Destino: CORDERO en Harbor Bay, NRT.
—Ignórelo. Concéntrese en TELARAÑA ROJA.
NOS LEVANTAREMOS, ROJOS COMO EL AMANECER.
EL SIGUIENTE MENSAJE HA SIDO DESCIFRADO CONFIDENCIAL, SE REQUIERE AUTORIZACIÓN DE UN SUPERIOR
Día 10 de la operación TELARAÑA ROJA, etapa 1.
Agente: Capitán CLASIFICADO.
Denominación: CORDERO.
Origen: Albanus, NRT.
Destino: CARNERO en CLASIFICADO.
—Se hizo contacto con red WHISTLE en región FARO y VALLE PRIMORDIAL, todo listo para etapa 2.
—Se busca acceso RÍO CAPITAL arriba.
—Ciudad ALBANUS, centro rojo más próximo a SUMMERTON (residencia temporal del rey Tiberias y su gob.).
—¿Valiosa? Se evaluará.
NOS LEVANTAREMOS, ROJOS COMO EL AMANECER.
Los lugareños la llaman Los Pilares. Ahora sé por qué. El río está muy crecido todavía, abastecido por los deshielos de primavera, y gran parte del poblado estaría bajo el agua si no fuera por los altos soportes sobre los que sus estructuras se levantan. Un redondel remata ominosamente la cumbre de una colina, como un firme recordatorio de quiénes son los dueños de este lugar y quiénes gobiernan este reino.
A diferencia de las grandes ciudades de Harbor Bay y Haven, aquí no hay murallas, puertas ni controles de sangre. Mis soldados y yo entramos por la mañana junto con el resto de los comerciantes que recorren el Camino Real. Un agente Plateado inspecciona nuestras tarjetas de identidad falsas con una mirada indolente antes de hacernos señas para que pasemos, con lo que deja entrar una manada de lobos a su aldea de ovejas. Si no fuera por la ubicación de Albanus y su cercanía con el palacio de verano del rey, yo no le dedicaría otra mirada a este sitio. No hay nada de utilidad aquí, sólo leñadores explotados y sus familias, apenas lo bastante vivos para comer, y menos todavía para rebelarse contra un régimen Plateado. Pero Summerton está unos kilómetros río arriba, lo que vuelve a Albanus digna de mi atención.
Tristan memorizó la estructura de la ciudad antes de que llegáramos, o al menos intentó hacerlo. No nos serviría de nada consultar explícitamente nuestros mapas y hacer saber a todos que no somos de aquí. Él da la vuelta a la izquierda rápidamente. Los demás lo seguimos fuera del pavimentado Camino Real hasta la enlodada y transitada calzada que corre a lo largo de la ribera. Nuestras botas se hunden, pero nadie resbala.
Las casas de pilares se alzan a la izquierda, donde salpican la que creo que es la vereda del Caminante. Unos niños sucios nos ven pasar en lo que lanzan ociosamente al río piedras que besan la superficie. Más allá, pescadores en sus balsas tiran de redes refulgentes y llenan sus pequeñas embarcaciones con el botín del día. Ríen entre ellos, felices de trabajar. Felices de tener un empleo que los libra del alistamiento y una guerra sin sentido.
La Whistle que localizamos en Orienpratis, una ciudad de canteros a las afueras del Faro, es la razón de que estemos aquí. Nos aseguró que uno más de su calaña opera en Albanus, donde sirve de valla a los ladrones y los negocios no muy legales del poblado. Pero sólo nos dijo que había un Whistle, no el lugar donde lo encontraríamos. Y no porque no confiara en mí, sino porque no sabía quién opera en Albanus. De igual forma que la Guardia Escarlata, los Whistle guardan sus secretos aun entre ellos. Así que mantengo los ojos bien atentos.
El mercado de Los Pilares bulle de actividad. Lloverá pronto, y todos quieren concluir sus diligencias antes de que se inicie el aguacero. Me coloco la trenza sobre el hombro izquierdo. Es una señal. Sin mirar, sé que mis guardias se dispersan y forman las parejas de costumbre. Sus órdenes son claras: hacer un reconocimiento del mercado, sondear posibles pistas, buscar a Whistle en la medida de lo posible. Con sus paquetes de inofensivo contrabando —cuentas de vidrio, baterías, rancio café molido— intentarán abrirse paso hasta la valla. Y yo haré lo mismo. Un saquillo cuelga de mi cintura, pesado aunque pequeño, cubierto por el borde suelto de una tosca camisa de algodón. Contiene balas. Son desiguales, de diferentes calibres, aparentemente robadas. De hecho, salieron de las provisiones secretas en nuestra nueva casa de seguridad de Norta, una cueva bien provista, enclavada en la región de los Grandes Bosques. Pero nadie en la ciudad puede saberlo.
Como siempre, Tristan permanece a mi lado, y ya está más sereno. Las pequeñas ciudades y aldeas no son peligrosas para nuestros estándares. A pesar de que agentes de seguridad Plateados patrullan el mercado, hay pocos o se muestran indiferentes. No les importa si los Rojos se roban unos a otros. Reservan sus castigos para los valientes, para quienes se atreven a mirar a un Plateado a los ojos o a causar suficiente alboroto que los obligue a actuar e involucrarse.
—Tengo hambre —digo y me vuelvo hacia un puesto en el que se vende pan común y corriente.
Los precios son astronómicos en comparación con los que acostumbramos en la comarca de los Lagos, pero Norta no es apta para el cultivo de cereales. Su suelo es demasiado rocoso para tener éxito en la agricultura. Es un misterio cómo se mantiene este hombre de la venta de unos panes que nadie puede comprar. O lo sería para alguien más.
El panadero, un hombre demasiado fino para su ocupación, nos mira apenas. No tenemos aspecto de clientes promisorios. Llamo su atención cuando hago sonar las monedas que llevo en mi bolsillo.
Se vuelve al fin, con los ojos llorosos y muy abiertos. Le sorprende el ruido de las monedas en un lugar tan alejado de las ciudades.
—Lo que ve es lo que tengo.
No se anda por las ramas. Ya me simpatiza.
—Estas dos —respondo y señalo las mejores hogazas que tiene. No son gran cosa.
El hombre alza las cejas, coge el pan y lo envuelve en un papel viejo con ensayada eficiencia. Cuando saco las monedas de cobre y no regateo para conseguir un precio más bajo, su sorpresa aumenta. Al igual que su desconfianza.
—No la recuerdo —masculla.
Desvía la mirada a la derecha, donde un agente se ocupa en amonestar a unos niños desnutridos.
—Somos comerciantes —explica Tristan.
Se apoya en el desvencijado bastidor del puesto para inclinarse. Levanta una manga y deja ver algo en su muñeca. Una cinta roja que la rodea, y que ahora sabemos que es la señal que distingue a los Whistle. Es un tatuaje, y es falso. Pero el panadero no lo sabe.
Los ojos del hombre se detienen en Tristan apenas un momento antes de regresar a mí. No es tan bobo como parece.
—¿Y qué quieren vender? —pregunta mientras pone en mis manos una de las hogazas. Retiene la otra. Espera.
—De todo un poco —contesto.
Silbo entonces una melodía suave e inconfundible. Es la cadencia de dos notas que la Whistle anterior me enseñó. Inocente para los que ignoran.
El panadero no sonríe ni asiente. Su rostro no lo delata.
—Hay más oportunidades al anochecer.
—Como siempre.
—Por la vereda del Molino, a la vuelta de la esquina. Un carromato —añade—. Después de que el sol se oculte y antes de la medianoche.
Tristan asiente. Conoce el lugar.
Yo bajo la cabeza también; es un modesto gesto de gratitud. El panadero no hace lo propio. En cambio, enrosca los dedos en mi otra hogaza, que pone de nuevo en el mostrador. De un tirón rompe la envoltura y le pega un mordisco provocador. Algunas migas caen en su barba escasa, cada una de ellas un mensaje. Mi moneda ha sido canjeada por algo más valioso que un pan.
Por la vereda del Molino, a la vuelta de la esquina.
Contengo una sonrisa y me coloco la trenza al hombro derecho.
Mis soldados