Dalain se detuvo. «¿Por qué me quieres? Soy completamente inútil.»
El muchacho sabía que había tomado ese rumor de los labios de muchos, sirvientes y parientes. Su fragilidad llevaba a muchos a ignorar que la mente estaba lista para hacer propio cualquier murmullo. Esa expresión lo hacía parecerse más a él de lo que hubiera deseado. Sus rasgos, sus colores, no eran tan diferentes. Ambos tenían tez y cabellos claros; ambos con rasgos faciales alargados y una nariz delgada.
«Porque admiro tu coraje. Luchas por tu vida desde tu primer aliento. No sé si podría soportar el peso que te oprime. Es fácil ser fuerte cuando no tienes nada que temer. No eres inútil. Jamás te igualaré en intelecto. Los Henders han puesto sus ojos en ti desde hace mucho tiempo.»
Se dio la vuelta y se arrodilló en el suelo. Esperó.
«¿Quieres… que suba a tu espalda?» Se acercó algunos pasos para intimidarlo.
Nephelim asintió, mientras lo miraba por encima del hombro. «Sabes cómo hacerlo, no es diferente a cuando subimos las escaleras. Agárrate fuerte.»
Dalain rodeó su cuello con sus brazos y cuando lo levantó del suelo sintió que podía tocar el cielo con un dedo. Colgó sus piernas en las caderas del muchacho con toda la fuerza que tenía y dejó que las rodeara con sus brazos. Estaba acostumbrado a que él lo llevara cuando le faltaba el aliento, tanto como para impedirle caminar.
Sentía la seguridad de Nephelim a través del movimiento suave de los músculos de su espalda contra su delgado pecho. Enderezó su cabeza para observar la pradera, y cuando comenzó a correr, una sonrisa espontánea alargó sus labios.
Mientras las largas piernas de su primo dividían el mar de hierba frente a ellos, sabía que había fingido que no le daba importancia a juegos como ese. Se había encerrado en su habitación y quedado aislado de cualquier ruido del patio, y dejó que su mente corriera y luchara por él.
Llegaron al establo rápidamente pasando al grupo de niños que se habían reunido allí. Algunos les señalaron a sus compañeros, sorprendidos.
Dalain sintió que su corazón latía más rápido: emoción.
Nephelim estaba acostumbrado a correr tramos largos. Su paso se volvió regular. Podía transmitirle la fuerza de los músculos en movimiento. Le pareció que también los suyos respondían algo y se movían al unísono. Las sensaciones que lo envolvieron no se comparaban con las que creaba su imaginación.
Se dio cuenta de que reía solo cuando su propia voz llegó a sus oídos con un grito eufórico.
Nephelim decidió regresar en el camino a casa tan pronto como lo escuchó recuperar el aliento de la carcajada que lo había envuelto. Aunque Dalain respondía bien a los medicamentos en ese momento, no quería bajar la guardia. Sabía que se había ganado un tirón de orejas de Alissa y no quería poner en peligro la salud del niño.
Encontró a la niñera en el umbral de la mansión, con los brazos cruzados. Uno de los hijos debió de haberle dicho que los había visto pasar corriendo por el establo.
La mujer revisó el rostro enrojecido del niño que iba a caballito, mientras cerraba los ojos como una bruja. Lo tomó en sus brazos, sin darle tiempo a Nephelim para objetar, y lo aferró a ella como una gallina furiosa. «¡Espero que sepas lo que estás haciendo, sabiondo!»
Era la única que lo llamaba así, la única a quien se lo habría permitido. «Está bien, ¿no ves lo feliz que está?»
Alissa miró a Dalain en forma crítica. Parecía borracho. Seguía riéndose, mientras se agarraba del cuello. Lo miró furiosa al mayor. «¡Con todo el dinero que gastas para conseguirle medicinas dignas de un Rey, deberías tratarlo como un jarrón de cristal!» Volvió a concentrarse en el niño, mirándole a la cara. «Está todo sudado… necesita un baño caliente. Hazte útil y pídele a Glinee que traiga un par de cubos a su habitación».
Nephelim le hizo una media reverencia. «A sus órdenes, mi señora».
Una estrepitosa carcajada, similar a la lluvia en primavera. Sutil, intensa. Magia.
Mar índigo, acariciado por nubes de espuma blanca.
El Ojo de Zephirot brillaba desde hacía treinta años. Brillaba como la primera estrella de la mañana. La magia había vuelto a cruzar las fronteras de las Tierras del Oeste.
Los Henders habían reforzado sus filas al consagrar nuevos Lectores y Paladines. Sus símbolos, vara y espada, habían sido forjados en el mismo fuego, bendecidos por Dios en el momento en que eran acoplados al cristal precioso, el Ojo, en el momento de la investidura.
Nephelim había escupido sangre, sometido por el dolor del desprendimiento en la parte más oscura de su alma. Era lo que deseaba para sí mismo desde que tenía uso de razón. El nacimiento de Dalain solo había fortalecido su propósito.
Le resultaba extraño que su pueblo luchara contra la magia usándola.
Un paladín le debía su alma a su protegido. Acompañaba sus pasos donde se requería su intervención.
El Lector de Almas veía más allá de las apariencias. Su mente poseía la agudeza necesaria para desenmarañar los peores enredos. Podía distinguir toda emoción, inflexión, y llegar a las verdades más profundas.
Nephelim se preparó para una nueva espera. Deseaba no tener que presidir el interrogatorio de una pobre mujer, acusada de brujería por haber servido un té de hierbas curativo al Siniscalco. Había sucedido muchas veces. Demasiadas.
Las sonrisas nerviosas de los lacayos le hicieron temer que el lector llegaría tarde, y estos apartaban la vista de él por temor a algún reproche.
Se alegró de ver a su compañero bajar los escalones del Templo.
«Bosque de los Susurros».
Se acercó a él, dejando en claro que la ayuda de los demás no era bienvenida. Dalain seguía siendo liviano, por lo que no le costaba ningún esfuerzo ayudarle a levantarse de los estribos.
Recibió su moteado y se montó en la silla de, mientras dirigía miraba por última vez a los mozos. No se molestó en despedirse mientras dirigía su cabalgadura hacia Porta Grande.
«Siempre eres antipático.» Dalain lo alcanzó, y arrugó la nariz de la misma forma que cuando era niño. Una expresión que indicaba reprobación y diversión al mismo tiempo.
«No estoy entrenado para exigir bondad.» Esperó a que llegara a su lado.
El Lector sonrió. Sabía el origen del mal humor de su primo. No estaba feliz de escoltarlo fuera de los límites de la capital. Nephelim hubiera preferido tenerlo encerrado en una caja de cristal.
Mantuvo su mirada de curiosidad. «Una bruja. Es lo que dicen las comadres de los Condados Centrales.»
«¿Ya tienes una opinión?»
«Los informes de los Sacerdotes de la zona confirman las sospechas. Muchos aldeanos desaparecen de la nada sin dejar rastro. Otros muestran un comportamiento violento atípico.»
Nephelim frunció el ceño, en señal de espera.
«Una Maldana. No es la bruja que buscan los Henders.»
El Paladín asintió, y se guardó sus pensamientos para sí mismo.
Encontraron a la bruja en una casucha de madera, que en otros tiempos había sido la cabaña de caza del Señor del Condado, en medio del Bosque de los Susurros. Ataron los caballos a un árbol no muy lejano. Habían comenzado a exaltarse tan pronto como se adentraron en el bosque.
Dalain había decidido esperar hasta la mañana para entrar en la bruma que envolvía el lugar.
Nephelim observó cuidadosamente los árboles desnudos y delgados. Árboles torcidos. El tronco crecía curvo y formaba una onda que se elevaba directamente desde el suelo hacia el cielo blanquecino. Podía sentir la magia, aunque no tuviera ese talento.
Los esperaba inmóvil frente