Hoy la mirada no es lo que era. Internet nos permite gestionarla de manera diferente. Ahora las imágenes en las que se despliega el sujeto online no son solamente cosa del sujeto. Las imágenes se estratifican como cordilleras de fragmentos del yo que hacen crecer y acumular poderes y capital, poderes del capital. Y lo hacen allí donde servicios en red que aparentan “dar” sobre todo “reciben”; donde ofrecemos incondicionalmente, cada día, trozos de nosotros mismos despistados por las cosas de los otros, que nos impiden ver dónde estamos, dónde ofrecemos tiempos propios donados a quienes saben rentabilizarlos. Como la necesidad de época que marca “estar” para “ser”, para “ser visto”. Aunque ese “ser” venga cada vez más determinado por la obsolescencia de la memoria-ram de la máquina. Memoria que mañana nos olvidará sacándose de entre los dientes los restos de nuestros píxeles para devorar lo último. Porque solo parece haber lugar para la voracidad del instante como insaciable necesidad de ahora. Hoy el alimento de la máquina y del poder que la atraviesa es la demanda de actualidad que recolecta dedos posicionados y ojos frescos. Los de ayer quedaron viejos, tweets pleistocénicos, con las pieles envejecidas y blandas, como las zonas podridas de una manzana bajo un sol acelerado.
Nunca existió, nunca hicimos… Los ojos nunca antes concentraron el poder de hoy. Y cabe recordar que tener una mirada crítica sobre todo esto no impide ver el increíble potencial que supone. He aquí la intención.
Pero sucede con este propósito que nos reclama describir sus formas y derivas para entender mejor lo que vivimos, para poder revertir entonces las escenas en germen de pensamiento. Aunque no se lleven a engaño, no es intención que este libro sea probeta o máquina de conclusiones sino narración de las dificultades del contexto. Es más, para ello no será suficiente la mera reflexión y en ocasiones necesitaremos del arte para ayudarnos a visibilizar las contradicciones de esta vida de ojos y pantallas. Así, la escritura en esta obra no será dócil ni renunciará a convivir con fragmentos de obras literarias y creativas o que habitan los márgenes (como el propio ensayo). Tampoco aceptará desprenderse de la subjetividad de quien escribe (discurso, cuerpo y escritura). No se inquieten si los títulos aquí no son “uno”. Casi nunca lo dicho responde a un solo epígrafe y como mínimo tendrán dos. Serán por tanto bienvenidas las palabras sobre ojos y capital no domesticadas por lo que se analiza y concluye, sino por lo que se contradice o cuestiona sin sentenciar; como cuando se cuenta una ficción o una vivencia que dice más sobre la vida observada que el mero análisis. Ustedes con sus historias proseguirán la historia, siempre y cuando se dejen interpelar por ese extraño territorio de la escritura y la práctica creativa que facilita desordenar y recontextualizar las cosas de la vida, movilizar lo que esconden nuestras rutinas frente a la pantalla para provocar experiencia estética, punzarnos, despertar pregunta o, ni más ni menos, conciencia.
El arte nos permitiría, por ejemplo, visibilizar lo imperceptible a través de la materialización (o literalización) de lo que se nos ha hecho invisible en las pantallas. Como mecanismo disruptivo que favorece un ejercicio de descubrimiento o de extrañamiento ante lo que excesivo e inmaterial se nos muestra invisible. Como devolución de la mirada de una sociedad excedentaria apoyada en la acumulación digital de mundo, de datos, archivos y fragmentos de vida. Recuerdo el relato sobre una ensoñación de Laura Bey que decía:
[…] de pronto los datos tenían cuerpo y no el carácter liviano de lo digital. Era así que todas las imágenes y la información comenzaron a desbordar la pantalla, pesaban y acumulaban el polvo de las fotos de papel y los viejos impresos, y nos iban sepultando a los que estábamos en la habitación hasta apretarse entre paredes y cuerpos y salir por la ventana. Como si de pronto en todas las fotos hubiéramos usado cámara analógica, con su caducidad en el hacer que obliga a seleccionar lo que revelar, lo que mirar. Frente a ese otro impulso de la cámara digital y del teléfono móvil de fotografiarlo y compartirlo absolutamente “todo”, porque nada nos cuesta, porque nada ocupa. Las miles de fotos de nuestros perfiles se rebelaron e hicieron de papel. Algunos se sentían doloridos por su peso, pero también estúpidos observando su misma foto multiplicada desde un ángulo minimamente distinto. Lo último que recuerdo es que ante las fotos que nos atrapaban, un conocido reclamaba que estuviéramos tranquilos, que él era el artista, que aquello era su obra4.
Pareciera que en esta escena Bey estuviera describiendo en parte la sobrecogedora instalación artística de Erik Kessels 24 HRS in photos5 realizada con las imágenes impresas en Flicker en 24 horas. Experiencia que llevada a nuestros álbumes propios nos inquieta, al comprobar que tolerar el exceso hoy no puede entenderse sin valorar el carácter intangible de lo que producimos en las redes, y que en la mayoría de los casos ni siquiera se almacena en nuestros discos duros o dispositivos móviles. De forma que toda acumulación y exceso son bienvenidos en tanto su almacenamiento no arrastra la complicación del poco espacio de nuestras habitaciones y muebles. En el gesto cotidiano de acumulación digital parecemos no ver el límite ni la contrapartida de producir y archivar fragmentos infinitos de vida digitalizada. Incluso cediendo a la oferta de almacenamiento fuera de nuestro control y de nuestros aparatos, en entes no carentes de poe-sía (tampoco de perversión), como esa llamada “nube” que dice almacenar nuestras cosas digitales. Una nube que me hace mirar arriba como cuando los cristianos miran al cielo presuponiendo más allá, un dios. Cuando lo hago visualizo toda una tipología de nuevos dioses que merodean SiliconValley y sus futuros sucedáneos, y mando un saludo de párpados al satélite que quizá también ahora nos mira.
Sin embargo, a qué engañarnos, pues también nos incomoda la dificultad de reducir el exceso para hacerlo manso. O de comprimirlo y verlo de pronto manejable como un símbolo que nos permita manipularlo y comprenderlo. La hipervisibilidad de la época excede los ojos hasta imposibilitar su abordaje, su gestión. Y como consecuencia deriva en nuevas formas de censura. El exceso hace reclamar a gritos: “¡Que alguien nos ayude a filtrar, a ordenar, a almacenar, a jerarquizar!” lo que, curiosamente, antes reclamábamos horizontal y desjerarquizado. Hacerlo como respuesta y alternancia a ese otro exceso “de antes de antes” (cuando el mundo no estaba en red), cuando el dominio de unos pocos era tan claro. “Don’t be evil” reza uno de los lemas de los que mandan en Internet camuflados hoy, advirtiéndonos a nosotros de lo que suponemos temen en sí mismos.
El poder de ahora atraviesa cada base de datos que subyace en una búsqueda. Su lógica algorítmica, su programación, que no es así porque se trate de la única o mejor manera para facilitar un orden. Es así, porque es la opción elegida por quien crea y gestiona la máquina, por quien desea “lograr algo” a cambio de que lo utilicemos. Y de ahí su (de momento) gratuidad para lograr cosas como posicionamiento, visibilidad, dependencia en el uso, capital.
Organizar las formas de valor que regularían este exceso requiere, claro está, criterios y escalas que nos compelen. Pongamos: ¿qué determina un orden? ¿Qué decide ser el primero o el último de la lista? ¿Qué se deriva de ello? Sin olvidar que la pregunta hecha hoy a Internet no se limita al contenido informacional como objeto, sino también al sujeto y su experiencia, cosificados y mediados por la red. Quiero decir que lo engloba todo: “¿qué es?, ¿qué significa?, ¿dónde está?”… en convivencia con esas preguntas más corrientes o esas expresiones que buscan y que “en conjunto” también nos significan: “dolor de espalda”, “busco libro”, “apartamento en Berlín”, “¿quién eres?”
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