Era una chica inteligente.
Se colocó en una silla cercana a la ocupada por Guglielmo, apoyando su mano sobre la de él, todavía acomodada sobre las finísimas páginas del libro, que parecía que lo había salvado del precipicio de la desesperación de no poder encontrar nada que saciase sus ansias de saber, de conocer los sentimientos, las conmociones y las frustraciones que habían angustiado la existencia de los hombres que habían vivido en el Año Mil.
«¡Creía que habías desaparecido en las fauces de algún dragón escupe fuego!» una risa cristalina salió de los labios de la muchacha. «He pasado por tu casa y tu madre me ha dicho que esta mañana ni te han sentido salir y yo he pensado que seguramente en tus sueños habías tenido una idea genial para tu tesina. ¿Y qué lugar mejor para Guglielmo si no una biblioteca para sacar partido a todas tus energías matutinas?»
Gemma se había acercado a Guglielmo peligrosamente, era consciente de ello, al que había comenzado a conocer desde hacía algún tiempo. Estando tan cerca arriesgaba mucho… Pero quizás era aquello lo que deseaba, un enfrentamiento amoroso a primera hora de la mañana, entre las estanterías de la biblioteca…
Estaba cambiando.
Gemma se daba cuenta de la metamorfosis que lentamente la estaba llevando desde su forma de crisálida hasta liberar en el aire las espléndidas alas de mariposa.
Comenzaba a tener pensamientos extraños, deseos que jamás había advertido antes de ahora.
Y todo sucedía a causa de Guglielmo.
La vio asomarse desde la posición que ocupaba, hacia él, con un movimiento fluido, sensual. Durante unos segundos se miraron a los ojos, distantes sólo unos pocos centímetros, tanto que podían advertir el hálito cálido de sus respiraciones sobre la piel del rostro, luego las pestañas de Gemma ocultaron la luz de sus ojos, su rostro se inclinó de manera imperceptible, su nariz rozó la de Guglielmo, y un instante después sus labios se unieron.
Siempre ocurría de la misma manera.
La magia envolvía esos momentos con una niebla finísima e impenetrable, un impulso incontrolable envolvía como humeante espiral la mente de Guglielmo, confundiéndole con susurros jamás escuchados, conduciéndolo a lugares que sólo su fantasía podía contener.
«¿Has encontrado algo sobre estos milenaristas atemorizados por el fin del mundo?»
«Sí, Gemma, he encontrado algo, aunque muy vaga e infinitamente pequeña con respecto a lo que esperaba hallar, pero es un principio, de todas formas. El misterio que envuelve estos hechos es innatural, no me convence. Quizás hay algo más de lo que fue escrito, hace decenas, cientos de años, algo que nadie debía conocer jamás. Quién sabe si yo podré alcanzar esa meta…»
La mirada de Guglielmo estaba perdida en la nada, como si desde un agujero en la atmósfera pudiese conseguir ver las cosas que a ningún mortal le estaba permitido ver.
«Tu madre me ha dicho que ayer por la noche has tenido un enfrentamiento con tu padre, estaba un poco molesta, y no puedo no darle la razón… ¿no podrías por lo menos intentar…?»
«Venga. Gemma, sabes perfectamente cómo están las cosas. No depende de mí. Ayer por la noche estaba en el salón consultando algunos libros que había cogido en la biblioteca, y él ha comenzado a decir que no debería perder tanto tiempo con los libros, la vida es otra cosa… como si él lo supiese realmente… Gemma, no quiero que él me modele a imagen y semejanza de sus antepasados, soldados profesionales, eslabón de una tradición inviolable. Quiero a mi familia, pero no quiero sentir su presencia como una soga alrededor del cuello, no quiero a cada pequeño movimiento sentirme ahogado, no quiero que ellos decidan por mí. Claro que mis padres me han traído al mundo, me han educado, son ellos los que han conseguido convertirme en lo que soy, pero no quiero que me pasen por encima en las decisiones que atañen a mi futuro. ¿Consigues entenderme?»
Gemma lo miraba con una sonrisa dulce y comprensiva. No le gustaba que él sufriese de esa manera, pero sentía que no podía ayudarle porque sabía que los asuntos de familia eran eso, asuntos de familia.
Después de haber formulado mentalmente aquel pensamiento, sin decir una palabra, la muchacha volvió a la realidad mirando su reloj de pulsera. Eran las diez y tres cuartos y su lección de Historia de las Civilizaciones comenzaría en un cuarto de hora. Así que se levantó de la silla y colocó en sus hombros las asas de una mochila negra, de la que no se separaba jamás:
«Guli, me debo despedir, ¡porras!, si no me doy prisa llegó tarde a clase. Nos vemos esta noche.»
Un beso rápido sobre la frente de Guglielmo, luego desapareció entre las estanterías de libros, casi engullida por todo aquel papel.
Cuatro
Guglielmo continuaba con la lectura de aquel librito del que, después de una búsqueda minuciosa, también había conseguido recuperar la cubierta que le había descubierto el nombre del autor. Aquellas páginas que habían comenzado a dar gran parte de las respuestas que buscaba eran de un tal Duby y se llamaban El Año Mil.
Había cogido aquel pequeño volumen de la biblioteca, bajo la curiosa mirada del conserje, para llevárselo a casa y leer en paz lo que le quedaba por analizar.
Eran las tantas de la noche y él, tendido en la cama, con el libro apoyado sobre el pecho, ávido, recorría las palabras en las páginas buscando algo que todavía desconocía.
[…] de la era feudal, queda una sola crónica que habla del Año Mil como un año trágico: la de Sigerberto de Germbloux. Se vivieron en esos días muchos prodigios, un espantoso terremoto, un cometa con su cola resplandeciente; la luz vívida e intensa inundó hasta el interior de las casas y en el cielo, que pareció cortarse, dibujó la imagen de una serpiente. […] Muchos al verlo creyeron que era el anuncio del último día.
[…] en los Annali di Saint”Benoit”sur”Loire una noticia tan importante sobre el año 1003, que se destacó por inundaciones insólitas, un milagro, el nacimiento de un monstruo que los padres ahogaron; pero el sitio del año 1000 de la encarnación quedó vacío.
Más adelante encontró una referencia, pocas líneas, que atrajeron su atención de manera particular. Abbone, abad de Saint- Benoit-su-Loire dejó por escrito un recuerdo de su juventud:
[…] a propósito del fin del mundo, escuché predicar al pueblo en una iglesia de París que el Anticristo vendría al final del Año Mil y que el juicio universal vendría a continuación.
Leía esas palabras mientras su mente divagaba, llegando hasta el almacén de la memoria donde encontró el recuerdo de un hecho de algunos años antes.
En el año mil novecientos noventa y siete un cometa, llamado Hale”Bopp, había llegado a ser visible en todas partes con el equinoccio de primavera. Un extraño evento se produjo debido a su permanencia en el cielo: una treintena de adeptos de una secta religiosa de la California meridional, expertos en cibernética, pusieron en marcha un suicidio colectivo, con la convicción de que con la muerte podrían alcanzar una astronave alienígena que viajaba en la cola del cometa para llegar a un estadio más allá de lo humano. En un video clip que habían realizado durante el suicidio afirmaban que se sentían unos elegidos, unos afortunados, admitidos para gozar de la liberación de las miserias humanas.
En el mismo año una serie de calamidades había flagelado, aquí y allá, a las pobres ánimas del globo terrestre sin una lógica: terremotos, fuertes vientos, lluvias torrenciales, trombas de agua. Parecía que la historia se repetía.
En otro escrito, del que había fotocopiado sólo algunas páginas, Jules Michelet contaba el mismo fin del mundo por parte de los oprimidos como una liberación de las penas que los atormentaban.
El prisionero esperaba en el negro torreón, en la celda sepulcral; el siervo esperaba en su surco, a la sombra de la odiosa torre; el monje esperaba, entre la abstinencia del convento, entre