En España, el llamado movimiento de «indignados» comenzó siendo una manifestación «marginal», adjetivada como periférica. Dos plataformas, Democracia Real Ya y «Juventud sin Futuro, sin trabajo, sin empleo, sin casa, sin miedo», se dieron cita en las calles de Madrid, un domingo 15 de mayo. Protesta minoritaria, en principio, acabó en grandes acampadas. En Madrid, Barcelona, Valencia, Pamplona, Sevilla o Bilbao, las plazas se tomaron y se convirtieron en expresión de la indignación ciudadana. Pero tampoco hubiese prendido la mecha si las fuerzas de orden público no hubiesen intervenido tratando de desalojarlos. En Madrid, la Puerta del Sol se convirtió en símbolo de resistencia. La represión se comportó como un atractor y el 15-M comenzó a tomar cuerpo. Fue una suma de factores. Nadie pudo prever cuándo ni cómo se articularon.
Resulta clarificador un proyecto realizado por el Instituto Universitario de Investigación de Biocomputación y Física de Sistemas Complejos de la Universidad de Zaragoza (BIFI). Su objetivo, encontrar los puntos esenciales de los atractores que explican el nacimiento y evolución del 15-M.
El proceso de maduración de la protesta no es lento, lineal, suavemente progresivo; al contrario: es abrupto. En los días anteriores al surgimiento del movimiento el sistema está adormecido, es muy pequeño; y en menos de seis días es capaz de aglutinar a todo el colectivo [...] El patrón de crecimiento del movimiento recuerda otros ejemplos bien conocidos de la criticalidad autoorganizada (fenómenos críticos en física, economía, avalanchas, terremotos...)[7].
Los atractores funcionan en España, Túnez, Islandia, Egipto, Chile, Israel o Estados Unidos. No podemos saber cuál será la dirección futura de las protestas, pero si estamos en condiciones de afirmar que constituyen fuerzas capaces de revertir procesos políticos, crear movimientos ciudadanos y convertirse en puntos de inflexión en las dinámicas de poder, de ahí la necesidad e importancia de conocer sus principios articuladores.
Tanto la existencia de regímenes tiránicos y autocráticos como el mantenimiento de las políticas excluyentes y represivas en los países capitalistas avanzados pasa por clausurar espacios democráticos, reprimir libertades civiles y desarticular la ciudadanía política. En esta labor, el capitalismo no tiene escrúpulos. Saca a las calles al ejército sin remordimientos. Los muertos son efectos colaterales.
La razón de Estado se enroca en una estrategia de violencia. En ella, los aparatos y cuerpos de seguridad, fuerzas armadas, policía y servicios de inteligencia ganan protagonismo. Es el comienzo de un nuevo tipo de guerra cuyo objetivo consiste en romper la cohesión social. Desarticular las redes de ciudadanía hasta lograr el control total de población es el principal fin de las nuevas políticas de seguridad democrática. Por la vía del chantaje, y con el discurso de luchar contra el terrorismo, se abre una puerta peligrosa al advenimiento de un despotismo sin restricciones ni límites.
La guerra al terrorismo –con énfasis en la «seguridad interna» que la acompaña– presupone que el poder del Estado, ampliado ahora por las doctrinas de la guerra de anticipación y liberado de las obligaciones de los tratados y las posibles restricciones de los organismos judiciales internacionales, puede volverse hacia el interior, en la confianza de que en su persecución interna de los terroristas, los poderes que reclamaba, como los poderes que había proyectado hacia el exterior no serían medidos por los estándares constitucionales ordinarios sino por el carácter siniestro y ubicuo del terrorismo en su definición oficial. La línea hobbesiana entre el estado de naturaleza y la sociedad civil comienza a fluctuar[8].
Son las bases para el nacimiento de un totalitarismo invertido, diferente del totalitarismo clásico donde
la conquista del poder no resultó de una fusión de consecuencias no deliberadas; fue el objetivo consciente de quienes conducían en movimiento político. Las dictaduras más poderosas del siglo xx fueron extremadamente personales, no solo porque cada una de ellas contó con un líder dominante de proporciones épicas, sino también porque cada sistema en particular fue creación de un líder que había llegado a ocupar esa posición por esfuerzo propio [...] Cada sistema es inseparable de su Führer o Duce. El totalitarismo invertido tiene un recorrido totalmente diferente: el líder no es el arquitecto del sistema sino un producto de él. George W. Bush no creó el totalitarismo invertido [...]. Es hijo complaciente y agraciado del privilegio, de las conexiones corporativas; un constructo de los genios de las relaciones públicas y de los propagandistas del partido[9].
En esta línea, el totalitarismo invertido actúa e impregna todas las esferas de la vida social, en los ámbitos público y privado. Sus ansias de control incrementan la necesidad de un superpoder capaz de facilitar y legitimar los recortes a las libertades ciudadanas. En esta dimensión se explica la orden dictada por la Comunidad de Madrid, en manos del Partido Popular, para bloquear y denegar el acceso a las páginas web de los indignados y el 15-M, en pro de la seguridad. Si alguien trata de acceder desde sus centros, bibliotecas y puntos de información a dichas páginas se encuentra con el siguiente mensaje: «Acceso denegado por política de contenidos. Usted está intentando acceder a contenidos no permitidos»[10].
Con el triunfo del Partido Popular, las condiciones han cambiado. La policía ha comenzado a pedir el carnet de identidad a aquellas personas que asisten y participan en los debates. Parece ser que la etapa contemporizadora ha concluido.
La militarización de las sociedades para «combatir» las protestas ciudadanas son una excusa para justificar la involución democrática. En algunos países, el aumento exponencial de la violencia sirve para articular este nuevo totalitarismo invertido, cuyo lenguaje apocalíptico se multiplica si se incorpora en esta lucha contra el terrorismo, la variante del crimen organizado y el narcotráfico. Igualmente, la criminalización de los movimientos político-sociales busca
[...] una imposición, por la fuerza de las armas, del miedo como imagen colectiva, de la incertidumbre y la vulnerabilidad como espejos en lo que esos colectivos se reflejan. ¿Qué relaciones sociales se pueden mantener o tejer si el miedo es la imagen dominante con la cual se puede identificar un grupo social, si el sentido de comunidad se rompe al grito de «sálvese quien pueda»? De esta guerra no solo van a resultar miles de muertos [...] y jugosas ganancias económicas, también, y sobre todo, va a resultar una nación destruida, despoblada, rota irremediablemente[11].
En Gran Bretaña, esta estrategia ha sido puesta en práctica cuando las protestas no han podido ser controladas. En una demostración de prepotencia y alarde de fuerza se criminaliza a los manifestantes que han salido a las calles demandando trabajo. Para evitar sorpresas y actuar impunemente el gobierno autoriza, en Londres, la instalación de quinientas cámaras de video, en plazas y centros públicos; el objetivo, identificar, detener y encarcelar a los individuos tipificados como antisistema, alborotadores, terroristas o delincuentes. La prensa contribuye atizando la hoguera, deslegitimando las protestas y criminalizando a los pobres en sus demandas de empleo. Así, manipula la opinión pública y la hace cómplice de las políticas represivas y antidemocráticas.
Las calles británicas han reencontrado la calma, pero la agitación se adueñó de las editoriales, de las cuentas de Twitter y de los discursos de los dirigentes políticos. Un