“Agnese, son tiempos oscuros. Tienes que tener cuidado.”
Agnese sonreía y Pietro lograba percibir su pureza.
Atada, crucificada, retenía con fuerza su dignidad. No había hecho confesión falsa alguna para evitar las torturas. Era su Agnese, la criatura salvaje de cabello largo y negro hasta la cintura que bailaba en el páramo, con la compañía del viento. Una belleza que había perturbado a varios paisanos. Algunos eran más ricos que otros, y estaban acostumbrados a obtener lo que querían. Agnese no era de esta tierra. Pietro siempre lo había sabido.
‹‹Tenga misericordia, padre. Permítame irme con mis hijos. Ya han sufrido lo suficiente. Dios ha sido testigo.››
No muy lejos aguardaba un carro en el que Pietro había cargado sus pertenencias. Quería irse lejos y asegurarse de que sus hijos tuvieran una vida sin escarnios ni maldad. De quedarse allí, habrían sido marcados de por vida como los hijos de la bruja.
‹‹No.›› el sacerdote miró al niño. ‹‹Tu hijo aún no ha entendido la impiedad de su madre. Si así fuera, su rostro estaría bañado en lágrimas.››
Los ojos de Giacomo estaban secos. Miraba hacia adelante sin pestañear, con sus labios apretados.
‹‹ Está conmocionado.›› Pietro tomó con fuerza la mano de la pequeña Adele para tratar de tranquilizarla. Había comenzado a llorar ni bien habían llegado a la plaza central, y se había aferrado a él como un náufrago a un barco. Había cumplido cuatro años hacía poco. Con el tiempo, los recuerdos se desvanecerían y le dejarían sonreír ante la vida. Giacomo era diferente. Tenía ocho años, y aunque no de la misma manera, había heredado el don de Agnese. Él, sabía. Él, era. Al contrario de la madre, no confiaba en Dios ni en la humanidad.
Pietro extendió su mano sobre el hombro de su hijo. Giacomo se puso rígido. Su padre temía que se separara de él, pero el niño no dio muestras de querer alejarse. Bajó la mirada, mientras cerraba los puños. Pietro volvió a suplicar. ‹‹Se lo ruego.››
Uno de los padres inquisidores encendió la pira y las llamas comenzaron a devorar la figura indefensa. El olor a carne quemada espesó el aire, lo que hizo que varias comadres que habían llevado a sus hijos a ver el espectáculo huyeran. Agnese no gritó. Levantó la vista y extendió sus labios heridos, simulando una sonrisa. Pietro estaba feliz de haber distraído la atención del sacerdote de Giacomo. El niño respiró hondo y sintió el hedor para guardar cada detalle en su mente. Carne podrida cocinada en la hoguera. Sus ojos color esmeralda eran fríos como el hielo. La pira no solo lo estaba privando de su madre, sino también de su alma.
‹‹Váyanse›› el sacerdote les hizo un gesto de desprecio. ‹‹Ahora todo está hecho. Cuéntales a tus hijos lo que pasó para que no lo olviden.››
‹‹Gracias, padre.›› Pietro se inclinó en señal de agradecimiento.
Antes de darle la espalda a la hoguera, buscó la mirada de Agnese por última vez. Buscó sus hermosos ojos. Movió los labios sin emitir sonido alguno. “Sin piedad de ellos.”
Giacomo levantó la cabeza de repente y abrió sus ojos, sorprendido. Solo él había visto.
Pietro tomó con firmeza a sus dos hijos y los obligó a seguirlo hasta el carro. ‹‹Tenemos que alejarnos rápidamente.››
‹‹Pero… Mamá…›› Adele apenas lloriqueó.
‹‹Mamá tuvo que partir para un largo viaje.›› Pietro se inclinó para levantarla en sus brazos. ‹‹Dios le ha encomendado una tarea.››
‹‹¿Dios?›› Giacomo no pudo contener su ira. Intentó liberarse de las manos de su padre. ‹‹Es Suya, la culpa.››
‹‹No digas tonterías.›› Pietro lo arrastró por la fuerza. ‹‹No es Dios quien ha decidido. Respeta a tu madre, no menosprecies su devoción.››
Giacomo se dejó subir al carro, privo de toda fuerza. ‹‹Ella es…››
‹‹¡Lo Sé!›› El grito de Pietro hizo estremecer a ambos niños. ‹‹Lo Sé.›› Lo repitió de nuevo susurrando. Siempre lo había sabido
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