Observaba despreocupado los cuerpos envueltos en adherentes chándales de colores llamativos.
Ávido investigaba los cuerpos y las almas en contraluz de aquellas muchachas, seguía sus movimientos, las expresiones de los rostros, los cabellos que flotaban en el aire, por millones, los innumerables fragmentos de vida que nunca conocería.
En el banco de al lado, mientras tanto, ocupó el puesto uno de sus compañeros de universidad con el que, a menudo, se encontraba también en el gimnasio: Claudio.
« ¿Qué haces? Siempre babeando detrás del sexo opuesto, ¿eh? »
Ante aquellas palabras Claudio había fijado la mirada en una muchacha flexible que rellenaba perfectamente unos leotardos de color verde agua.
«Bueno, ¡te tengo que dar la razón! Aunque yo no crea en Dios, en ciertos momentos debo admitir que debe existir algo realmente bueno y misericordioso para dar vida a criaturas tan hermosas…»
Claudio era un muchacho muy susceptible a la fascinación femenina.
Mientras continuaba levantando pesas por encima de la cabeza, Guglielmo miraba a un grupo de cinco muchachas que hablaban entre ellas, gesticulando ligeramente.
«Sabes. Cuando era pequeño me gustaba mucho estar en la habitación donde mi madre recibía a sus amigas. Me gustaba la manera en que ellas, olvidándose de mi presencia, hablaban libremente sobre hombres, sin pudor, sin tapujos; hablaban de lo fácil que era predecirles y engatusarles. Estaba totalmente fascinado por esas conversaciones y todas las veces me prometía no convertirme, al crecer, en un hombre como los de sus charlas. Me sentía casi obligado a no desilusionar a las mujeres debido a que me habían permitido conocerlas desde dentro. Luego he aprendido que a una mujer le gusta un hombre también por todas las cosas que no consigue entender, incluso por los puntos de incomunicación, también porque estamos aquí mirándolas como si fuesen dulces en el escaparate de una pastelería, con la boca que se nos hace agua.»
«Tú, Guglielmo, ¿eres tan sentimental y filosófico que me quieres hacer creer que observas a estas bellezas sólo con ojo clínico, para enriquecer tu conocimiento del universo femenino? »
Claudio se esforzaba por mantener una expresión seria: para él era difícil, si no imposible, concebir un interés distinto del sexual por una mujer. Una risotada aclaró de nuevo a Guglielmo la opinión que tenía Claudio sobre el tema.
«Siempre el mismo: tú venderías tu alma para trabajar de ginecólogo, sólo para… a mí, de las mujeres me gusta todo, también la cabeza, sus pensamientos, y me gusta, sobre todo, no desilusionarlas, me gusta darles lo que desean de mí. »
Guglielmo era un joven con grandes esperanzas: alto, los cabellos oscuros ligeramente ondulados, la tez dorada, las piernas torneadas y largas sostenían un físico delgado, pero no esquelético. Tenía los dedos largos y armoniosos que terminaban con una uñas lisas y grandes como almendras peladas.
Una vez en un mercadillo una gitana le había leído la mano y se había quedado fascinada por esta característica suya, confiándole que las uñas tan grandes se desarrollan en sujetos que había tenido que luchar con la vida y contra la muerte.
Guglielmo no le había dado mucha importancia a la charla de una mujer habituada a inventar historias para vivir. En su memoria no había ningún rastro de ninguna lucha por la supervivencia. Aquella gitana, sin embargo, se había despedido de él con una afirmación que recordaba perfectamente: Nadie recuerda ciertos sufrimientos; se deslizan silenciosamente en la sangre, en caso contrario todos estaríais destinados a la locura o a la condenación…
Dos
Angelica era una mujer apacible.
Su carácter resaltaba sin menoscabo de su aspecto físico: delgada, casi grácil, las manos delicadas, las uñas rosadas, pequeñas y perfectas como minúsculos pétalos de rosa, observaba el mundo con los ojos azul cielo y un alma limpia.
A menudo su edad resultaba indescifrable, un secreto escondido y cambiante: durante un instante parecía una joven e indefensa cervatilla que se asomaba por primera vez a la vida con paso incierto, poco después aparecía la alta columna de un templo antiguo y con historia, irresistible, estable, con la memoria milenaria de los hechos de los que había sido mudo testigo.
Ella y su marido Filiberto vivían en una magnífica casa llena de molduras, de cuadros de colores sombríos, de cortinas pesadas y drapeadas, de adornos que habrían podido contar por si solos la historia de casi todos sus antepasados.
Su existencia era tranquila, casi fuera de lo común.
Angelica amaba a su marido y él, aunque era poco propenso a dejar traslucir sus sentimientos, intentaba apoyarla en todos sus caprichos, en todas sus necesidades.
Filiberto había demostrado el amor que lo ligaba a su mujer en distintas ocasiones pero aquella que ella había apreciado más se remontaba a veinte años antes.
Era una noche oscura con una luna pavorosamente grande, cuando a su puerta llamó una mujer embarazada con la mirada aterrorizada. Llevaba entre las manos un paquete andrajoso del que provenían unos gemidos.
«Haceos cargo de este pequeño, su madre… no puede… lo ha abandonado… ha muerto y yo no tengo ya fuerzas para llamar a otra puerta, dentro de poco tendré que traer al mundo a mi hijo… alguien os lo agradecerá. Su nombre es Guglielmo. Sólo os pido una cosa: no contéis jamás a nadie esto… jamás.»
Angelica no había conseguido nunca terminar un embarazo: parecía que su físico rechazaba llevar el peso de una nueva vida. Aquella extraña visita, en esa extraña noche, había sido para ella como un mensaje divino escrito con letras de fuego en el cielo.
Con la llegada del pequeño Guglielmo, Angelica había comprendido que había llegado la hora de poner fin a una serie de fallidos intentos de engendrar un niño. Se sentía tan dañada de cuerpo como de mente… Seguramente, pensó ella, Guglielmo había sido un premio, un bombón, un calmante para sobrevivir al dolor que la percepción de su deficiente predisposición a concebir hijos le causaría.
Angelica cogió de los brazos de aquella desconocida a aquel pequeño, sin decir una palabra, sin saber nada de lo que había ocurrido nueve meses antes, ni aquella noche. La desconocida se fue, con un andar fatigado por el peso de la vida que custodiaba, en la noche que casi la envolvía furtivamente, con sus manos enguantadas, sin hacer ruido. Antes de desaparecer por completo engullida por las tinieblas fue sacudida por una violenta contracción que la obligó a echarse a tierra. Buscó con la mirada la puerta todavía abierta de la que salía una luz tenue que perfilaba con claridad la figura de la mujer con el largo camisón con el niño, todavía envuelto en los trapos que lo habían visto nacer, estrechado entre los brazos, y de aquel hombre de espesos y oscuros bigotes que estaba a su lado con la mirada recelosa.
Angelica suplicó a su marido que ayudase a la mujer, acompañándola al hospital. El hombre la recogió de la carretera y con indiferencia la condujo hasta el coche para luego dejarla en el hospital. Filiberto había advertido algo extraño en la mujer que se había presentado ante su puerta con aquel bebé, pero su mujer lo había mirado fijamente, con una mirada tan suplicante que no había podido negarle la felicidad de cuidar un niño.
Desde aquella noche no supieron nada más de ella. Obedeciendo al deseo de la mujer habían contado a todos la adopción del niño llevada a cabo debido al interés de amigos muy influyentes.
Filiberto, alto oficial del ejército, esquivo, seguidor de las normas, de todas las normas de este mundo, con dos bigotes afilados que le separaban los labios finos de la nariz puntiaguda, había vivido con el hijo, desde sus primeros años, una relación hecha de silencios.
A él le hubiera gustado un recluta al que adiestrar, quizás porque no conocía otra manera de comunicarse con sus semejantes, Guglielmo, en cambio, con su carácter fuera de lo normal, a veces un poco rebelde,