En el camino hacia el castillo de los duques, donde nos atendería el director del Museo Histórico de Nantes que allí funciona, departí con el joven senegalés Mor Ndao y también lo exprimí cuanto pude. El fresco que había comenzado a levantarse en Nantes desencadenó sus comentarios acerca del clima de Senegal. Me explicó, con la claridad y el saber de un buen meteorólogo (aun cuando Mor es, más bien, un historiador de nota), que hay un monzón cálido y húmedo, que sopla desde la isla de Santa Elena y, en los meses del verano, de junio a agosto, descarga grandes lluvias a lo largo del país. Otoño e invierno, en cambio, son frescos y, si bien llueve algunas veces bajo la influencia de los alisios llegados desde las Canarias, el clima es muy agradable. Es la primavera la que, paradójicamente, arrastra consigo la sequedad y el calor agobiantes al irrumpir el harmattan, un viento feroz que castiga, desde el anticiclón en el desierto de Libia, el Senegal por el oriente. Recordé que, cuando estuve con mi abuela Mima en Dakar, en diciembre de 1960, el clima había sido una bendición, sobre todo comparado con el muy húmedo y agobiante de Brasil, de donde habíamos llegado en barco. Volvió a mi memoria la visita que hicimos en aquella época a un barrio ubicado al norte de la capital: había decenas de casas blancas, rematadas por cupulines. En ellas, vivían las mujeres del “Gran Jefe de la Religión”. Pregunté a Mor si tales datos se correspondían con algo verdadero o eran sólo fantasías, producto de informaciones mal recibidas y peor procesadas por mi cabeza de adolescente. Mor me tranquilizó. Yo estaba en lo cierto: en el barrio de la Medinah, se concentraban las esposas del gran Marabú de Dakar, una figura respetada y benévola del islam en esa parte de África. Predomina en el Senegal una variante moderada de la Sunna, la tidjaniya, inspirada en las enseñanzas del imam de Medina Malik ibn Anas, quien, en el siglo VIII, otorgaba un gran peso a las opiniones y las costumbres de cada lugar donde se implantaba el islam, así como al Istislâh, el “interés general” que a menudo discrepaba con lo dispuesto por la sharía. Dado que fue el sheik Ahmed Tidjani quien, durante el siglo XVIII, introdujo en el Magreb un malikismo reforzado por el sufismo en sus aspectos más pacíficos y tolerantes, la nueva rama del islam fue denominada tidjaniya. De Marruecos, se difundió muy pronto al litoral atlántico en el oeste de África. Mor se explayó luego sobre las pésimas relaciones entre Senegal y Gambia, la excolonia inglesa encapsulada en territorio senegalés y gobernada por Yahya Jammeh, un militar ungido por el golpe de Estado sangriento de 1994. Jammeh pretende que le sean entregados los exiliados políticos de su régimen, refugiados en Senegal. Se sabe que la oposición es perseguida con ferocidad y masacrada en Gambia. Creí que se acabarían entonces los relatos de barbarie en la jornada, pero me equivocaba. El Trauerspiel era un cuento de nunca acabar. Apenas llegados al castillo, el director del museo nos recibió con gentileza y nos puso en manos de la jefa de investigación para que nos guiase. Krystel Gualdé resultó ser una historiadora de fuste y una museóloga fuera de serie. Nos puso al tanto de las reformas del guión y de los modos de mostrar la colección. Desarrolló la idea directriz del museo, que busca desplegar en forma vertical las épocas de la ciudad desde la muralla romana de tiempos de Augusto, enterrada bajo el patio principal del castillo pero de la que se dejaron al descubierto varias hileras de ladrillos, hasta la Nantes de las guerras mundiales, de la guerra de Argelia, la crisis de 1968 y los cambios económicos producidos por la desindustrialización a partir de mediados de los ochenta. Las últimas salas
Автор: | José Emilio Burucúa |
Издательство: | Bookwire |
Серия: | Biografías y Testimonios |
Жанр произведения: | Языкознание |
Год издания: | 0 |
isbn: | 9789874159991 |
a almorzar al restaurante del Lieu Unique, un centro muy innovador de práctica de las artes que se ha instalado desde principios de los noventa, primero de manera espontánea, luego, a partir de 2000, bajo la protección del gobierno de la ciudad. Ocupa el edificio bellamente reciclado de la fábrica de bizcochos más importante de Nantes entre 1895 y 1985. El establecimiento perteneció a la firma Lefèvre-Utile (LU), vale decir que lo de Lieu Unique no podía calzar mejor. Nuestro director nos aseguró que su equipo organizaría pronto una visita integral del sitio. Me senté al lado de Samuel Nyanchoga, a mi izquierda, y de Ramona, a mi derecha. Kenia y Rumania, unidas en mi espíritu. Tenía aún tantas preguntas para Samuel que enseguida me largué a interrogarlo. Kenyatta y la rebelión del movimiento Mau Mau en los cincuenta fueron mi primer tema. Es obvio que mi amigo no simpatiza demasiado con la figura del padre de la patria ni con la del sucesor, Daniel arap Moi. Durante el gobierno del último, Samuel tuvo que abandonar el país y exiliarse por cuatro años en los Estados Unidos (Moi fue el interpelado por Abdilatif Abdalla en su poema “Paz, amor y unidad: ¿para quién?”, que traduje en Berlín). Nyanchoga me aclaró que Kenyatta no era miembro de la etnia de los mau mau sino de la de los kikuyu, la mayor del país con seis millones de habitantes. De ella ha salido la élite política y económica que aún gobierna la nación. La aproximación de Jomo a los rebeldes de los cincuenta se habría debido a un cierto oportunismo político de su parte. Mientras Kenyatta, arrestado por los británicos en 1952, fue sentenciado a prisión y allí estuvo hasta 1960, el auténtico líder de los Mau Mau, Dedan Kimathi, caído en manos de las fuerzas del gobernador de Su Majestad, fue sentenciado a muerte y ejecutado en 1956. El otro jefe del levantamiento, Bildad Kaggia, nunca pudo recuperar sus tierras ni la de sus gentes. Kenyatta lo dejó hundirse en la miseria tras su llegada al poder en 1963. Samuel repasó para mí la demografía y las localizaciones de las etnias más importantes de Kenia: después de los kikuyu, siguen los luyha con cuatro millones de almas, los kalenjin con 3,8 millones... Nuestro fellow pertenece a los kisii, un millón y medio de personas que viven a orillas del lago Victoria. Me tironeó enseguida la curiosidad por Rumania, encarnada en Ramona, quien me explicó dónde quedaba su pequeña ciudad de origen, Drobeta-Turnu Severin, a orillas del Danubio a la altura de las Puertas de Hierro. Me contó mi compañera del almuerzo que, menos de un año atrás, había vuelto a ese pago chico para asistir a su madre moribunda. ¡Cuánta tristeza en todas partes, madre mía! Me dijo entonces que Drobeta había albergado fábricas de tantas y tantas cosas útiles hasta la caída de Ceaușescu. Ahora, más de la mitad de la población migró, hacia Bucarest o al extranjero. Ya nada se produce allí y los viejos talleres fueron abandonados. “Estábamos mejor antes, se fabricaba de todo y se comía bien”, insistió Ramona, “ahora se puede hablar sin miedo, tenemos democracia, pero de qué nos sirve para vivir”. Claro que ella misma agregó que, en tiempos del Conducător y de la camarada Elena, la electricidad se cortaba a las seis de la tarde con regularidad y sólo se reanudaba el servicio a la mañana siguiente, a la hora en que las empresas comenzaban a trabajar. Su madre, fallecida a los 56 años, había sido operaria en una fábrica de chocolate y murió de un cáncer de pulmón, probablemente producido por la contaminación del lugar. La felicidad o el bienestar subjetivo de un ser humano son cosas difíciles de definir, inaprensibles, mutables, pues el pasado suele perder las sombras, aun cuando las recordemos muy bien en sus peores detalles (según la propia Ramona demostró a medida que incursionaba en la segunda vertiente de su memoria). Extraño, porque hay pasados que no pueden iluminarse (y no lo hacen, claro está), como el de la Shoah o el del gulag. Pero se ve que, en los regímenes comunistas, la gente del común disponía de un resto, de un plus suficiente de la vida que les bastaba para conjurar cualquier trauma paralizante. Arrumbado el terror estaliniano, otros miedos esenciales (el de la privación, el del desamparo físico) no existían en esas sociedades del este europeo entre 1955 y 1990. Hoy, esa ventaja permite a los sobrevivientes descubrir la luz que dejaron atrás. No es casual que, en la víspera, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, la escritora de la condición humana postsoviética, haya ganado el Premio Nobel de Literatura. Entre corchetes: leo, por la noche, tarde, ya es el 10 de octubre, los fragmentos de Voces de Chernobyl, publicados hoy en la edición electrónica de La Nación de Buenos Aires. Otra vez, como cuando me enfrenté a las páginas de Vida y destino, de Vasili Grossman, en las que se transcribe la carta inventada que la madre de Víctor Shtrum escribe a su hijo desde la casa en Ucrania pocas horas antes de que los nazis lleguen a buscarla, sin saber si acaso esos papeles llegarían alguna vez a manos de Víctor, de nuevo leo ahora algo radicalmente distinto a todo lo leído antes, a mis casi 70 años de existencia y 63 de consumidor voraz de lo escrito. Otra vez, mi conmoción interrumpe la lectura. Y son siempre autores rusos, que narran sufrimientos inagotables, desconocidos antes de este momento del acto simple de leer. Pero la propia Svetlana lo sabe y lo dice en las hebras más finas de su texto. “Más de una vez he oído a mis contertulios la misma confesión: ‘No encuentro las palabras para transmitir lo que he visto, lo que he experimentado’, ‘no he leído sobre algo parecido en libro alguno, ni lo he visto en el cine’, ‘nadie antes me ha contado nada semejante’.” Cierre del corchete.