Y después de devorar la cena, cuando apenas quedaba vino en los porrones, el tío Paloma contemplaba al nieto dormido entre sus rodillas y se lo mostraba á los amigos. Aquel pequeño sería un verdadero hijo de la Albufera. Su educación corría á cargo suyo, para que no siguiese los malos caminos del padre. Manejaría la escopeta con asombrosa habilidad, conocería el fondo del lago como una anguila, y cuando el abuelo muriese, todos los que vinieran á cazar encontrarían la barca de otro Paloma, pero remozado, tal como era él cuando la misma reina venía á sentarse en su barquito, riendo sus chuscadas.
Aparte de estos enternecimientos, la animosidad del barquero contra su hijo continuaba latente. No quería ver las despreciables tierras que cultivaba, pero las tenía fijas en su memoria y reía con diabólico gozo al saber que los negocios de Tono marchaban mal. El primer año le entró salitre en los campos, cuando estaba granándose el arroz, y casi perdió la cosecha. El tío Paloma relataba á todos esta desgracia con fruición; pero al notar en su familia la tristeza y alguna estrechez á causa de los gastos que habían resultado improductivos, sintió cierto enternecimiento y hasta rompió el mutismo con su hijo para aconsejarle. ¿No se había convencido aún de que era hombre de agua y no labrador? Debía dejar los campos á la gente de tierra adentro, dedicada de antiguo á destriparlos. Él era hijo de pescador, y á las redes había de volver.
Pero Tono contestó con gruñidos de mal humor, manifestando su propósito de seguir adelante, y el viejo volvió á sumergirse en su odio silencioso. ¡Ah, el testarudo!... Desde entonces deseó toda clase de calamidades para las tierras del hijo, como un medio de domar su orgullosa resistencia. Nada preguntaba en casa, pero al cruzarse su barquichuelo en el lago con las grandes barcazas que venían de la parte del Saler, se enteraba de la marcha de la cosecha y sentía cierta satisfacción cuando le anunciaban que el año sería malo. Su testarudo hijo iba á morir de hambre. Aún tendría que pedirle de rodillas, para comer, la llave del antiguo vivero con la montera de paja desfondada que tenía junto al Palmar.
Las tormentas á fines del verano le llenaban de gozo. Deseaba que se abriesen las cataratas del cielo; que viniera de orilla á orilla aquel barranco de Torrente que desaguaba en la Albufera, alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas á la siega. Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría á él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver á su hijo royéndose los codos é implorando su protección.
Por fortuna para Tono, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años volvían á ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año á la ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.
En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre estaba triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese mayor, acompañaría á su padre á los campos, y la pobre mujer pasaba el día sola en la barraca.
Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si tuviese otros hijos!... Una hija era lo que con más fervor pedía á Dios. Pero la hija no venía; no podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba descompuesta; cosas de mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del Palmar, dejándola de modo que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado. Por esto parecía siempre enferma, con un color pálido, de papel mascado, no pudiendo permanecer mucho tiempo de pie sin quejarse, andando ciertos días como si se arrastrara, con quejidos que se sorbía entre lágrimas para no molestar á los hombres.
Tono ansiaba cumplir los deseos de su mujer. No le disgustaba una niña en la casa; serviría de ayuda á la enferma. Y los dos hicieron un viaje á la ciudad, trayendo de allá una niña de seis años, una bestezuela tímida, arisca y fea, que sacaron de la casa de expósitos. Se llamaba Visanteta; pero todos, para que no olvidase su origen, con esa crueldad inconsciente de la incultura popular, la llamaron la Borda.
El barquero refunfuñó indignado. ¡Una boca más!... El pequeño Tonet, que tenía diez años, encontró muy de su gusto aquella chiquilla para hacerla sufrir sus caprichos y exigencias de hijo mimado y único.
La Borda no encontró en la barraca otro cariño que el de aquella mujer enferma, cada vez más débil y dolorida. La infeliz se forjaba la ilusión de que tenía una hija, y por las tardes, haciéndola sentar en la puerta de la barraca, cara al sol, peinaba los rabillos rojos de su cabeza, bien untados de aceite.
Era como un perrillo vivaracho y obediente que alegraba la barraca con sus trotecitos, resignada á las fatigas, sumisa á todas las maldades de Tonet. Con un supremo esfuerzo de sus bracitos arrastraba un cántaro tan grande como ella, lleno de agua de la Dehesa, desde el canal hasta la casa. Corría al pueblo á todas horas cumpliendo los encargos de su nueva madre, y en la mesa comía con los ojos bajos, no atreviéndose á meter la cuchara hasta que todos estaban á mitad de la comida. El tío Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le inspiraba gran miedo. Por la noche, como los dos cuartos estaban ocupados, uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su abuelo, dormía junto al fogón, en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba á través de las lonas que la servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de aire que entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.
Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el pueblo y los hombres en la laguna ó en los campos, se sentaba ella con su madre á coser velas ó tejer redes á la puerta de la barraca. Las dos hablaban con las vecinas, en el gran silencio de la calle solitaria é irregular, cubierta de hierba, por entre la cual correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades extendiendo al sol sus dos mangas de húmeda blancura.
Tonet ya no iba á la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo, pasaban el día gangueando las tablas del abecedario ó entonando oraciones.
Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. Á su edad el tío Paloma podía comer de lo que pescaba, y había disparado sobre todas las clases de pájaros que existen en la Albufera.
El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por tierra y agua. Aprendió á manejar la percha, pasaba como una exhalación por los canales sobre uno de los barquitos pequeños del tío Paloma, y cuando llegaban cazadores de Valencia se agazapaba en la proa de la barca ó ayudaba á su abuelo á manejar la vela, saltando al ribazo en los pasos difíciles para agarrar la cuerda, remolcando la embarcación.
Después vino el amaestrarse en la caza. La escopeta del abuelo, un verdadero arcabuz, que por su estampido se distinguía de todas las armas de la Albufera, llegó á manejarla él con relativa facilidad. El tío Paloma cargaba fuerte, y los primeros tiros hicieron tambalearse al muchacho, faltando poco para que cayese de espaldas en el fondo de la barca. Poco á poco fué dominando á la vieja bestia y lograba abatir las fúlicas, con gran contento del abuelo.
Así se debía educar á los muchachos. Por su gusto, Tonet no comería otra cosa que lo que matase con la escopeta ó pescase con sus manos.
Pero al año de esta ruda educación, el tío Paloma notó una gran flojedad en su discípulo.