¿Conoces tú el país donde maduran los limoneros y en el follaje sombrío brilla la naranja de oro.
Esta pregunta se hizo J. H., como Mignon en la canción de Goethe.
No; no conocía el país donde maduran los limoneros, ni la montaña y su sendero brumoso, ni la tierra que se adorna con el mirto discreto y el soberbio laurel.
No conocía J. H. mas que las calles sucias de Londres y las tabernas de la City; y como un ibis de los que había disecado su padre, antes de caer bajo el plomo de un cazador irrespetuoso, extiende sus alas sobre las aguas del Nilo y se lanza en el espacio azul, él levantó el vuelo y se vino a España. Sus aventuras en nuestro país le impulsaron a escribir el Viaje sin objeto.
Después Thompson hizo la expedición de Missolonghi con lord Byron, se casó en Andalucía y acabó olvidando a Kant, a Berkeley, los dibujos, las caricaturas y vendiendo pasas.
Ya sabemos que la mayoría de los críticos suspicaces no creerán en la existencia de J. H.; que supondrán que es un Homunculus creado por nosotros con una fórmula más o menos vulgar, pensando que el inglés jovial no existe y que, a lo más, es un embolado que el editor de esta obra trae del cabestro para entretener al público.
Piensen lo que quieran estos críticos suspicaces, el editor no vacila en afirmar, con la mano puesta en el corazón y con la lealtad de un hombre que desciende, según su difunta tía, de uno de los más ilustres caballeros de la antigüedad, contemporáneo del reino, que J. H. vivió, existió, tuvo realidad objetiva en nuestro pequeño e insignificante planeta.
Algunos escépticos han intentado sembrar dudas acerca de la autenticidad del Convento de Monsant, basándose en hallarse raspados, borrados y sustituídos por otros escritos encima los nombres de los personajes que intervienen en la acción.
Al mismo tiempo afirman que está cambiado el nombre de la ciudad levantina que aparece como fondo, pues la Ondara que figura aquí no es la Ondara de la provincia de Alicante, que no es puerto de mar.
Nada de esto ha podido quebrantar nuestra fe en la existencia de J. H. y en la veracidad de su relato.
Para nosotros, El Convento de Monsant es tan auténtico, tan demostrado como el Viaje sin objeto.
Se podrá argüir que ambas narraciones no son brillantes, que no tienen la magia de estilo de un poeta meridional, que están escritas, como quien dice, en tono menor; pero todo ello depende de que la visión de J. H. es la visión escueta y descarnada del que mira y contempla con la pupila fría de un hombre del Norte, acostumbrado, como disecador, a ver la entraña de las cosas.
Hechas estas salvedades, para dejar en buen lugar nuestra seriedad de hombres históricos y nuestro respeto por las grandes verdades de la filosofía, la geografía, etcétera, etc., pasamos a copiar los dos relatos de J. H., ex disecador, ex acuarelista, ex caricaturista y vendedor de pasas.
EL CONVENTO DE MONSANT
I.
UNA CIUDAD LEVANTINA
A orillas del Mediterráneo y en el fondo de una ensenada hay una pequeña ciudad blanca colocada sobre alta colina y rodeada por una sierra que forma gran anfiteatro de montes desnudos y pedregosos.
Ondara, nombre que unos consideran de origen griego y otros de origen ibérico, se repliega en la falda de un cerro, promontorio destacado de la cordillera que penetra en el mar.
Este promontorio, llamado por los romanos Promontorio Ondarœ, tiene un viejo castillo en la cumbre, y debió ser en otro tiempo una Acrópolis donde se encerraban las tropas con su caudillos a la llegada del enemigo y se guardaban los dioses lares de la ciudad.
La gran sierra, en anfiteatro, de Ondara se levanta al acercarse al mar en un monte más alto, denominado el Monsant.
El Monsant limita la bahía de Ondara por el norte. Hacia el interior tiene un picacho cónico y desnudo, gigante abrumado en la soledad, que debió ser en otro tiempo un volcán, con sus aristas y surcos, por donde corrió la lava. Hacia el mar avanza formando un cabo, como una proa formidable rota por alguna convulsión ígnea en láminas negras, hendidas por rajaduras, en cuyo fondo penetra el agua y golpea como un ariete.
El desmoronamiento del Monsant ha dejado pequeños archipiélagos rocosos: tritones negros que se bañan entre los meandros blancos de las olas y de las espumas.
Neptuno y Anfitrite, con su cortejo de nereidas y de sirenas, parecen presidir estos locos desvaríos del mar.
La ensenada de Ondara, cerrada al norte por el Monsant, circunscrita por la sierra con sus rocas azules por la mañana y moradas al anochecer, termina hacia el sur en una punta baja de arena con un faro en su extremo. Tiene esta ensenada dos playas grandes, abiertas, llenas de pedruscos, ennegrecidas por las algas, y un puerto natural al pie mismo de las casas.
Durante el primer tercio del siglo XIX Ondara era todavía pueblo de alguna importancia estratégica; tenía un castillo y una muralla.
El castillo había sufrido mucho durante la guerra de la Independencia; los cañones estaban desmontados; las casamatas, destruídas; por todas partes quedaban reliquias de una lucha violenta y tenaz.
La muralla general del pueblo, de poco valor defensivo, era baja, sin fosos ni obras exteriores, a trechos aspillerada y a trechos no, interrumpida por baluartes y torreones circulares, con sus correspondientes garitas.
Esta pared moderna, blanca y de poca altura, que rodeaba la ciudad, se unía al castillo y tenía hacia el puerto una explanada grande, llamada la Glorieta, y un hornabeque con sus baterías.
Había, además de la pared baja, que circunvalaba a Ondara, restos de fortificaciones, antiguos lienzos de muralla de color de ámbar dorados por el sol de los siglos y ennegrecidos por el aire del mar.
Uno de éstos, el más extenso, cerraba un gran barranco que existía entre el castillo y el barrio de pescadores.
Era una cortina de piedra de grandes bloques tallados. Los eruditos no se hallaban muy de acuerdo en señalar la época de construcción de esta muralla. Unos la consideraban del tiempo de los etruscos, fundadores de la ciudad; otros, de origen romano.
Los eclécticos afirmaban que había parte de muro antiquísima; otra, romana, y otra, reedificada por los árabes.
El conjunto de murallas de Ondara levantadas en distintas épocas se unía, trazando un 8, encerrando en sus dos círculos el castillo y la ciudad.
Se comprendía que antiguamente Ondara debió de ser fortaleza importante, casi inexpugnable; del lado del mar tenía que ser muy difícil su conquista, y difícil también del lado de tierra, guardando los pasos de su anfiteatro de montañas.
Todavía fuera de su recinto la ciudad presentaba vestigios de defensa, y a la entrada del puerto, sobre unas rocas, se levantaban dos torrecillas negras medio derruídas: una, llamada el Fortín, y la otra, la Torreta.
La ciudad de Ondara, muy vieja en sus ruinas y muy nueva en sus construcciones, era casi en su totalidad moderna. Únicamente la iglesia mayor, y algunas casas próximas a la muralla, procedían de edades pretéritas.
La iglesia mayor, de traza gótica, tenía una fachada pintada de color azul claro, con una portada barroca y una galería con remates en forma de jarrones.
Esta iglesia se levantaba en el centro de una plazoleta, y se erguía sobre el caserío ondarense con su torre cuadrada y su cúpula de azulejos verdes.
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