Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío Paloma. El viejo aún creía verle con el cabello alborotado y las anchas patillas, vestido con redingot gris y sombrero redondo, rodeado de hombres de uniformes vistosos que le cargaban las escopetas. El mariscal cazaba en la barca del padre del tío Paloma, y el chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración. Muchas veces reía del chapurrado lenguaje con que se expresaba el caudillo lamentando el atraso del país ó comentaba los sucesos de una guerra contra españoles é ingleses, de la que en el lago sólo se tenían vagas noticias.
Una vez fué con su padre á Valencia para regalar al duque de la Albufera una anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los recibió riendo, puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de oficiales que parecían satélites de su esplendor.
Cuando el tío Paloma fué hombre y, muerto su padre, se vió dueño de la barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera, sino bailíos, que la gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes señores de la ciudad que nunca venían al lago, dejando á los pescadores merodear en la Dehesa y cazar con entera libertad los pájaros que se criaban en los carrizales.
Aquellas fueron las épocas buenas, y cuando el tío Paloma las recordaba con su voz cascada de anciano en las tertulias de la taberna de Cañamèl, la gente joven se estremecía de entusiasmo. Se pescaba y cazaba al mismo tiempo, sin miedo á guardas ni multas. Al llegar la noche volvía la gente á casa con docenas de conejos cogidos con hurón en la Dehesa, y á más de esto, cestas de pescado y ristras de aves cazadas en los cañares. Todo era del rey, y el rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera pertenecía al Estado (¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y arrendatarios de la Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro ni recoger un haz de leña sin que al momento surgiese el guarda con la bandolera sobre el pecho y la carabina apuntada.
El tío Paloma había conservado las preeminencias de su padre. Era el primer barquero del lago, y no llegaba á la Albufera un personaje que no lo llevase él á través de las isletas de cañas mostrándole las curiosidades del agua y la tierra. Recordaba á Isabel II joven, llenando con sus anchas faldas toda la popa del engalanado barquito y moviendo su busto de buena moza á cada impulso de la percha del barquero. Reía la gente recordando su viaje por el lago con la emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de amazona, con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros que hábiles ojeadores hacían surgir á bandadas de los cañares con palos y gritos; y en el extremo opuesto, el tío Paloma, socarrón, malicioso, con la vieja escopeta entre las piernas, matando las aves que escapaban á la gran dama y avisándola en un castellano fantástico la presencia de los collvèrts: «¡Su Majestad... ojo! Por detrás le entra un collovierde.»
Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era insolente, con la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación que faltaba á su lengua la encontraba en su escopeta, arma venerable, llena de composturas, hasta el punto de no saberse qué quedaba en ella de la primitiva fabricación. El tío Paloma era un tirador prodigioso. Los embusteros del lago mentían á sus expensas, llegando á afirmar que una vez había muerto cuatro fúlicas de un tiro. Cuando quería halagar á un personaje mediano tirador, se colocaba tras él en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal precisión, que las dos detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas, se asombraba de su habilidad, mientras el barquero, á sus espaldas, movía el hocico maliciosamente.
Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo había conocido en una noche tempestuosa llevándolo en su barca á través del lago. Eran los tiempos de desgracia. Los miñones andaban cerca; el general iba disfrazado de obrero y huía de Valencia después de haber intentado sin éxito sublevar la guarnición. El tío Paloma lo condujo hasta el mar, y cuando volvió á verle, años después, era jefe del gobierno y el ídolo de la nación. Abandonando la vida política, escapaba de Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tío Paloma, audaz y familiarote después de la pasada aventura, le reñía como á un muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas: los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de... mentiras. ¿Y él era el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos?... Mira, mira y aprende.» Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin apuntar y una fúlica caía en el agua hecha una pelota.
Todas estas anécdotas daban al tío Paloma un prestigio inmenso entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer abrir la boca pidiendo algo á sus parroquianos!... Pero él siempre cazurro y malhablado; tratando á los personajes como camaradas de taberna; haciéndolos reir con sus insolencias en los momentos de mal humor ó con frases bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse amable.
Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era más dura y difícil, conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba á las gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran labradores, y para él esta palabra significaba el mayor insulto.
Enorgullecíase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando por los ribazos. No pisaba voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para disparar unos cuantos escopetazos á los conejos, huyendo á la aproximación de los guardas, y por su gusto hubiese comido y dormido dentro de la barca, que era para él lo que el caparazón de un animal acuático. Los instintos de las primitivas razas lacustres revivían en el viejo.
Para ser feliz sólo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago ó un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en un cañar. Pero su padre se había empeñado en casarlo. No quería ver abandonada aquella barraca, que era obra suya, y el bohemio de las aguas vióse forzado á vivir en sociedad con sus semejantes, á dormir bajo una techumbre de paja, á pagar su parte para el mantenimiento del cura y á obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza—según decía él—, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.
De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto á él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana todos los viernes, llevándolo á un horno de cúpula redonda y blanca, semejante á un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la isla.
Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero menos uno, todos habían muerto oportunamente. Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas. Unos habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos á la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fué por agarrarse tenazmente á la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y chupando en los pechos flácidos de su madre la escasa substancia de un cuerpo eternamente enfermo.
El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas é indispensables. Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se aumentaban las familias en la miseria, y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos á otros.
Murió la mujer del tío Paloma