Casi arrepentido de su travesura o como quiera llamársela, Wakefield se acuesta temprano, y cuando se despierta sobresaltado de su primer sueño, tiende los brazos hacia el ancho y solitario vacío de la cama desconocida. «No», piensa, mientras se arropa entre las sábanas, «no voy a pasar otra noche solo».
A la mañana siguiente, se levanta más temprano que de costumbre y se pone a reflexionar sobre sus verdaderas intenciones. Su modo de pensar es tan vago y deshilvanado que, a pesar de que tomó su extraña decisión con cierto propósito en mente, nunca pudo definirlo lo suficiente como para guiar su reflexión posterior. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se lanza a ejecutarlo son rasgos típicos de un hombre de pocas luces. Sin embargo, Wakefield repasa sus ideas lo más minuciosamente que puede y entonces descubre que le causa curiosidad saber cómo van las cosas por casa, cómo su viuda ejemplar lleva su duelo después de una semana y, brevemente, hasta qué punto la pequeña esfera de seres y circunstancias que giraba en torno a él se ve afectada por su ausencia. Al fondo de todo este asunto, por lo tanto, se encuentra una vanidad morbosa. Pero ¿cómo va a averiguarlo? No va a ser, por supuesto, quedándose encerrado en su cómodo nuevo alojamiento –en ese lugar, a pesar de haber dormido y amanecido tan cerca, en la calle próxima, se halla en realidad tan lejos de su hogar como si hubiera viajado toda la noche. Si volviera a aparecer por su casa, sin embargo, el proyecto quedaría en nada. Con su pobre cerebro atascado en este dilema insoluble, después de un largo rato, se atreve a salir. Va con la intención a medio cocinar de llegar a la esquina y echar una mirada rápida hacia su domicilio abandonado. Pero la costumbre –porque él es un hombre de costumbres– lo agarra de la mano y lo lleva, sin que él se dé cuenta, hasta su propia puerta. En el momento culminante, vuelve en sí al sentir el roce de su pie con el peldaño. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese instante, su destino da un giro en redondo. Sin tener la menor idea de la fatalidad a que lo conduce ese paso retrocedido, escapa veloz, sin aliento, víctima de una agitación que jamás había sentido, y no se atreve a mirar hacia atrás cuando dobla la esquina. ¿Será posible que nadie lo haya visto? ¿No armará un escándalo toda la gente de la casa, la respetable señora Wakefield, la sagaz empleada y el sucio niño de los mandados? ¿No saldrán a perseguir a su amo y señor fugitivo por las calles de Londres? ¡Qué escapada más excelente! Wakefield junta valentía para hacer una pausa y echar un vistazo hacia su hogar, pero lo desconcierta la sensación de que el viejo inmueble ha cambiado. Es la misma sensación que nos afecta cuando, después de no verla en meses o años, nos reencontramos frente a una colina, o un lago, o una obra de arte con que habíamos formado una vieja amistad. Por lo general, esta sensación indescriptible se origina en el cotejo de nuestros recuerdos imperfectos con la realidad. En el caso de Wakefield, la magia de una sola noche fuera de casa logra forjar una transformación parecida, porque en ese breve lapso opera en él un gran cambio moral, a pesar de que él no tenga conciencia de ello. Antes de alejarse de la esquina, alcanza a divisar a lo lejos, brevemente, a su esposa, que pasa frente la ventana mirando hacia donde él está. El cobarde idiota sale huyendo, temiendo que ella lo haya detectado en medio de miles de mínimos seres como él. Cuando se ve de nuevo junto al calor de la chimenea de su nuevo domicilio, siente contento el corazón, aunque su cerebro esté desorientado.
Esto es lo que pasa al principio de su largo capricho. Después de que el temperamento letárgico de Wakefield se sacudiera al poner la idea original en práctica, los acontecimientos encuentran su cauce natural. Podemos suponer que, después de mucho analizarlo, va a un comercio judío de ropa usada y se compra una peluca de tinte rojizo, además de varias prendas muy diferentes a su traje acostumbrado de color incierto. Misión cumplida. Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, volver al antiguo sería tan difícil como dar el paso inicial que lo había puesto en la posición inaudita en que se hallaba. Y debido a la predisposición al rencor que a veces tiñe su ánimo –alimentada en ese momento por la impresión de que en el corazón de la señora Wakefield ha surgido un sentimiento inadecuado–, se deja llevar por la obstinación. No piensa volver hasta que ella no esté medio muerta de miedo.
Bien, dos o tres veces él la ha visto al pasar, cada vez más agobiados sus pasos, cada vez más pálidas sus mejillas, cada vez más ansiedad marcada en su frente. Y a la tercera semana de su desaparición, Wakefield avizora un augurio maligno que entra a la casa: la figura de un boticario. Al día siguiente, la aldaba de metal amanece forrada en tela, para amortiguar los golpes en la puerta. Al caer la noche, llega el carruaje de un médico, deja su carga empelucada y solemne, y por esa misma puerta sale, después de un cuarto de hora, tal vez presagiando un funeral. ¡Su entrañable mujer! ¿Se irá a morir? A estas alturas, Wakefield siente un estímulo parecido a la energía emocional, pero aun así se mantiene lejos de la cabecera de su esposa, argumentando frente a su conciencia que es preferible no causarle una conmoción en semejante coyuntura. Si lo que lo mantiene alejado es otra cosa, Wakefield no está consciente de ello.
En el curso de unas pocas semanas, ella se recupera, poco a poco. La crisis pasa. El corazón de la mujer está triste pero en calma, y si él regresa, tarde o temprano, nunca más padecerá tan febrilmente por su marido. Estas ideas fulguran en la cabeza de Wakefield y le van dejando la vaga impresión de que un abismo casi insalvable se ha abierto entre su departamento arrendado y su antiguo hogar. «¡Está ahí mismo, en la otra calle!», exclama a veces. Qué iluso: está en otro mundo. Hasta este momento, ha ido postergando su retorno de un día al día siguiente; pero a partir de ahora dejará la fecha sin precisar. Mañana no, probablemente la próxima semana, lo suficientemente pronto. Pobre hombre. La probabilidad de que los muertos vuelvan a su morada terrenal es tanta como la chance de que el auto-desterrado Wakefield regrese a la suya.
Ojalá pudiera escribir un libro entero sobre esto, en vez de un texto de unas pocas páginas. Si así fuera, podría mostrar cómo cualquier influencia fuera de nuestro control mueve con pesada mano todos nuestros actos y cómo va disponiendo las consecuencias de esos actos en un férreo entramado de inevitabilidad. Wakefield está sometido a un embrujo. Debemos dejarlo unos diez años rondando cerca de su casa como alma en pena, sin cruzar una sola vez el umbral, manteniéndose fiel a su esposa con todo el cariño del que es capaz su corazón, al mismo tiempo que él paulatinamente se va borrando del corazón de su mujer. A estas alturas, hay que subrayarlo, ya hace mucho tiempo que el hombre perdió la noción de lo extraña que es su conducta.
Ahora, un espectáculo: en medio del gentío de una calle londinense vemos a un hombre ya entrado en edad, con pocos rasgos distintivos que llamen la atención de un observador distraído, pero que exhibe en su aspecto la marca escrita de un destino singular, visible a los que la pueden descifrar. Se ve raquítico, su frente baja y estrecha está surcada de arrugas profundas, sus ojos, pequeños y opacos, a veces escrutan a su alrededor con miedo, pero más a menudo parecen estar mirando hacia su propio interior. Lleva la cabeza gacha y se mueve a pasos indescriptiblemente oblicuos, como si evitara desplazarse de frente ante el mundo. Mírenlo por un rato para comprobar lo que hemos descrito y verán que las circunstancias, que a menudo forjan hombres notables a partir de la materia ordinaria de la naturaleza, han producido uno de ellos en este caso. Luego, dejándolo desplazarse de medio lado por una vereda, dirijan la vista al lado opuesto, donde una mujer voluminosa, claramente en el declive de su vida, se encamina a la iglesia cercana, con un libro de oraciones en la mano. Tiene el aspecto plácido de la viudez bien asentada. Sus pesares ya se desvanecieron, o bien se convirtieron en parte tan esencial de su corazón, que sería un mal trueque cambiar esos pesares por alegrías. En el preciso momento en que el hombre enflaquecido y la mujer gruesa van a cruzarse sin verse, se produce una breve obstrucción en el tráfico callejero, lo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan, la presión de la multitud empuja el pecho de ella contra el hombro de él. Ahí se quedan, cara a cara, mirándose a los