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14 de octubre
Hoy es el cumpleaños de Constanza. La llamé muy temprano, demasiado, me parece, para felicitarla. Le mandaré de regalo el libro de Kumar Shahani. Trabajé todo el día en la presentación, salvo un trámite de banco que hube de hacer, sin demasiados resultados. Volveré el lunes por la tarde. Entré y salí, fui varias veces a la biblioteca y me detuve, más que en otras ocasiones, en los textos impresos sobre las paredes del Instituto. En el hall de entrada, hay una biografía de Jacques Berque (1910-1995), el personaje a quien homenajea la calle, allée, donde se encuentra el IEA y que, además, fue el promotor de los acercamientos igualitarios entre culturas dispares, como la francesa o la europea y las de países islámicos, la India y el África negra (aquí la expresión es de uso corriente, ¡y cómo!, entre los propios africanos, quienes no tienen empacho en utilizarla y suelen fastidiarse cuando los políticamente correctos andamos buscando circunloquios para evitarla). En rigor de verdad, este lugar de serendipity se inspira en los combates que Berque protagonizó para abrir la cabeza de los europeos, de un modo creativo y moral que aplastase sus intereses, nunca satisfechos, siempre dirigidos a las riquezas materiales de sus antiguas colonias, y los reemplazara por una colaboración fraterna consagrada a reparar los efectos deletéreos del imperialismo. Nuestro numen nació en Argelia, fue elegido profesor del Collège de France en 1956 y allí desempeñó la cátedra de Historia del Islam Contemporáneo. Tuvo un gran respeto por la ciencia, el laicismo y la racionalidad de la Ilustración, al mismo tiempo que reivindicaba el valor de las emociones. Decía a propósito de los saberes que él amaba: “No quiero una ciencia complaciente so pretexto de la acción, ni una acción dogmática so pretexto de la ciencia. Nuestro papel consiste en comprender. Sólo que el análisis, para ser eficaz, para descender lo suficientemente profundo, no debe disociar los hechos de su contexto de emoción, ni del sentido con que les da color la experiencia vivida”. Me llama la atención y me complace que los dos institutos de altos estudios en los que trabajé y trabajo, el de Berlín y el de Nantes, hayan elegido de espíritus guías a intelectuales salidos de los mundos que sus pueblos respectivos persiguieron. El WiKo no hubiera existido sin el entusiasmo del filósofo de la ciencia Yehuda Elkana, un húngaro-israelí cuya familia estuvo muy cerca de morir en Auschwitz. El IEA eligió al antropólogo e historiador argelino Jacques Berque como su gran maestro. La flânerie de hoy también me hizo leer un texto mural de Julien Gracq, extraído del libro La forma de una ciudad (1985), donde ese escritor evoca sus años de adolescencia en Nantes, a comienzos de la década del veinte:
Es el empaque, desdeñoso a la hora de consolidarse, de una ciudad marítima y comerciante en pleno sueño rural, en plena agricultura de subsistencia, parecido al de una ciudad de la Gran Grecia asediada por la malevolencia indígena, lo que confiere a Nantes la autonomía cortante, el aire de arrojo y de independencia mal definible, pero perceptible, que sopla en la calles. [...] Intenté dar cuenta del aire de libertad, semejante al que impulsa una vela, que yo respiraba por instinto en las calles de la ciudad y que aún respiro. Por cierto que, a la edad de cuando viví en ella, me sentía naturalmente de paso y muy poco deseoso de encariñarme, pero ninguna otra ciudad estaba mejor concebida para desarraigar desde muy temprano una vida joven, para abrir el mundo antes que otra frente a sus ojos: todas las navegaciones imaginables, bastante más allá de las de Julio Verne, encontraban de modo complaciente su punto de partida en esta ciudad aventurera.
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15 de octubre
Hube de despertarme temprano, enterarme de las arcaicas obscenidades argentinas, desayunar y llegar a tiempo al Instituto para asistir al coloquio “Leyes de los dioses, de los hombres y de la naturaleza”, preparado por Giuseppe Longo, director de investigaciones del CNRS. El profesor Longo presentó la primera ponencia, deslumbrante en verdad, tanto que creo hubiese sido necesaria una conferencia o, mejor aún, una clase de dos horas para entender mejor sus ideas sobre la filosofía de la ciencia, francamente revolucionarias. Habló del “Papel de la historia: biología vs. ciencias humanas y la ideología de los big data”. Comenzó por explicar hasta qué punto el reduccionismo de la física ha procurado separar esa ciencia de cualquier consideración histórica, al ceñirse a las determinaciones del estado de los objetos y, cuando incluye el tiempo en tanto fenómeno esencial, aceptar la irreversibilidad, describir los procesos como idénticos e invariantes absolutos en su propio movimiento y, sobre ellos, fundar un mecanismo de previsión de los hechos. Ni siquiera los estudios de la llamada path determination, es decir, del itinerario de un objeto, condicionado por los sucesos previos que le permiten dirigirse hacia un punto y no otro del espacio, tienen nada de históricos ya que terminan siendo reducidos a manifestaciones de la conservación de la energía. Con Galileo, Newton y Einstein, la ciencia física ha sido capaz de proporcionar una representación fundamental y simple del mundo natural, pero ello no ha implicado el conocimiento de los elementos básicos de la naturaleza. Vale decir, lo fundamental y lo elemental no se superponen en absoluto. Tampoco lo hacen lo elemental y lo simple. Ocurre más bien lo contrario con la teoría de los quanta y el modelo estándar de las partículas subatómicas, cuestiones ambas elementales y muy complejas. Y bien, la biología es una ciencia que se encuentra entre la física y la historia, pues se ocupa de organismos y fenómenos para los cuales el pasado no sólo es relevante sino diferente en cada caso y, en consecuencia, la irreversibilidad del tiempo no siempre es describible en términos de invariantes.
Tres son los campos de la biología donde mejor se advierten las que podríamos llamar determinaciones históricas, es decir, variables e impredecibles, de los objetos bajo análisis. El primero atañe a la producción de un conocimiento en las especies vivas a partir de la memoria. Dos etapas se distinguen en el proceso: la retención preconsciente de invariantes en el medio y la protención (o expectativa) que mueve al ser vivo hacia una acción basada en una experiencia anterior. No hay protención sin retención y, para que esta sea productiva, capte y conserve los invariantes, el olvido aparece como una necesidad ineludible. Sólo si un organismo vivo olvida los detalles sujetos a las mayores variaciones de objetos o individuos que lo amenazan, puede reconocerlos en una segunda instancia y evitarlos, huir o atacarlos. No hay memoria sin olvido, por eso Longo se indigna frente a la denominación trivial que se hace de la capacidad de almacenamiento de datos en las computadoras en términos de memoria de la máquina. Un ordenador no puede tener memoria al carecer de la función del olvido. Hasta los gusanos llamados planarias poseen memoria biológica y aprenden: tienen retención de sus condiciones corporales y, a la hora de sufrir cortes y mutilaciones, son capaces de reconstruir sus cuerpos a partir de la experiencia anterior, sin equivocarse acerca de qué parte es la que debe regenerarse. El segundo campo donde despunta la historicidad de lo biológico es, por supuesto, el de la evolución darwiniana. Los fenotipos no se conservan sin modificaciones en su descendencia, que luego la selección natural incorpora al genotipo. Para que la estabilidad biológica se conserve, se requieren cambios permanentes de las especies y del espacio donde se desarrollan, esto es, el ecosistema. El tercer horizonte se refiere, finalmente, a la genética y a la estructura del ADN, la doble hélice de prótidos en la que se conservan huellas del pasado que determinan el futuro, rastros de las influencias sucesivas de los contextos en la construcción de la cadena que son, a su vez, producto de la transferencia horizontal de genes o de la variación genética críptica (CGV). La fusión de retrovirus en los genomas ha causado asimismo grandes modificaciones evolutivas, por ejemplo, ha dotado a ciertas células de los mamíferos de la capacidad de acoplarse sin destruirse; parece muy probable que así haya aparecido la placenta entre ciertos mamíferos hace alrededor de cincuenta millones de años, tras la extinción de los dinosaurios.
Longo