Las infancias y el tiempo. Esteban Levin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Esteban Levin
Издательство: Bookwire
Серия: Conjunciones
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789875387553
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de ellos después de matarlos –replicó él, descuidadamente”. Retomemos el interrogante: Peter, ¿no quiere o no puede crecer? Entre el querer y el poder, lo posible y lo imposible, lo fantástico y la realidad, transcurre la niñez. Justamente por ello Peter Pan jamás podrá ser un síndrome (Barrie, 1965). Mientras él no puede retener ningún recuerdo para metamorfosearse en historicidad, Funes, el memorioso (protagonista del homónimo cuento de Borges) no consigue abstraer, restar un instante, dar lugar a la pérdida para poder pensar en otra cosa. Ambos sufren del tiempo y la reproducción de lo igual. Sin discontinuidad y alteridad, en ese exceso, la plasticidad estalla en sentido inverso (Borges, 1989).

      2- Sobre esta temática véanse Jullien (2005); Quinard (2006 y 2014); Deleuze (2008) y Braunstein (2012).

      Tic…

      Tac…

      Tic…

      Tac…

      Ya Carroll había escrito que el Unicornio reveló a Alicia el modus operandi correcto para servir el budín de pasas a los convidados: primero se reparte y luego se corta. La Reina Blanca da un grito brusco porque sabe que va a pincharse un dedo, que sangrará antes del pinchazo. Asimismo, describe con precisión los hechos de la semana que viene. El Mensajero está en la cárcel antes de ser juzgado por el delito que cometerá después de la sentencia del juez. Al tiempo reversible se agrega el tiempo detenido. En la casa del Sombrerero Loco siempre son las seis de la tarde, y se agotan y se colman las tazas.

      Jorge Luis Borges

      Las infancias son sensibles espejos del tiempo; cuando se reflejan en ellos, ya han pasado...

      Si el espacio es infinito, podemos estar en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito, podemos estar en cualquier punto del tiempo.

      Jorge Luis Borges, El libro de arena, 1975

       Cuando los papás de Tamara llaman para una consulta diagnóstica, la angustia desborda el teléfono. El tiempo se detiene como un relámpago, agota el espacio: “Esteban, te llamamos porque queremos que veas a nuestra hija, ella es muy chiquita, no habla, generalmente está sola, como que no necesita de otros… Lo que más nos preocupa es que se golpea la cabeza contra el piso, una puerta, la ventana o cualquier cosa que esté cerca, en especial cuando le decís que ‘no’ a algo que ella quiere. En ese momento reacciona violentamente, golpeándose la cabeza, la frente, la nuca; se da fuerte contra cualquier cosa”.

      Tamara no habla, la gestualidad entristecida enmarca la tensa postura. “En la consulta neurológica, la médica nos dijo que era un trastorno del espectro autista… Estamos preocupados, desesperados, por eso decidimos venir a verte, para que nos orientes. No sabemos en realidad qué tiene ni tampoco qué hacer, nunca nos pasó con nuestros otros hijos, sus dos hermanos. ¿Hay que hacer algo? ¿La dejamos? ¿La retamos?... ¡Tenemos miedo de hacerle mal!”.

      La sensación de perplejidad inunda lo que siento, es difícil desligarse del relato. El sufrimiento del otro nos sufre, entramos en él. ¿Acaso es posible no entrar en el tiempo? Si queremos humanizar los golpes, ¿es posible hacerlo si no nos duele? Sin conocerla todavía, me duele el golpe de Tamara… El tiempo actual parece fijarse en la dramática de la escena.

      La madre se quiebra, llora desesperadamente; desesperanzada, la angustia repercute en el aire, siento en el cuerpo la conmoción del silencio entrecortado en lágrimas… Sin pensarlo, pienso. ¿Qué es una lágrima, sino el dolor del otro encarnado en una gotita de agua? El vacío se llena de dolor, languidece la esperanza. Reacciono: “Marquemos un horario, me encantaría conocer a Tamara y ver si puedo ayudarla a ella y a ustedes en este momento. No voy a tomarle ninguna prueba ni hacer ningún test, solo quiero conocerla; para eso, voy a intentar relacionarme con ella, con lo que está pasando, a través de la experiencia que surja en el tiempo del encuentro”.

      ¿Cuándo termina el tiempo?

      Una vez había…

      James Barrie, el creador de Peter Pan, inventa un universo ficcional, una isla que cohabita con él. Todo niño, al jugar, crea mundos de verdad en la ficción del instante. A veces, adquieren tanta consistencia y volumen que cautivan el deseo de desear otra cosa. Refugiados en la propia isla fantástica, se defienden de cualquier cambio y no pueden dejar de estar ahí en ese tiempo que no pasa, no va para atrás ni para adelante, pero tampoco está quieto. Naufraga el sentido pleno de la realidad y entra en la fantasía, quiebra la incredulidad, conforma la creencia y potencia lo imposible.

      La fuerza de esta invención es de tal magnitud que perdura en la huella de los sueños como pequeños y únicos cristales subjetivos de tiempo. Cuando ellos adquieren consistencia, condensan, materializan el deseo, de modo tal que este se ve condenado a no cambiar ni a crecer. La infancia “eterna”, detenida en el propio movimiento infantil, enuncia sin tapujos el naufragio inhóspito en una isla (la de Nunca Jamás) cuya vitalidad, paradójicamente, reside en la imposibilidad de cambio y transformación. Los niños que habitan allí no pueden o no quieren perder la experiencia a la que, aprisionados, pertenecen.

      ¿Cuándo comienza el tiempo?

      “Había una vez…”

      Así empiezan muchos cuentos; los niños se fascinan, buscan entrar en la originalidad del tiempo ficcional. Convocados por lo que había, piensan en pasado, presente y futuro, coexisten en un tiempo imposible o en ninguno de los tres tiempos a la vez; en realidad, crean otra temporalidad y, al unísono, son creados por ella. Apasionados por lo inesperado, toman distancia del cuerpo como masa, peso corporal, organicidad, para saltar a un entretiempo sin saber dónde caerán, ni por qué ni para qué. Durante toda la vida coexistimos con cristales del tiempo, que no dejan de transformarse hasta crear la huella temporal de una ausencia aún por venir. Al hacerlo, producen un nuevo crisol y con él nuevas imágenes.

      La natalidad implica el prodigioso acontecimiento de crear un tiempo sin huella, irrepresentable; en este sentido, es caótico, plebeyo, porque recrea un vaivén temporal, una variación en la densidad del circulo inextricable de la reproducción de lo siempre igual (por ejemplo, del país de Nunca Jamás, o de los síntomas, miedos, rituales, angustias y estereotipias de la niñez). Frente a ellos, como en los cuentos, las novelas y las narraciones, un simple detalle, el azar de un hallazgo o una gestualidad hace la diferencia. En algunos relatos, ser trata de una varita mágica; en otros, un espejo encantado, un polvillo de hadas o una pócima hechizada. En nuestro trabajo cotidiano, es la ocasión inaudita, el entretiempo, la ficción de una escena que causa el otro tiempo afectivo de una experiencia única, aún por realizarse.

      El tiempo del que hablamos deja instantáneamente de ser cronológico; no se mide con el segundero que no deja de girar en una única dirección constante y cíclica, siempre idéntico a sí mismo. Si tuviéramos que pensar el tiempo de la infancia, tal vez nos ayudaría la imagen del reloj de arena: los pequeños granos pasan y caen solo si reciben un movimiento, una fuerza que impulsa el acontecer. Entonces, la arenilla logra perderse de acuerdo al orificio por el cual cae. El movimiento traslada la arena de un lado a otro; cada vez, ella se pierde y cae en