En primer lugar, la primera y más evidente es la dimensión antropológica, puesto que buscar la verdad es algo que el hombre, y solo el hombre, hace. Ni el ángel ni el animal buscan la verdad. El primero porque la tiene inscrita (de un modo infuso) en sí mismo o porque, como dice la teología, la encuentra concentrada en el Verbo divino y por eso no necesita buscarla;40 el segundo, porque vive inmerso en un nivel de realidad, la realidad sensible, en el que propiamente no hay verdad. La verdad se encuentra en un sentido propio solo en el intelecto, y el animal carece de esta facultad. A este, le basta con satisfacer las necesidades vitales a las que su naturaleza sensible, tan limitada en sus aspiraciones, lo requiere. Lo poco que tiene que buscar lo busca no veritativamente, sino instintivamente, de un modo certero. La búsqueda de la verdad es, pues, una actividad humana en exclusiva. Desde un punto de vista antropológico, esta búsqueda es una actividad que expresa inequívocamente algo propio de la naturaleza humana. Por eso hay que admitir que el hombre mismo tiene una manera específica de ser, o, si se prefiere, una naturaleza propia en cuya virtud se encuentra esencialmente orientado al conocimiento y al interés por las cosas, de todas las cosas. Ahora bien, tal tipo de orientación solo es posible a la naturaleza espiritual.
En segundo lugar, encontramos una dimensión gnoseológica en la fórmula propuesta. Si el hombre es el ser que busca la verdad, hay que dar previamente por admitidas dos cosas: primero, que las cosas se muestran o que se manifiestan al hombre (porque su ser las dota de una irradiación declarativa o manifestativa); y segundo, que se manifiestan a quien, como el hombre, está dotado de la capacidad apropiada para conocerlas. El hombre es un ser abierto a las cosas, a su verdad y su bien; y, a su vez, las cosas se le manifiestan. Heidegger ha expresado esta verdad, bien conocida de los clásicos, con su característico lenguaje fenomenológico, diciendo que la verdad consiste en una doble apertura: en una apertura manifestativa (un desvelamiento, una alétheia) de las cosas al hombre y en una apertura cognoscitiva del hombre a las cosas.41 Se entiende así la importancia dada por este autor a la verdad en el análisis de la existencia humana realizado en Ser y tiempo.
Ahora bien, la verdad que el hombre busca es algo de las cosas que el conocimiento humano aprehende. Más allá de su aspecto cognoscitivo, la verdad descansa en las cosas. El fundamento de la verdad es la verdad de las cosas. Se presenta así, en tercer lugar, una dimensión metafísica, que es el fundamento de las dos precedentes. Tanto el hombre que busca como la cosa cuya verdad es buscada son realidades (a las que la metafísica gusta de llamar entes) compuestas de una determinada manera. Desde el punto de vista metafísico se ha de partir del hecho de que las cosas tienen una manera propia de ser, una constitución esencial que el hombre puede conocer, que no es otra que su esencia. La esencia (o naturaleza) de las cosas es el principio que, estando presente en la cosa misma, hace posible la aprehensión veritativa y el juicio del hombre. Sin esencia (o naturaleza) no habría verdad ni, por consecuencia, el impulso humano a su descubrimiento.
Pero veamos con más detalle los planos en que se descompone la afirmación que venimos analizando. Retornemos de nuevo a la fórmula del hombre como ser que busca la verdad.
En primer lugar, el plano metafísico, que es el primero en orden de importancia en la realidad, aunque no en el orden cronológico de conocimiento. En el plano metafísico la fórmula que venimos analizando apunta a las cosas con las cuales el hombre entra en una relación de conocimiento. Las cosas se estructuran metafísicamente por medio de dos principios, uno existencial (el hecho de ser o existir, que proviene de su acto de ser, que hace posible el darse o mostrarse fenoménico de la cosa) y otro esencial (el hecho de ser de una determinada manera, a lo que clásicamente se le llama la esencia o la naturaleza de la cosa). Si en las cosas no se diese esta composición metafísica, cualquier cosa, por el solo hecho de ser, sería idéntica a cualquier otra cosa, puesto que no habría un principio especificante y diversificante, como es aquello que conocemos con el nombre de esencia. El sentido común y la reflexión filosófica entienden que cualquier cosa que existe, además de existir, está dotada de un modo propio de ser. Las cosas no son simplemente, sino que son o existen de una cierta manera; es decir, tienen una esencia, o si se prefiere una naturaleza, por más que algunos filósofos de nuestros días encuentren molesta esta verdad fundamental.
Umberto Eco, en un artículo de prensa que lleva por título «La fuerza del sentido común», confirma que para el sentido común, así como para un sano realismo (aunque sea minimalista, como el profesado por él mismo), resulta evidente que las cosas están de un cierto modo, o, lo que es igual, que tienen una naturaleza propia, y que, por tanto, hay leyes de la naturaleza. La clarividencia y el humor de Eco recomiendan citar el texto. Dice así:
Pienso que un buen ilustrado es aquel que cree que las cosas están de una cierta manera […]. Decir que la realidad está de una cierta manera no significa decir que podamos conocerla o que un día la conoceremos. Pero incluso si no llegáramos a conocerla nunca, las cosas estarían de ese modo y no de otro. Incluso para quien alimentara la idea de que las cosas están hoy de un modo y mañana de otro, es decir, que el mundo es extravagante, caótico y mutable y que se divierte a costa de metafísicos y cosmólogos pasando de una ley a otra, admitiría que precisamente esta caprichosa mutabilidad del mundo es justamente la manera como están las cosas; y que, por tanto, merece la pena continuar proponiendo descripciones de estas malditísimas cosas. Una vez dije a Vattimo que quizás haya leyes de la naturaleza, puesto que, si cruzamos un perro con otro perro, nace un perro; pero, si cruzamos un perro con un gato, o no nace nada o nace algo que no querríamos ver pasear por casa. Vattimo me respondió que hoy la ingeniería genética es capaz de manipular las leyes que gobiernan las especies. ¡Exacto!, le dije. Si para cruzar un perro y un gato se necesita una ingeniería, es decir, un arte, eso significa que existe en algún lugar una naturaleza sobre la que este arte se ejercita artificialmente.42
Desde un punto de vista metafísico, pues, las cosas son (o existen) y son de un determinado modo (o tienen una esencia). Todo ente, por tanto, está compuesto de ser (o existencia) y esencia. Pues bien, ambos principios son imprescindibles en la cosa para que se dé el conocimiento y la verdad. En primer lugar, algo es cognoscible en la medida en que es algo real o existente. Lo que no existe, justamente porque no existe es incognoscible. Por eso, en la medida que algo tiene ser, posee una luz propia que se difunde a todo cognoscente. Y así como nadie ve sin luz, así tampoco nadie conoce sin el ser, que es como la luz de las cosas. Pero, en segundo lugar, algo es cognoscible en la medida en que, además de existir, es justamente algo determinado. Este algo determinado que capta el sujeto cognoscente es la esencia. La esencia es aquello que se busca cuando se pregunta «¿qué es esto?» A partir del pronombre interrogativo latino quid, la filosofía medieval construyó el término quidditas para expresar el peculiar aspecto de la esencia en cuanto responde a la pregunta de qué es algo.
Tras el plano metafísico, el análisis del plano gnoseológico nos ayuda a desentrañar la descripción del hombre como «el ser que busca la verdad». Sabemos