Así pues, manifestación irradiadora de las cosas y capacidad humana de conocimiento van de la mano. La primera se comporta como lo determinante y la segunda como lo determinado, o, con palabras clásicas, como el acto y la potencia. Conocer es conocer algo de las cosas. Si el ser de las cosas se apaga, se apaga igualmente nuestra capacidad de conocimiento. Por eso, cuando el ser de las cosas se problematiza (de cualquier modo) surge la característica actitud dubitante de no pocos filósofos, cuyos resultados finales han sido el escepticismo, el relativismo y el nihilismo; en definitiva, la negación de la verdad, a la cual sigue con necesidad la negación del hombre. Si el hombre es el ser que busca la verdad, a la crisis de la verdad debe acompañar, como en efecto ha ocurrido, la crisis del hombre.
El análisis de nuestra fórmula «el hombre es el ser que busca la verdad» en el plano antropológico nos descubre nuevos sentidos. Buscar la verdad de las cosas, de todas las cosas (tanto la verdad de las cosas en sentido propio como también la verdad de los propios actos, es decir, la verdad especulativa y la verdad práctica o moral) es privilegio único, pero, según parece, también cruz exclusiva del ser humano. El hombre se encuentra abierto, en tensión hacia (toda) la realidad, más allá de lo que aquí y ahora está en su presencia. Más allá de las tareas necesarias para la vida, el hombre es un ser que se pregunta el porqué de las cosas. Después de haber atendido a todas las necesidades apremiantes de la vida, la criatura humana no puede huir del inapagable deseo de verdad, que está profundamente inscrito en su naturaleza.
Por otro lado, la humana búsqueda de la verdad no se orienta únicamente a saber qué son las cosas, es decir, al conocimiento teórico. Además de proporcionar un conocimiento de lo que son las cosas, la verdad es la guía fundamental de la conducta humana, sea de naturaleza moral o técnica. Existen, por tanto, dos formas fundamentales del conocimiento y, en consecuencia, dos tipos de verdad: el conocimiento teórico y el conocimiento práctico. El entendimiento teórico conoce qué y cómo son las cosas, es decir, su esencia y sus determinaciones accidentales. De él se deriva el entendimiento práctico que, una vez conocido qué y cómo son las cosas, guía la acción ordenando lo que se debe hacer. Posteriormente la voluntad ejecuta y pone en práctica lo que la razón práctica prescribe, aquietándose finalmente en la posesión del bien perseguido.
Las formas del saber práctico son dos: la técnica y la prudencia. Ya desde el tiempo de los griegos, la filosofía se ha interesado por estos dos tipos de saber. Sinónimo del término latino ars, la técnica (τέχνη) era para Aristóteles la forma de saber propia de la actividad productiva o poiética. La producción, en griego poíesis (ποίησις), es la actividad de naturaleza transitiva regulada por el saber técnico. La actividad transitiva es aquella en la que los actos se dirigen fuera del sujeto agente y terminan en una obra (el ergon griego o el factum latino), como puede ser un barco o una silla. A diferencia de la técnica, la prudencia (φρόνεσις) es el tipo de conocimiento práctico que regula las acciones inmanentes al sujeto agente, es decir, las acciones cuyos efectos permanecen en él. Este ámbito de actividad constituye la práxis (πράξις). En breve, la técnica es el saber que guía la producción; la prudencia, en cambio, es el conocimiento que orienta la actividad humana en cuanto tal, que en última instancia se identifica con la ética. Los romanos llamaron tecnica y prudentia a estas dos formas de conocimiento práctico: la tecnica como recta razón de las cosas fabricadas (recta ratio factibilium), que domina el ámbito de la actividad productiva (el facere); y la prudentia como la recta razón de las acciones humanas en cuanto tales (recta ratio agibilium), que se desarrolla en el campo de la moral (el agere).
El conocimiento humano se divide en sensitivo (externo e interno) e intelectual (teórico y práctico). En el conocimiento práctico se distinguen, a su vez, como hemos visto, el técnico y el moral. Pero al conocimiento sigue el obrar. Por eso, a los actos de conocimiento citados siguen las tendencias y sus actos propios (pasiones y volición). En el dinamismo de la actividad humana se distinguen las tendencias de tipo sensible (apetito irascible y concupiscible) y la tendencia intelectual (el apetito racional o voluntad). He aquí, pues, el cuadro fundamental de los actos cuyo dinamismo constituye la naturaleza humana, el modo como están las cosas en el hombre.43
Si con Umberto Eco hemos visto antes que las cosas están de un cierto modo, o, en otras palabras, que tienen una naturaleza, también en el hombre las cosas están de un cierto modo. Eco, con su característica ironía, presenta un cuadro general de las necesidades humanas (de las que proceden los actos), que, en su opinión, se pueden reducir esencialmente a cinco. Agrupadas por orden de irrenunciabilidad decreciente, las cinco necesidades fundamentales del hombre son —dice este autor— la nutrición, el sueño, el afecto, el juego (es decir, el hace algo sin buscar la utilidad) y el preguntarse el porqué.44 Las tres primeras son comunes también a los animales, incluso la cuarta aparece a veces en ciertos animales. Pero la quinta es exclusivamente humana. Preguntarse el porqué de las cosas es buscar la verdad. El porqué fundamental es por qué las cosas existen. Los porqués ulteriores se refieren al qué y al cómo de las cosas. Cuando el filósofo se pregunta por qué existen las cosas en vez de la nada no se pregunta algo diverso de lo que se cuestiona el hombre común cuando se pregunta quién ha hecho el mundo y qué había antes. Por tanto, si en la vida humana hay cinco necesidades fundamentales, cuya satisfacción mueve al hombre a obrar y a realizar una serie de actos (el conjunto de los cuales constituye la vida humana misma), eso quiere decir que también para el hombre las cosas están de una cierta manera, o, lo que es igual, que también el hombre tiene una determinada naturaleza, a la cual corresponden las cinco tendencias fundamentales enumeradas. Desafortunadamente, un buen número de antropólogos de nuestro tiempo no admite que el hombre tenga una naturaleza propia. Las razones que presentan al respecto excederían con mucho el propósito de estas páginas. Pero se puede afirmar, en términos generales, que son poco convincentes. Bástenos con asegurar que no tienen ni la ironía, que siempre, ni la limpidez de ideas que de cuando en cuando caracterizan a Umberto Eco.
1 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, Debolsillo, Barcelona 2003.
2 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 53.
3 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 7.
4 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 16.