Pío Baroja
La Ruta del Aventurero
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664097187
Índice
PRIMERA PARTE UNA VIDA INSIGNIFICANTE
SEGUNDA PARTE DEL PIRINEO A MADRID
TERCERA PARTE DE MADRID A SEVILLA
PRÓLOGO
Estas dos historias, El Convento de Monsant y El Viaje sin objeto, parece que fueron escritas, hace años, por un inglés, J. H. Thompson, que vivió mucho tiempo en Málaga, donde se dedicaba al comercio de la uva.
Algunos dicen que el tal ciudadano no se contentaba con el comercio del susodicho género al exterior, sino que lo consumía también en zumo y al interior; pero esta debe ser una de tantas calumnias que se ceban en los hombres de aspecto y costumbres distintos de la generalidad.
Como verá el curioso o indiferente lector, en las dos narraciones thompsonianas aparece nuestro héroe Aviraneta de una manera un tanto episódica.
Quizá los aviranetistas científicos o aviranetistas de la cátedra nos pregunten: ¿Qué garantías tiene ese J. H. Thompson como historiador veraz? ¿Qué grado de certeza pueden conceder a sus afirmaciones las personas serias y sensatas? Lo ignoramos.
Por ahora, a pesar de haber revisado todos cuantos diccionarios enciclopédicos han caído en nuestras manos, no lo hemos visto citado entre los Bossuet, los Solís, los Macaulay, los Cantú, los Thiers y otros grandes historiadores, magníficos por su elocuencia, su pedantería y su moral, que han contribuído a aburrir al mundo; tampoco se sabe que el dicho Thompson perteneciera a ninguna academia de buenas ni de malas letras, histórica, arqueológica, lingüística o filatélica, lo cual, unido a que no tuvo, al parecer, ninguna cruz, ni encomienda, ha hecho pensar a muchos que debió ser hombre de poca formalidad y de poca importancia.
Los datos que hemos podido recoger de este inglés extravagante y jovial, proporcionados por uno de sus amigos, son los siguientes:
Juan Hipólito Thompson era hijo de un disecador de animales de Holborn Street, en Londres, y sobrino de un farmacéutico de Soho, de la misma ciudad.
J. H. pasó la infancia en el taller de su padre, entre tigres, serpientes, caimanes, cocodrilos y otros animales disecados, llenos de escamas, garras, uñas, picos, y de furor en vida; y de paja, papel de periódicos, virutas, y serenidad después de la muerte.
J. H. jugó con los ojos de cristal que habían de resplandecer en las cuencas vacías de los monstruos; J. H. se divirtió con los dientes afilados de las fieras; J. H. se entretuvo con las lenguas rojas de las alimañas, con las plumas de los pavos reales y las crestas de las abubillas.
J. H. vió claramente que un cocodrilo nunca tiene una mirada tan fascinadora como cuando se le ponen ojos de cristal, y que una serpiente de cascabel nunca parece tan de cascabel como cuando se le ata uno de estos adminículos a la cola.
Tan grandes descubrimientos le condujeron con rapidez al escepticismo.
Esta colección de uniformes barrocos que posee la madre Naturaleza, esta guardarropía absurda y caprichosa, llevó a J. H. a mirar con cierto desdén la realidad fenomenal y a sentir una gran inclinación hacia el conocimiento de esa incógnita que los sabios llamamos lo nouménico, y también la cosa en sí.
Como hemos indicado antes, J. H. tuvo un tío, soltero y de alguna posición. Este señor, bibliófilo y ex farmacéutico, que vivía rodeado de libros y de estampas, hizo leer a su sobrino las obras de los filósofos, entre ellos Bacon, el caballero Locke, Berkeley y Kant.
J. H. discutió con sus amigos acerca de las grandes antinomias del pensamiento humano.
J. H. profundizó los tres diálogos entre Hylas y Philonous de Berkeley, y se convenció de que el mundo, la materia, los astros, el amor y hasta las casas de préstamos, que a veces frecuentaba por ineludible necesidad, no tenían realidad objetiva.
Llevado por estas ideas, o por sus inclinaciones, en vez de dedicarse a cosas sanas, decentes y respetables, como la abogacía, el comercio o el préstamo usurario, J. H. se dedicó al dibujo, a la caricatura, a la pintura y a otras absurdidades que, en general, no conducen mas que a sentir el hambre con violencia y en horas intempestivas, en que no suenan los tres golpes de la campana del comedor de un hotel.