—Vamos, Miguelito, no llores, tonto.... Si tu tío te quiere mucho..... No tomes a mal lo que te dice..... Si él..... Tú eres un buen chico, ya lo sé, y lo saben todos..... Eres incapaz de reírte de Enrique porque le hayan pegado..... ¿Verdad que no te ríes de eso?
Miguel se abstuvo de hablar, porque no quería mentir, ni tampoco llamar feo a su primo. Siguió todavía algunos momentos con las narices metidas por el mantel como en son de protesta contra las reticencias mal intencionadas de su tío. Al fin, vencido de los ruegos y los halagos de la tía, levantó la cabeza: aquélla se apresuró a secarle las lágrimas y los mocos con su propio pañuelo. Tomó otra vez el tenedor y siguió comiendo.
La conversación giró en seguida, por iniciativa del mismo D. Bernardo, sobre la necesidad absoluta que tenía su hermano de llevar a casa una señora, opinión que ya le oímos emitir no hace mucho tiempo.
—Si mi hermano se empeña en permanecer soltero, mucho más valdría que se deshiciese de los muebles y se fuese a vivir a una fonda.....
Hay que advertir que D. Bernardo consideraba lo de vivir en fonda punto menos que una deshonra: por no pisar estos establecimientos vulgares, donde las personas se confunden ridículamente en torno de la mesa redonda, procuraba tener siempre en las poblaciones que visitaba una casa de respeto (así la llamaba) donde no hubiera más huéspedes que él. De este modo se comprenderá fácilmente la inflexión desdeñosa que dio a la palabra fonda cuando pasó por sus labios.
—No sé si V. habrá observado, D. Pablo—siguió dirigiéndose al coronel (a Hojeda rara vez le concedía este honor),—qué desbarajuste hay en casa de Fernando..... Rara vez se encuentra una cosa en su sitio: el polvo anda esparcido por los muebles: los criados por donde les parece. A mí me ha pasado más de una vez ir a ella y no haber uno para quitarme el abrigo. ¡Si le dijese a V., coronel, que en cierta ocasión mi hermano fue a mudarse de camisa, y no pudo, porque no había ninguna planchada!
—¡Hum!—gruñó el gigante en señal de admiración, pero sin apartar los sentidos del roast-beef que tenía delante.
—¡Qué horror!—exclamó doña Martina, como siempre que se hablaba de este suceso inaudito: ya sabemos que su fuerte era la plancha.
—¡Vea V., vea V. cómo come su hijo!..... soltando la carne ya mascada en el plato!
Miguel se puso colorado otra vez hasta las orejas.
—¡Vamos, Bernardo, déjale ya!—manifestó su esposa; y dirigiéndose después al coronel:—Aprenda V., amigo Bembo; las mujeres hacen más falta en las casas de lo que a V. se le figura.
—No lo dudo, no lo dudo—murmuró el gigante sin apartar los ojos del plato.
—Y si no lo duda V., picaronazo, ¿por qué no sigue V. el ejemplo de mi cuñado?
—Señora, no me siento aún preparado.
Doña Martina soltó una carcajada estrepitosa, burda, que hizo arquear levemente las cejas a D. Bernardo.
—No lo estará V. nunca, si Dios no pone en ello la mano, ¡que ojalá la ponga pronto!
—Esa felicidad, primero le ha de tocar a don Facundo que a mí—murmuró con voz cavernosa.
Hojeda levantó la cabeza turbado. Pocas cosas le molestaban tanto como verse aludido en este asunto de mujeres: por eso el socarrón del coronel lo hacía siempre que hallaba oportunidad.
—¡Yo!..... coronel..... ruego a V..... el matrimonio.....
—¡A buena parte va V., amigo Bembo!..... Hojeda es un egoistazo..... Más de veinte veces le he querido casar, y siempre me ha dado calabazas a la novia.
—Permítame V., Martinita—se apresuró a decir D. Facundo,—yo no he dado calabazas a nadie..... Estas son cosas muy graves, Martinita.....
—Hojeda no se casa—prosiguió la señora,—por no abandonar su vida de solterón egoísta. ¿Quién le quita a él de dar su paseíto por la mañana en el Retiro, su sermoncito por la tarde en las Calatravas o en la Encarnación, sus toros o novillos los domingos, etc., etc.?
—Sepamos lo que está comprendido en esas etcéteras, D. Facundo—manifestó el coronel.
Hojeda le miró con ira, y no contestó.
—Pero V. es otra cosa, coronel; V. es un hombre de mundo, menos arregladito que Hojeda, y puede hacer feliz a cualquier muchacha.
—Ya lo oye V., D. Facundo—dijo el coronel.—Los hombres arregladitos no pueden hacer felices a las muchachas.
—No, hombre, no; no quiero decir eso—manifestó doña Martina riendo...
Pero en aquel instante entraron en el comedor dos nuevos tertulios y se suspendió la conversación. Ninguno de los dos llegaría a veinticinco años: dieron la mano con gran confianza a los señores y besaron a los niños, lo cual testimoniaba su amistad con la familia de Rivera. El uno era delgado, pálido, ojos pequeños, bastante feo todo él, aunque vestido con gran pulcritud y elegancia: se llamaba Juan Romillo, hijo de un rico camisero de la calle del Príncipe: su padre le había destinado al foro, en el cual no había hecho grandes adelantos; en cambio desde muy niño había despuntado en el arte de vestirse y en el conocimiento pleno, absoluto, de cuantas noticias verdaderas o falsas corrían por la villa: en las casas donde él entraba no se leían los diarios noticieros, porque eran inútiles: a esto se reducía su ciencia y sus partes. El otro era un guapo chico, rubio, sonrosado, de barba rala e incipiente, ojos azules y húmedos, los labios siempre plegados con sonrisa tierna y humilde, los ademanes respetuosos sin ser encogidos. Había nacido en Cuba de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España. Era abogado también, como su amigo y condiscípulo Romillo, pero mucho más estudioso y aprovechado, lo cual era de necesidad, pues Romillo tenía en perspectiva una fortuna considerable, mientras él solamente la que adquiriese con su trabajo. Figuraba en la Academia de Jurisprudencia como orador de esperanzas, y había fundado en compañía de otros una sociedad para la abolición de la esclavitud, y otra para abolir las quintas y matrículas de mar. En estos asuntos de interés humanitario mostraba Valle (Arturo del Valle era su nombre) una actividad y un interés tan laudables como prodigiosos: el número de asambleas, o meetings, como se decía en los periódicos, y de banquetes que por su iniciativa se habían promovido, era incalculable; el de artículos y folletos que había escrito en apoyo de sus ideas generosas, tampoco podía apreciarse con exactitud. En estos folletos solía venir debajo del título, a modo de sello, un pésimo grabado representando un negrito de rodillas y aherrojado con las manos levantadas al cielo. En los banquetes figuraba también otro negrito, pero de carne y hueso: a los postres de estos festines humanitarios rara vez dejaba Valle de levantarse diciendo en voz alta y solemne:
—Se me dise, señore, que ahí afuera hay un hombre de coló que desea fraternisá con nosotros. ¿Tenéis inconveniente en que esta víctima de la injustisia sosial entre a saludaros?
—¡Que entre, que entre ahora mismo!—gritaba la asamblea como un solo hombre, presa de entusiasmo abolicionista.
Entonces Valle abría la puerta y sacaba de la mano al negrito, el cual se dejaba abrazar de todos los comensales entre vítores y aplausos. Y después se emborrachaba como cualquier blanco, y aun mejor algunas veces. Este personaje oportuno, que llegaba siempre por casualidad al final de los banquetes abolicionistas, andando el tiempo llegó a ser conocido en Madrid. La gente solía decir cuando pasaba por la calle: «Ahí va el negrito de Valle.»
Las ideas políticas de éste, aunque muy democráticas, estaban templadas por aquella eterna y dulce y amable sonrisa de que hemos hecho mención: esta sonrisa era el mejor salvo-conducto para entrar y ser bien acogido en todos los salones de la corte: gracias a ella, D. Bernardo Rivera, que no tenía pizca de demócrata ni abolicionista, se dignaba otorgarle