que estaba la mujer con eso y el traje heliotropo.
—¿Ayer de noche?—preguntó Pilar.
—Sí, en el teatro. El otro, penado y muerto como de costumbre... a las diez hizo su entrada en el palco, presentándole el ramo consabido de camelias y azaleas blancas... dicen que le cuesta sus setenta franquillos por noche.... Es un aditamento regular al coste de la pensión en el hotel....
—Ese sobrino mío no tiene vergüenza ni decoro—afirmó gravemente la condesa de Monteros.
—¡Un hombre casado!—dijo Luisa Natal, que hacía excelente menaje con su marido, ciego cumplidor de todos los caprichos de su mitad.
—¿Y se sabe por fin si la sueca es hija o mujer de ese barón de... de... nunca puedo acordarme de su nombre... vamos, de ese viejo que anda con ella?—interrogó la condesa, entrando por fin en la corriente de curiosidad que la arrastraba, a pesar de su digna actitud.
—¿De Holdteufel?—pronunció con acento cantarín Amalia Amézaga—. ¡Bah, quién lo puede averiguar!, pero según la libertad que le deja, más parece su esposo que su padre.
—Se necesita descaro—prosiguió con discreta y risueña indignación Luisa Natal—, para ser así la comidilla de todo el mundo....
—¡Toma!—dijo la voz de flauta de Pilar—. Pues eso quiere él, ¿qué se creían ustedes?; el toque y el gustazo están en dar que hablar.
—Siempre fue Juanito así, muy farfantoncillo—murmuró la condesa enternecida al recordar a su sobrino, cuando hecho un diablo traviesísimo de diez años, iba a su casa a darle jaqueca pidiendo mil chucherías.
—Hasta anteayer....
El grupo se estrechó: acercáronse unos a otros los sillones, y por un instante se oyó el cadencioso chirriar de las ruedas sobre el piso.
—Anteayer...—siguió Amalia Amézaga en tono algo más bajo—fue ésta al tiro de pistola....
—¿Tiras ahora?—preguntaron a un tiempo Pilar y Luisa Natal.
—Un poco... por distraerme...—Y Lola se atusó el negro flequillo, cortado recto a un dedo de distancia de las cejas, que la asemejaba a un paje de la Edad Media, realzando su cara descolorida de hija de los trópicos y sus grandes ojos, infantiles, pero de niño malicioso y precoz.
—Pues...—siguió Amalia, viéndose religiosamente escuchada—allí estaban Jiménez y el marquesito de Cañahejas, y MonsieurAnatole... y todos leían y comentaban un suelto del Fígaro , en que se refería la sensación causada en una de las estaciones termales más elegantes de Francia y de Europa, por el loco amor de un magnate español a una dama sueca....
—Pone iniciales no más—agregó Lola—; pero es claro como la luz.... Y dice, por más señas: « ce digne petit fils du Comte d'Almaviva se ruine en fleurs ...»
Un coro de risas sofocadas brotó del círculo. Lola sabía decir las cosas con cierto ceceo y cierto parpadeo, que las mejoraba en tercio y quinto.
—¿Y ella, qué tal, se ablanda?—preguntó Pilar.
—¿Ella?—repuso Lola—. ¡Ah!, todas las noches, al recibir el ramo, le contesta lo mismo, invariablemente: Jrasiás, señor duque, trop amable.
Redoblaron las carcajadas. Hasta la condesa se sonreía, con el abanico abierto delante por decoro.
—¡Chist!—pronunció Luisa Natal—. ¡Ahí viene!
—¡La sueca!—exclamó Pilar.
Todas volvieron el rostro, en extremo conmovidas. La puerta del salón de Damas se abría solemnemente; un elegante y correcto anciano, con blancas patillas y delicadamente afeitado el resto de la faz, se quedó en el umbral en diplomática postura; una mujer alta y gallarda penetró en el recinto; acrecentaba su clásica beldad el negro traje de tafetán, muy ceñido y golpeado de azabache; sobre su frente de diosa, el sombrero de tul con espigas de oro, parecía mitológica diadema; era su andar noble y soberano, y sin cuidarse de saludar a nadie, se fue hacia el piano, vacante a la sazón, y sentándose, comenzó a interpretar magistralmente unas mazurcas de Chopín. La postura patentizaba lo brioso de su talle, los largos y tornátiles brazos, las caderas, los omoplatos que, a cada pulsación de la blanca mano, se dibujaban vigorosamente bajo el ajustado corpiño.
—¿No es cierto—dijo por lo bajo Pilar a Luisa Natal—que si Lucía Miranda se vistiese como ella, se parecerían algo, así en las formas?
—¡Bah!—murmuró Luisa Natal—, la Mirandita no tiene pizca de chic.
Brotó entonces del grupo de inglesas ese enérgico silbido que en todos los idiomas significa: «¡Silencio!: cállense ustedes, y oigan, o dejen oír siquiera.» Las españolas se dieron al codo, y prosiguieron impertérritas con sus cuchicheos.
—¿No veis aquello?—decía Lola Amézaga.
—¿El qué... el qué... el qué?—preguntaron todas.
—¿Qué ha de ser?, Albares. Allí, allí, en los vidrios.... Con disimulo... que no lo note....
Por la parte de las vidrieras, que caían a la azotea del Casino, veíase, en efecto, un rostro de pisaverde, imberbe casi, destacándose entre la blancura de porcelana de primorosa camisa y nívea corbata de batista, cuyo triángulo cerraba una de esas ágatas llamadas ojo de gato , a que dio tan fabuloso valor el capricho de los elegantes de dos o tres años acá. Traje de mañana de un gris humo suave y exquisito, hongo de finísimo castor, una flor de gardenia en el ojal, guantes de gamuza flamantitos, tal era el atavío del indiscreto que así registraba el salón de Damas. Advertíase en su tipo mezcla singular de debilidad y fuerza, cuerpo de sietemesino y músculos de Hércules. La gimnasia, la esgrima, la equitación, la caza, debían haber endurecido aquel organismo que la Naturaleza hiciera endeble, enteco casi. La estatura era corta; los miembros delicados y femeniles; pero la musculatura, de acero. Conocíase esto en el modo de caerle la ropa, en no sé qué corte viril de las rodillas y los hombros; además, se traslucía en aquel hombre la altiva superioridad que dan juntamente la riqueza, el nacimiento y el hábito de ser obedecido.
Mas si esperaba el duque algún fruto de acechar así por los cristales, cayole la pascua en viernes, porque la sueca, después de haber tocado con gran sosiego y maestría hasta media docena de mazurcas, se levantó con no menor majestad de la desplegada al entrar, y sin volver el rostro, tomó hacia la puerta. Ésta se abrió como por obra de un conjuro, y el diplomático