En esto, apartando la gente, se acercó a los tres individuos el oficial enviado por el coronel gobernador.
—¿De dónde vienen ustedes?—preguntó con voz seca.
—Venimos de Grecia, después de haber tocado en Nápoles—contestó el hombre alto y rozagante.
—¿Son ustedes españoles?
—No; somos ingleses.
—¿Qué hacían ustedes en Grecia?
—Eramos comerciantes. Los turcos saquearon la ciudad donde vivíamos y tuvimos que escapar.
—¿Y por qué los han desembarcado?
—Es que nuestro compañero se encuentra enfermo y quería a toda costa dejar el barco.
Un sargento que acompañaba al oficial se acercó a él y le dijo en voz baja:
—No vayan a tener la peste.
El oficial dió unos pasos atrás. La frase y el movimiento no pasaron inadvertidos para la gente, que al momento ensanchó el círculo que rodeaba a los tres hombres.
El oficial habló con mucha reserva con el sargento y dijo después dirigiéndose a los sospechosos:
—No pueden ustedes entrar en el pueblo.
—¿Por qué?—preguntó el hombre alto.
—Porque tienen que ir al lazareto en observación.
Los desconocidos se miraron unos a otros.
—¿No habrá un mozo o una caballería para llevar nuestro equipaje?—preguntó el elegante pequeño y rubio con voz seca—. Se le pagará lo que sea.
Un campesino, después de vacilar mucho, dijo que él tenía una mula y que la traería.
Se esperó a que viniera, se sujetaron encima de la caballería el saco y la maleta, se fué el oficial, y el sargento, dueño de la situación, dijo severamente a los supuestos apestados:
—Vengan ustedes detrás de mí; pero de lejos ¡eh! No hay necesidad de acercarse.
Los tres hombres, llevando en medio al enfermo, siguieron al sargento y al campesino de la mula. Avanzaron por la playa. De trecho en trecho tenían que pararse para que el enfermo descansara. Cruzaron un pequeño barrio formado por cabañas y algunas barcazas convertidas en viviendas y adornadas con tiestos y cajas llenas de tierra con flores.
Allí por donde pasaban iban produciendo expectación; la voz de que eran apestados había corrido por el pueblo.
El sargento, dejando la parte habitada de la playa, se acercó a un arenal desierto en donde se levantaba una casa cuadrada, medio ruinosa, montada sobre un basamento macizo de piedra, que impedía que el agua del mar entrase dentro en los temporales. Para subir a la casa había unos escalones.
Veíanse alrededor de ella cajas de mercancías abiertas y algunas lanchas podridas.
—Este es lazareto de Ondara—dijo el sargento—. Aquí van ustedes a pasar la cuarentena de observación. Bajen ustedes los equipajes.
El enfermo se sentó tristemente en una de las escaleras de la casa abandonada, mientras los otros dos y el campesino descargaban la caballería.
Hecho esto, el sargento dijo como despedida:
—No se les permite a ustedes acercarse a la ciudad bajo pena de muerte. Por la mañana y por la noche se les traerá pan y rancho, que se les dejará en la puerta. Ya lo saben. ¡Adiós!
El campesino tomó el ronzal de su macho, cogió el dinero que le dió el hombre rubio, lo contó y comenzó a alejarse despacio por la playa.
Se quedaron los tres hombres solos, y mientras el enfermo, envuelto en una manta, miraba el mar, los otros dos entraban en la casa solitaria.
Abrieron las carcomidas ventanas. El sitio era destartalado y sucio: una nave como una sala de hospital con una cocina pequeña en el fondo.
—Puesto que aquí tenemos que estar algunos días, vamos a ver si limpiamos esto—dijo el hombre alto.
—Vamos allá—repuso el pequeño.
Se quitaron los dos las levitas, y en mangas de camisa y con un cubo cada uno, fueron a orillas del mar a buscar agua. Estuvieron después una hora, armados de escobas, barriendo y baldeándolo todo, hasta dejar el suelo limpio.
Terminada esta faena, sacaron unos jergones viejos y los sacudieron al aire libre.
El enfermo dijo que tenía ganas de tenderse; le pusieron dos jergones en el suelo, uno encima de otro, y se acostó envuelto en una manta.
Los dos hombres sanos, después de acabar la tarea, quedaron a la puerta, cansados, sin hablarse, en una plácida contemplación del paisaje.
Iba anocheciendo. Enfrente se veía el mar, rizado, con adornos de plata; a la derecha brillaban las murallas del castillo con los últimos resplandores del sol; a la izquierda se veía una punta lejana azul con un faro, cuya luz escintilaba pálidamente en el cielo incendiado del crepúsculo.
Las nubes, grandes y algodonosas, tomaban un tinte cobrizo; el viento fuerte del anochecer rizaba el agua en pequeñas olas; seguían resplandeciendo blancas, amarillas, remendadas, las velas latinas a lo lejos. Las barcas pescadoras volvían de dos en dos; la polacra napolitana había encendido un fanal que parecía un gran lucero vespertino, y con todas sus velas desplegadas comenzaba a alejarse, con el aire misterioso de una alucinación...
IV.
ENTIERRO
Por la noche todo el mundo hablaba en Ondara de los tres hombres llegados en el bote al puerto, a quienes se tenía como pestíferos. Se recelaba que el capitán de la polacra siciliana los había expulsado de su barco por considerarles sospechosos de padecer la peste. Algunos vecinos afirmaban que el gobernador debió prohibirles terminantemente bajar en el muelle; otros, más piadosos, decían que no era lícito abandonar y dejar desamparados a unos hombres aunque estuvieran enfermos.
Los técnicos aseguraban que todo dependía de no tener organizados los servicios sanitarios. Según ellos, si se hubiera ido con la lancha de sanidad al encuentro del bote lanzado al mar por la polacra, se hubiera impedido el desembarco.
En la tertulia de la señora del coronel Hervés, en el mirador del castillo, se habló mucho de los supuestos pestíferos, y un médico militar, don Jesús Martín, y un teniente de artillería llamado Eguaguirre, decidieron visitar a los aislados en el lazareto.
A la mañana siguiente montaron a caballo y se presentaron en la casa abandonada de la playa.
Al llegar se encontraron a los dos hombres sanos, al alto grueso y al pequeño delgado, afanados en calafatear un bote viejo. Les saludaron y les preguntaron qué hacían.
—Aquí estamos—dijo el alto con una alegre sonrisa—trabajando a ver si componemos este bote.
—¿Para qué?
—Para salir al mar. Así podremos entretenernos un poco y pescar y cambiar de alimentación.
—¿Y el enfermo?—preguntó el médico.
—Está igual.
—¿Qué tiene?
—Tiene unas fiebres palúdicas que le han consumido.
—Voy a verle. Soy médico.
El hombre alto subió los escalones de la casa, abrió la puerta e hizo pasar al doctor adentro. Este se acercó a