D. Bernardo se detuvo para echar una mirada a Miguel, quien al compás que escuchaba a su tío, o no lo escuchaba (que esto nunca pudo averiguarlo D. Bernardo), daba infinitas vueltas entre los dedos a un vaso griego de barro que servía de prensa-papeles. Quitóselo de la mano suavemente, colocolo en su sitio y tornó a recoger con el paseo el hilo de su interrumpido discurso.
—El dolor que tu padre experimentó fue grande, y supo guardar como quien es todo el tiempo de su viudez el respeto que debía a la memoria de una dama tan principal como tu madre. Por espacio de dos años, no solamente gastó luto él, sino que lo hizo llevar a toda la servidumbre, al coche y a los caballos; no pisó los salones hasta bien trascurrido el año, ni recibió en los suyos más que a los amigos de entera confianza; de este modo se adquiere el respeto y la consideración de la gente. Pero como las cosas no deben ni pueden llevarse al extremo, pasados dos o tres años, tu padre entró nuevamente en la vida de la sociedad distinguida, donde por su nombre, por su grado en el ejército y por su fortuna tiene derecho a brillar entre los primeros. Entonces empezó a tocar los verdaderos inconvenientes de su estado. En una casa de la importancia de la de Fernando una señora es absolutamente indispensable; tú no puedes comprender esto porque eres muy niño, Miguel, ¡muy niño!...
D. Bernardo consideró de nuevo a su sobrino con profunda compasión.
—La presencia de una señora, de una dama, comunica a la casa cierto brillo que ni el nombre ni el dinero por sí solos pueden alcanzar. Tu pobre papá se ha visto privado hace ocho años de dar bailes, comidas, ni un té siquiera... ¿Quién había de hacer los honores?... Y vuestra casa es una de las mejores de Madrid, está decorada con mucho gusto, aunque un tanto abandonada de algún tiempo a esta parte. Es lástima y grande que no haya podido aprovecharse hasta ahora el espacioso y elegante salón que tenéis. Además, por lo que he podido observar y han observado también algunas personas de la familia y de fuera, en casa de Fernando reina cierto desconcierto inevitable; por buena que sea una ama de llaves, por buenos que sean los criados, no es posible que atiendan como corresponde a todos los pormenores... Tu misma educación, Miguel, anda bastante descuidada al decir de la gente. Me han dicho que juras en casa como un carretero...
Estas últimas palabras las dijo D. Bernardo con más alta entonación y parándose frente a su sobrino. Éste sonrió avergonzado; pero al ver que el tío fruncía las cejas, quedose otra vez serio.
—¡Claro está! un padre por más que se esfuerce no puede conseguir inculcar a sus hijos ciertas reglas de urbanidad, so pena de no perderlos de vista un solo instante. Esto sólo puede hacerlo una señora, una madre... Así que desde largo tiempo vengo aconsejando a mi hermano, y conmigo toda la familia, y no sólo la familia, sino cuantos amigos se interesan por él, que de nuevo tome estado, organice su casa sobre el pie que le corresponde y salve el decoro de la familia... Al fin, cediendo a mis reiteradas súplicas, y repito que no solamente a las mías, sino a las de todos sus parientes y amigos, tu papá ha pensado en dar a su casa una señora y a ti una mamá... Pero entiéndelo bien, Miguel, sólo por las razones antes apuntadas, no por otra alguna, tu padre ha consentido en tomar estado... ¿Te haces bien el cargo?....
Miguel le miraba y le remiraba con los ojos muy abiertos, sin moverse; sentía deseos atroces de irse a jugar con su primo Enrique.
—Ahora bien; lo mismo tu padre que yo, que toda la familia, esperamos que con la presencia de tu nueva mamá se opere en tu conducta un cambio favorable; que dejes esos modales, propios de gentuza, no de caballeros; que no pases el día metido en la cocina, escuchando las sandeces de los criados; que no te arrastres por los suelos como un perro, estropeando los vestidos; que seas, en fin, menos cerril y desvergonzado.
A Miguel se le figuró que su tío le estaba insultando, por lo que, aprovechando una de sus vueltas, le hizo algunas muecas despreciativas, y, no satisfecho con esto, a otra vuelta una seña harto más grosera que le había enseñado el lacayo, y que a poder verla hubiera dejado absorto al respetable caballero.
—Con eso contamos, Miguel, aparte de otros muchos cambios beneficiosos que en vuestra casa se han de efectuar seguramente, y que tú no tienes edad aún para comprender..... Y, nada más por hoy. He cumplido el encargo que tu padre me ha dado, el cual, entre paréntesis, es muy débil contigo..... ¡pero muy débil! más de cien veces se lo he dicho..... Tú eres un chico que hay que educar virga férrea, y si no, llegarás a dar muchos disgustos.....
Miguel no entendió el latín, pero calculó bien que aquello debía ser algo como palos o azotes, y lleno de ira volvió a enseñar los puños a su tío por la espalda.
—Vamos, vete ahora con tus primos, y cuidado con las travesuras—concluyó diciendo D. Bernardo mientras empujaba al niño hacia la puerta.
Era aquel señor alto, seco, aguileño, bajo de color, de edad de cincuenta años, poco más o menos, pelo ralo y entrecano, cejas espesas, las mejillas cuidadosamente rasuradas, dejando solamente debajo de la nariz un exiguo bigote, que cada día iba siendo más exiguo merced a los trabajos invasores que por entrambos lados llevaba a cabo la navaja: la expresión de su rostro, severa e imponente, a lo cual ayudaban en no pequeña parte aquellas cejas pobladas que el buen caballero había recibido del cielo, y que solía arquear y extender en la conversación de un modo prodigioso; y en mayor porción todavía cierta manera extraordinaria de hinchar los carrillos y soplar el aire lenta y suavemente, que infundía en el interlocutor respeto y veneración. Había desempeñado algunos cargos de importancia en la administración pública, y había estado a pique una vez de ser nombrado senador ministerial: este era el sueño de su vida; tenía bienes de fortuna, y gozaba mucha consideración entre sus deudos y amigos: para coronar, no obstante, el edificio de su respetabilidad, que piedra sobre piedra había ido levantando con trabajo durante muchos años, faltaba aquel remate; pero lo alcanzaría, no había quien lo dudase; la familia lo esperaba con afán; los amigos lo daban como seguro en un plazo más o menos breve.
II
En el pasillo aguardaba Enrique a su primo Miguel, el cual, así que le vio levantó los brazos y sonando las castañuelas dio tres o cuatro zapatetas en el aire para acercarse a él.
—¿Quieres que bajemos a la cochera hasta la hora de comer?
—¿Y si viene mamá?
Miguel hizo un gesto de desprecio. Enrique vaciló algunos instantes, mas al fin se decidió a abrir con sigilo la puerta y escaparse por la escalera de servicio.
Era Enrique un muchacho que guardaba en aquella época semejanza increíble con un perro ratonero de los que hoy tienen prestigio entre las damas; después se compuso bastante, pero aún es feo hasta donde un hombre de bien puede serlo. Traía por lo común el cabello hecho greñas y aborrascado, las narices llenas de mocos, las manos sucias y el vestido roto y cuajado de lamparones. Sólo cuando a doña Martina su madre le venía en mientes sacarlo a paseo o llevarlo a misa o de visita a alguna casa se le podía ver; mas para esto era necesario que aquella señora le condujese al piso segundo y se encerrase con él en un cuarto que pudiera llamarse de las abluciones; al cabo de media hora después de haber sufrido una razonable cantidad de repelones, estirones de orejas y bofetadas, que doña Martina creía indispensable asociar siempre a su tarea, salía el buen Enrique lloroso y suspirando, pero más limpio que una patena. Y hasta otra. En la casa, donde imperaba la pulcritud, se le miraba de mal ojo y era a menudo víctima por su aversión