Entonces vino Marx para tomar la contrapartida directa de todos sus predecesores. Donde habían visto una solución no vio sino un problema. Vio que no había aquí ni aire desflogistizado ni aire ígneo, sino oxígeno; que no se trataba aquí ni de la simple comprobación de una realidad económica, ni del conflicto de esta realidad con la justicia eterna y la verdadera moral, sino de una realidad llamada a trastocar la economía entera, y que ofrecía –a quien supiera utilizarla– la llave de toda la producción capitalista. Partiendo de esta realidad, sometió a examen el conjunto de las categorías que había encontrado establecidas, igual que Lavoisier, partiendo del oxígeno, había sometido a examen las categorías establecidas de la química flogística. Para saber lo que es el plusvalor, le era necesario saber lo que es el valor. Antes que nada, había que someter a crítica la teoría del valor del propio Ricardo. Marx estudió entonces el trabajo en relación a su propiedad de formar valor, por qué y cómo lo forma; estableció, además, que el valor no es, en suma, sino trabajo coagulado de esta especie –un punto que Rodbertus jamás logró entender–. Marx estudió en seguida la relación entre la mercancía y el dinero y mostró cómo y por qué, en virtud de su calidad inherente de ser valor, la mercancía y el intercambio mercantil generan necesariamente el antagonismo de mercancía y dinero […] Investigó la transformación de dinero en capital y demostró que la misma se funda en la compra y venta de la fuerza de trabajo. Al reemplazar aquí el trabajo por la fuerza de trabajo, por el atributo creador de valor, resolvió de un solo golpe una de las dificultades que habían ocasionado la ruina de la escuela ricardiana: la imposibilidad de conciliar el intercambio recíproco de capital y trabajo con la ley ricardiana de la determinación del valor por el trabajo. Al comprobar la diferenciación del capital en capital constante y capital variable logró por primera vez presentar el proceso de formación de plusvalor en su curso real y hasta en los menores detalles, y por tanto explicarlo, algo que ninguno de sus predecesores había logrado; comprobó, pues, una diferencia dentro del capital mismo, con la cual ni Rodbertus ni los economistas burgueses estaban en situación de emprender absolutamente nada, pese a que la misma proporcionaba la clave para la solución de los problemas económicos más intrincados, prueba contundente de lo cual la ofrecen aquí el libro segundo y, aún más –como se verá–, el libro tercero. Prosiguiendo con la investigación del plusvalor mismo, encontró sus dos formas: el plusvalor absoluto y el relativo, y demostró el papel diverso, pero en ambos casos decisivo, que han desempeñado dichas formas en el desarrollo histórico de la producción capitalista. Sobre el fundamento del plusvalor desarrolló la primera teoría racional que tengamos del salario y trazó, por primera vez, los rasgos fundamentales de una historia de la acumulación capitalista, exponiendo, además, la tendencia histórica de la misma.
¿Y Rodbertus? Tras haber leído todo eso, encuentra en ello –¡economista tendencioso, como siempre!– un «ataque contra la sociedad»; encuentra que él ya había dicho, sólo que más brevemente y con mayor claridad, de dónde surgía el plusvalor, y encuentra, por último, que todo eso se adecua –sin duda– a «la forma actual del capital», esto es, al capital tal como existe históricamente, pero no «al concepto del capital», vale decir, a la utópica representación que el señor Rodbertus se forja del capital. Exactamente igual que el viejo Priestley, que hasta sus últimos días se mantuvo aferrado al flogisto y no quiso saber nada del oxígeno. Sólo que Priestley había sido realmente el primero en obtener el oxígeno, mientras que Rodbertus, con su plusvalor, o más bien con su «renta», no había hecho más que redescubrir un lugar común, y que Marx, a diferencia de Lavoisier, se abstuvo de afirmar que hubiese sido el primero en descubrir el hecho de que el plusvalor existía[3].
Conclusión: resulta que lo novedoso de Marx no era tanto el plusvalor como la ciencia. Marx ha aportado un sistema científico en el que el concepto de plusvalor puede ser insertado. Pero el texto de Engels tiene, además, la peculiaridad de permitirnos apreciar en qué consiste eso de fundar una ciencia. «Priestley y Scheele, en pleno periodo de dominación de la teoría flogística, habían “producido” un gas extraño que fue llamado por el primero aire desflogistizado y por el segundo aire ígneo. De hecho, era el gas que se debía llamar más tarde oxígeno. Sin embargo, anota Engels, “ellos lo habían simplemente producido, sin tener la menor idea de lo que habían producido”, es decir, sin poseer su concepto[4].» Del mismo modo, la economía clásica había descubierto distintas formas de existencia de la plusvalía, en tanto que renta, interés, ganancia, etc. Pero, tanto en uno como en el otro caso, esos descubrimientos eran «estériles» y «ciegos». Con el plusvalor ocurrió lo mismo que con el oxígeno, mientras fue entendido desde las categorías de la química flogística. Ese extraño gas aparecía allí como una solución; sólo Lavoisier vio en él un problema, un problema que obligaba a someter a revisión los fundamentos mismos de la teoría flogística: «Puso así sobre sus pies toda la química que, en su forma “flogística”, andaba cabeza abajo». Lo mismo ocurrió con Marx: el asunto no era tanto «descubrir» una realidad como cambiar los términos del problema, resituarlo en una «problemática teórica» enteramente nueva. No se trataba, pues, en uno y otro caso, de producir una respuesta verdadera, sino de producir una nueva pregunta, una nueva clase de preguntas, una nueva «matriz teórica»[5]. Y ello se logra –en palabras de Althusser– «produciendo un concepto».
Ahora bien, esto de «producir un concepto», una vez más hay que señalarlo, es exactamente lo que Sócrates exige incansablemente en todos sus diálogos, en su incesante búsqueda del eîdos. Allí donde todos discuten o hacen discursos sobre si la virtud es o no enseñable, la intervención verdaderamente revolucionaria sería aquella que explicara a la asamblea de los eruditos aquello que ellos han estado ignorando todo el rato: qué es, en qué consiste aquello sobre lo que tanto y tanto han estado hablando, en qué consiste eso a lo que se ha estado llamando «virtud». O, volviendo a nuestro ejemplo anterior, allí donde todos discuten sobre las distintas peculiaridades de las bolas que se frenan o se deslizan con más o menos soltura, la intervención más revolucionaria resultó consistir en preguntar, simplemente, ¿qué es rodar? Es notable, en efecto, ver cómo el texto de Engels hace también depender una revolución científica crucial para la química moderna de una intervención tan formalmente socrática.
He aquí, por tanto, que cuando Engels tiene que defender a Marx de los economistas de su época, explicando la verdadera naturaleza de su aportación teórica, sigue una estrategia muy semejante a la que nosotros hemos ensayado al examinar la crítica que le hace Schumpeter en nombre de la economía contemporánea: nosotros habíamos comparado a Marx con Galileo, Engels lo compara con Lavoisier y lo hace, en este texto tan sobresaliente, de tal manera que no sólo nos aclara algo sobre Marx, sino también sobre la naturaleza de las revoluciones científicas, incluidas las del propio Galileo o Lavoisier.
2.2 El problema de hacer compatible a Marx consigo mismo (el Prefacio de 1867 y el Epílogo de 1873)
Ahora bien, a todo esto, ¿qué nos dice el propio Marx? ¿Qué dice Marx que está haciendo en El capital, y en qué momento lo dice? Para contestar a esta pregunta es imprescindible leer con cuidado los prefacios y los epílogos que Marx escribió a las distintas ediciones del Libro I. Y lo que nos encontramos ahí es, como vamos a comprobar, ciertamente muy desconcertante. Es desconcertante en un sentido que, sin duda, ya nos veíamos venir desde hace tiempo. Con lo que llevamos andado, parece que hemos llegado a la conclusión de que, en efecto, tenemos motivos para comparar a Marx con Galileo y que esta comparación puede arrojarnos mucha luz sobre la manera en la que Marx concibe que debe proceder la economía si quiere fundarse científicamente (y eso siempre advirtiendo que, por el momento, no hemos dicho nunca que, si llegara a fundarse científicamente, la economía podría seguir siendo lo que pretende ser hoy, «economía», pues lo que hemos dicho, más bien, es que en ese caso lo que tendríamos sería algo así como un «Galileo de la historia»); ahora bien, esto en sí mismo es desconcertante, porque si Marx, en algún sentido, procede «como Galileo», ¿qué pasa, a todo esto, con Hegel?