Lo siento por la bella y tenaz Ana de Bretaña, pero el arranque de la historia se desplaza a un comerciante próspero del siglo XVII, Gratien Libault, quien llegó a ser alcalde de Nantes en 1671 [03, 001]. Su iniciativa de establecer un intercambio con las Antillas, en 1639, lo habría comenzado todo. Para el momento en que el patriciado de la ciudad lo llevó a la primera magistratura, el que Peter Kriedte, Carlo Cipolla y otros historiadores de la economía han llamado “el comercio triangular” ya estaba en auge, en buena parte gracias a la visión perspicaz de los negocios que había tenido don Gratien. Los armadores nanteses fletaban flotas al golfo de Guinea, cargadas de telas de algodón de bellos colores, armas de fuego, pólvora y metales en rama (cobre, bronce, hierro). Entregaban esos embarques a los príncipes africanos de las costas a cambio de cautivos capturados en el interior de Gambia, Senegal, Sierra Leona, Costa de Marfil, Ghana, Togo, Benín, Nigeria y, más hacia el sur, el Congo y Angola. Es probable que los bronces de Benín, que tanto admiramos en los museos, sobre todo los fundidos a comienzos del siglo XVIII durante la llamada Segunda Edad de Oro de esa actividad artística, hayan utilizado como material los metales europeos canjeados por seres humanos. ¿Citamos por enésima ocasión las tesis de la historia de Benjamin? Sólo ahora he sabido, gracias a la profesora Gualdé, que el comercio triangular era, en rigor de verdad, cuadrangular, porque buena parte de los barcos nanteses hacían un giro inmenso que los conducía a la India donde, a cambio de plata y oro, adquirían telas de algodón para llevar y vender en África. Nantes fue el centro de despacho de las mercancías controladas por la Compañía Francesa de las Indias Orientales de 1665 a 1733. Krystel calcula que el 50% de los calicós exportados a Guinea procedían de talleres nanteses y el otro 50% de talleres indios. La región del bajo Loira se beneficiaba con un permiso especial del rey para producir tal tipo de telas, estrictamente prohibido en el resto de Francia hasta 1759. Su Majestad y los ministros, Colbert para empezar, eran conscientes de que el proteccionismo debía descartarse cuando estaba en juego el comercio muy lucrativo que giraba en torno de la trata. Una sala del museo exhibe los horrores de la prisión y traslado de esclavos a las plantaciones americanas, último vértice del intercambio tri o cuadrangular, donde los barcos de Nantes se llenaban con los productos de la producción rural de gran escala en los trópicos –azúcar, café, tabaco–, por los que había comenzado a delirar la burguesía europea. Diría que casi clama al cielo el retrato del señor de Roulhac, hecho por Negrini en 1757, en el que el armador, despreocupado y ajeno a las miserias del mundo, toma café en vajilla de porcelana china a la par que alimenta a su perrito con un terrón de azúcar [03, 002-003]. Entre los testimonios del espanto, se ve, por supuesto, el gráfico de cómo eran transportados centenares de africanos en las cubiertas de las naves (las imágenes fueron encargadas y circularon por la acción de los grupos abolicionistas a partir de 1750, pero los inventarios de la “mercancía”, realizados por los patrones de los navíos, refrendan la información de los abolicionistas: no hubo exageración alguna ni propaganda manipulada) [03, 004]. Sin embargo, el objeto más impresionante es una de las argollas metálicas, con salientes en el interior, que se colocaban en los cuellos de los esclavos. Está allí, colgada de una pared a la altura de nuestras manos y se exhorta al público a tocarla, todo cuanto nos sea posible [03, 005]. Al pasar por el recinto donde se exhiben los exotismos de Oriente (un biombo enorme y una figura quimérica de China, porcelanas, sedas) [03, 006] y el refinamiento de otros muebles y objetos que adornaban las viviendas de los armadores, Krystel nos llamó la atención sobre un cuadro extrañísimo, cargado de dobles sentidos y ambigüedades, de autor anónimo [03, 007]. Presenta a una joven muy bella y delicada, vestida a la manera de una Diana cazadora, quien aprieta contra su regazo a un negro adolescente, mientras blande una aguja larga con la cual se dispone a horadar la oreja del muchacho para colocarle la créole, el colgante que habría de delatar su condición, como si no hubiesen bastado el color de la piel y la librea del torturado. Krystel nos hizo notar que la postura de la mano izquierda de la propietaria “a la Diana” reproduce un gesto erótico muy difundido en la pintura francesa desde que un doble retrato, realizado por un artista de la Escuela de Fontainebleau alrededor de 1594, exhibió a la duquesa de Villiers en el acto de tocar con el mismo ademán un pezón de su hermana, Gabrielle d’Estrées, representada a su lado. Se piensa que hay en el gesto una alusión al embarazo de Gabrielle, o al parto de un hijo suyo, César de Vendôme, bastardo del rey Enrique IV. ¿Por qué semejante alegoría aparece en el cuadro dieciochesco de la joven y su esclavo? La profesora Gualdé no arriesgó ninguna hipótesis. Yo tampoco me animo, par pudeur.
El recorrido de la muestra, dedicado a los tiempos de la Revolución en la ciudad, también resultó conmovedor. Por un lado, imágenes dramáticas, compuestas en tiempos de la Restauración y de la Monarquía de Julio, sobre el Terror en Nantes: 1. La escena de una de las noyades de contrarrevolucionarios presuntos en el Loira, organizadas por el enviado especial de la Convención, Jean-Baptiste Carrier, durante el invierno feroz de 1793-94. Es que la proximidad entre Nantes y el territorio sublevado de la Vendée hacía necesario acelerar la eliminación de los enemigos de la libertad y, para eso, la guillotina no alcanzaba [03, 008]. 2. Una tela grande, pintada por Auguste-Hyacinthe Debay en 1838, donde aparece el momento de la ejecución de las hermanas La Métairie en la guillotina por orden de Carrier. Eran Olympe, Claire, Marguerite y Gabrielle, de 17, 28, 29 y 31 años de edad. Retórica de gran estilo [03, 009]. Con métodos así de convincentes, la burguesía nantesa adoptó, fervorosa y entusiasta, la causa republicana y vistió a uno de sus esclavos con la vestimenta tricolor. El muchacho luce contento a pesar de que exhibe sus créoles y la argolla del cautiverio en torno al cuello [03, 010]. Los diputados nanteses acudieron a la Convención que, el 4 de febrero de 1794, ya había abolido la esclavitud en todos los territorios de Francia, incluidas las Antillas, pero viajaron a París para decir ante la asamblea que toda Nantes y su región se hundirían en el marasmo económico de aplicarse el decreto de supresión. Las autoridades hubieron de hacer la vista gorda, sin duda, porque la trata no se detuvo. Napoleón la legalizó al reimplantar la esclavitud en las colonias, el 20 de mayo de 1802. Y así continuó la prosperidad nantesa hasta que el rey Luis Felipe prohibió la trata en 1831 y amenazó a los armadores con multas importantes o prisión. Los viejos comerciantes buscaron paliar la crisis mediante la caza de las ballenas, pero el negocio no anduvo bien. Falta de experiencia concreta y demasiada competencia: de todos modos, Louis-Ambroise Garneray pintó dos cuadros de escenas de la devastación que, no contentos con la ya provocada en la humanidad del África, aquellos caballeros aspiraban a llevar a la fauna de los océanos [03, 011-012]. De la esclavitud a la destrucción ambiental, un atajo del capitalismo demasiado prematuro. Al fin de cuentas, las relaciones comerciales con las Antillas no se diluyeron e hicieron posible que continuase la importación francesa del azúcar y el café a través de Nantes, con lo cual el desarrollo de la ciudad retomó fuerzas merced al auge de la industria alimenticia azucarera. Los astilleros tampoco se detuvieron y así se afianzó la industria naval y metalúrgica que llegó a altas cotas de productividad en el año 1900. Ahora bien, hasta hace muy poco, la revisión del pasado esclavista que el museo ha planteado atravesó grandes resistencias. La valentía de la investigación histórica y de la museología actuales ha quebrado el rechazo de muchos nanteses a examinar sin vendas la verdad del origen de sus riquezas de antaño y hogaño. Aún en 1989, el alcalde de la ciudad se negó a participar en el viaje simbólico por mar, hasta los territorios africanos de antiguos esclavos, que el gobierno socialista de Francia organizó bajo la insignia “Los anillos de la memoria” (los “anillos” eran las gorgueras metálicas que mencioné). Olvidé un objeto, aislado como esas argollas, que observé al pasar por un recinto apretado donde sólo él se encontraba: un Código Negro