—Lo que usted indica corrobora más y más mi aserto. Vea usted cómo los remedios caseros, administrados sin otro discernimiento que el que comunica la rutina, por los resultados obtenidos en una larga serie de casos, obran a veces sobre el organismo de modo más favorable que una medicación científica. No acaece otro tanto en nuestra profesión, señora, donde todos los casos que puedan ocurrir están de antemano previstos por las leyes o por la jurisprudencia elevada a la categoría de ley. No hay un solo litigio que no tenga ya su resolución adecuada en los códigos civiles, ni puede cometerse absolutamente ningún delito o falta que no esté comprendido en algún artículo del Código penal. Y para que jamás pueda quedar nada al libre arbitrio de los tribunales (excepto la interpretación usual), tenemos como derecho supletorio el canónico, que es un abundante venero de reglas de conducta, aunque basadas todas ellas principalmente en la equidad.
—Cierto, cierto, Isidorito. Los médicos no entienden absolutamente una palabra. Si yo pudiese meter en frascos otra vez las medicinas que he tomado, podía muy bien abrir botica. Ya ve usted que estoy como el primer día... ¡Lo mismo que el primer día!..., sin adelantar un paso siquiera... Dios me concede mucha resignación, que si no... Mire usted, ayer estuve regularmente, pero lo que es hoy, por ser día de mi santo, me encuentro fatal, fatal... Un desasosiego en todo el cuerpo..., un hormigueo en las piernas..., un ruido en los oídos... Usted, que tiene tanto talento, ¿no sabría lo que es este ruido en los oídos?
—Señora, yo creo..., ejem..., que esa enfermedad obedece a un estado puramente nervioso... Las alteraciones nerviosas son tan variadas y extrañas..., ejem..., que no es posible someterlas a principios fijos, sino más bien conviene no sentar ninguna regla y estudiarlas en detalle, o sea cada una de por sí.
Trabajo le costó, pero al fin salió del paso. Isidorito era un muchacho macilento y encogido, con hondos y precoces surcos en las mejillas, de pelo ralo y ojos saltones. Se le tenía por uno de los jóvenes más formales o acaso el más formal de la villa y servía siempre de espejo a los padres de familia para afear la conducta de sus hijos calaveras:—«¿No ves a Isidorito qué bien se produce en sociedad, y con qué aplomo habla sobre todas las cuestiones?»—«¡Ah, si tú fueses como Isidorito, qué vejez tan dulce me harías pasar!»—«¡Vergüenza te había de dar que Isidorito se hubiese hecho doctor hace ya cuatro años, y tú no hayas logrado graduarte de licenciado todavía, zopenco!»
Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta. En su rostro descaecido y marchito, sin embargo, no se habían borrado aún enteramente los rasgos de una belleza excepcional, que había dado mucho que decir allá por los años de 1846 al 48, y que le valiera multitud de romances, sonetos y acrósticos de los más eminentes poetas de la villa, insertos en un periódico semanal que entonces se publicaba en Nieva con el título de El Judío Errante. Doña Gertrudis guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez, que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia, no se hubiera marchado a América a hacer fortuna en el comercio, sería por lo menos tanto como Zorrilla o Espronceda. Don Mariano, su esposo, participaba de la misma convicción, aunque en otra época, tanto el poeta lírico como el comerciante le habían causado grandes desasosiegos y turbado no pocas veces la paz de sus relaciones amorosas. Pero era hombre justificado y amigo de dar a cada uno lo suyo.
Doña Gertrudis estaba rebujada en una magnífica manta de felpa, y tenía la cabeza cubierta con una cofia, por debajo de la cual enseñaba algunos cabellos entre rubios y blancos. Su rostro era de singular blancura mate, fino y correcto. Los ojos azules y sumamente tristes. Más que de la enfermedad advertíanse en aquel rostro las huellas de la clausura.
—Me mata, me mata este ruido en los oídos. No puedo comer, no puedo dormir, no puedo sosegar en ninguna parte.
—Juzgo que debiera usted permanecer en la cama.
—Es peor, Isidorito, es peor. En la cama no puedo prender los ojos. Empiezo a dar vueltas como un molinillo y llega a producirme fiebre. Estoy mucho más enferma de lo que se cree. Ya se verá cómo esto tiene mal fin. Hoy me encuentro tan nerviosa, tan nerviosa... Tómeme usted el pulso, Isidorito, y dígame usted si tengo fiebre.
Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don Máximo, que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron la vista hacia allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y volvió a ocultar su mano velozmente dentro de la manta.
—Ya tiene un nuevo médico de cámara su señora—apuntó don Máximo con acento irónico.
—¡Bah, bah, bah!... ¿Con qué perro o gato de la villa habrá dejado mi mujer de celebrar consulta? Estos días anda furiosa con usted y dice que se va a morir sin que usted haga caso de ella. Yo la encuentro mejor que nunca... Pero vamos a ver, don Máximo, ¿usted cree de buena fe que podemos aceptar el trazado de Miramar?
—¿Y por qué no?
—¿No comprende usted que nos hundimos para siempre?
—Don Mariano, me parece que está usted obcecado. Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril pronto, pronto, pronto.
—Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril bueno, bueno, bueno. El trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que, como usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que nosotros. En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además debe usted tener en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el empalme hasta Nieva y doce solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará de preferir este punto para exportarse. Si a esto agrega usted que tarde o temprano...
Un golpe violento de tos cortó la palabra a don Mariano. Era un hombre grueso, alto, con barba y cabellos blancos; aquélla muy crecida. Sus ojos negros brillaban como los de un joven, y en sus mejillas sonrosadas el tiempo no había conseguido labrar profundos surcos. Sin duda había sido uno de los jóvenes más gallardos de su época. Tal como ahora le hallamos, todavía llamaba la atención por su fisonomía simpática y venerable, y por su figura atlética. Con la violencia de la tos, su temperamento sanguíneo experimentó una fuerte sacudida: el rostro se coloreó excesivamente. Cuando hubo cesado, tornó a coger el hilo del discurso.
—Si a esto agrega usted que tarde o temprano tendremos un buen puerto, ya sea en El Moral o en el mismo Nieva, porque la guerra no ha de durar eternamente ni el Gobierno ha de dejarnos reducidos siempre a la condición de parias, ya verá usted qué vuelo toma en un instante el comercio de la villa y qué pronto le hacemos sombra a Sarrió.
—Bien, bien: convengo en que el trazado de Sotolongo ofrece algunas ventajas; pero usted bien sabe que por ahora ni en mucho tiempo no hay que soñar con él, mientras que el de Miramar lo tenemos en la mano. El Gobierno está profundamente interesado en ello, porque no hay otro medio de proteger nuestra fábrica de armas. Ya comprende usted que si los carlistas llegasen a romper la línea de Somosierra, entrarían aquí como Pedro por su casa, tomarían las armas que les pareciera, inutilizarían la fábrica y podrían marcharse por el valle de Cañedo sin peligro alguno. Por ahora no hay cuidado que rompan la línea, ya lo sé, pero ¿quién puede asegurar lo que sucederá con el tiempo? Además, ¿no puede llegar un día en que el