Con frecuencia en Occidente cruzar esta frontera de lo privado ha sido denostado por las sociedades y especialmente por quienes ejercían el mando (primer interesado en articular espacios de transgresión de sus propias normas, inventando espacios acotados y regulados de invisibilización como tantos lugares sagrados y cerrados).
Curiosamente, traspasar la frontera de lo privado se ha penalizado al vincularlo también con el cotilleo y el chisme. Es más, visibilizar lo privado a través del cotilleo ha tendido a feminizarse en un sentido peyorativo que infravaloraba su veracidad (así como se usaba el término feminizar hasta hace poco). El reconocimiento se sustentaba en que todo lo que se hacía en la esfera privada fuera invisible para el mundo como resorte de libertad y contradicción de aquellos que creaban las normas, deslegitimando la voz de las mujeres como habituales testigos de la vida y las contradicciones entre el afuera y la intimidad.
Ahora, sin embargo, cuantas más fotos de nuestra intimidad, preocupaciones, momentos privados se compartan, mejor funcionarán nuestras redes sociales. Nunca el feedback y la circulación generados será mayor que haciendo partícipes a los demás de lo que se siente y de los detalles más íntimos de nuestras vidas (antes privadas). Ser visto es el propósito, pero solo al principio. Lo fundamental será “seguir siéndolo”, mantener el nivel que marca el último número de visitas, quiero decir, de ojos.
Y siendo el reto de redefinición o suspensión de la privacidad una cuestión pendiente, derivada hoy a lo personal para cada cual, resulta casi palpable nuestra implicación entusiasta en la violación cotidiana de esta privacidad. Al respecto Bauman15 afirma que “vivimos en una sociedad confesional, promoviendo la propia exposición en público del orden de la principal y más fácil disponible, así como discutiblemente la más potente y la única prueba en verdad apta de existencia social”.
Acostumbrados a la plena disponibilidad de los otros y del exceso del mundo en red, exponernos parece hoy una condición que, automática o conscientemente, muchos aceptamos. Los límites que socialmente establecemos para visibilizarnos no son lo que eran. El ojo (tecnológico) es otro. Sin embargo la urgencia que vivimos en esta transformación hace que aún convivan en nuestros discursos la contradictoria reclamación de privacidad (bien como impulso que reclama la herencia pudorosa del pasado, bien como nueva reivindicación de voluntad y conciencia sobre lo expuesto) junto a la cotidiana práctica de búsqueda de visibilidad (como juego de luces y sombras cuya regulación pareciera meramente cosa nuestra). ¡Cosa nuestra!, repito irónicamente en silencio en este espacio público-privado que es mi cuarto propio conectado; entornando los ojos ante el sol cegador de mi pantalla y el mundo de dispositivos y cámaras latentes que uso solo a veces y que enchufadas o autónomas (y nunca claramente apagadas) siento me rodea. Atardece y subo un poco las persianas.
SUBJETIVIDAD Y VER (SER VISTOS)
Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo16.
El mejor pago es que me veas, saber que existo17.
Si fuera algún otro tipo de animal y careciera de ojos y de la tendencia a pensar, podría perderme en las imágenes sin preguntar, como quien se abandona en un líquido templado. O mejor, si pudiera ser un árbol, ese que hay a la subida a la montaña, al que nada le estorba frente al horizonte, mientras agarra y archiva todos los crepúsculos y todas las nubes, sin verlos como nosotros... Me pregunto por esas formas de ver sin conciencia del ver, tan despojadas de sujeto y limitadas a una presencia, carente de exigencia para lo visto y para ser descubierto uno mismo como alguien que ve. Me hacen pensar que en algún momento descubrimos que somos apariencia y que, en función del que nos mira o nos sueña, oscilamos entre formas distintas de ser. De ahí el descanso de mirar (y ser mirada) sin expectativa, el sueño de carecer de ojos o de ser un árbol (para después volver).
A menudo caigo en el error de considerar que es mirar lo que me hace sujeto, olvidando todas esas miradas que con el paso de los años me han construido y me cambian, afectándome en lo que soy. Desde los que me rodean y me son cercanos hasta esas personas que nos miran mientras subimos las escalerillas del autobús y, como sugería Virginia Woolf, nos envejecen y nos matan más que las catástrofes y las guerras.
En ocasiones no es necesario siquiera ver el ojo, basta con identificar el objetivo de una cámara, o ese minúsculo punto oscuro que casi siempre tengo enfrente sobre la pantalla, justo encima del texto que escribo, y que según el día tapo con un trocito de papel y celo, para que no me mire, para que no me cambie.
Inevitablemente recuerdo a Barthes cuando pienso en la incomodidad de ser grabada o fotografiada. Esa incomodidad, tan bellamente contada, cuando en La cámara lúcida narraba cómo frente al objetivo comenzaba la actuación y la presión de querer mostrar en su posible retrato a alguien “mejor”. Para mí, el objetivo es interruptor de un temblor de mandíbula, de mirada inquieta, de inspección de la máquina con sospecha. La incomodidad es grande entre el tiempo que mira y el clic. Siempre palpita el riesgo de quedar petrificado como alguien vacío de intensidad.
Pero últimamente me interesan otro tipo de instantáneas. Quizá porque tienen algo de relato, o porque no se limitan a un rostro, tan idealizado y tan cabeza, de alguien que parece que nos mira cuando realmente está concentrado en no tensar demasiado la mandíbula. A mí me interesan (aunque no necesariamente me gustan) las instantáneas que hoy proporciona, por ejemplo, el listado de las búsquedas diarias en Google. En este sorprendente artefacto contemporáneo, capaz de reunir panoramas improbables a partir de pulsadores de palabras capaces de arrastrar y desglosar: expresiones, personas, citas, lugares, mapas, vídeos, imágenes…, conviven preguntas que solo haríamos a una máquina o cuando nadie nos ve. Preguntas que en conjunto cuentan hoy más cosas sobre nuestros miedos y deseos que la memoria, o que los clásicos contadores de historias, incluso que los más recientes y también tecnológicos. Me refiero por ejemplo a las tarjetas de crédito, capaces de rehacer un itinerario de vida hilvanando los lugares por los que hemos pasado, en los que hemos pagado.
A estas imágenes añadiría otras que (por habituales y homogéneas) se me hacen extrañas y significativas. Se trata de las infinitas fotos de sí mismos que sobre todo los adolescentes publican posando como la misma persona, o como si no fueran persona (más dividuos que individuos). Es frecuente verlos congelados “queriendo mandar un beso” o posando intentando parecerse a otro (con seguridad más famoso, más “visto”) cuya imagen posiblemente les martillea y rasga hasta convertir sus fotos en escalofriantes por parecidas. Como si hubieran renunciado a ser sujeto cobijándose en la copia, como quien no se resiste.
3
Y en la pose, lo homogéneo, el código que los demás entenderán, el imaginario de referencia. Así, cuando posan en grupo parece que se mueven y actúan al unísono atendiendo a una batuta invisible que los desplaza acompasados. Ahora a la derecha, ahora quietos, a la izquierda, así. Repitiendo escenas para ellos familiares entre sus ídolos y referencias, haciendo “oes” con sus labios, entornando ojos, girando a su perfil bueno, queriendo rebosar sensualidad para que los ojos ajenos les amen siendo “otros”, que terminan siendo “lo mismo”.
Tal vez ellos, como ustedes, como yo, quisieran que su deriva congelada y expuesta a la oscilación de lo que la máquina oferta, mostrara lo mejor de cada uno. Que esas imágenes que se ofrecen coincidan con