En esto de la jungla de los derechos de autor pasa como con muchas otras cosas. Las palabras tienen un valor distinto según quién las diga. Porque en el ecosistema de la creación y la industria musical los intereses a veces son enfrentados y ya cada vez son más los que exigen una separación entre editores y autores. Lo mismo que el significado de «cultura libre», tan equívoco y víctima del triunfalismo propio del mundo digital y de ciertos sectores nacidos en el seno del ciberactivismo.
No es sencillo, desde luego. Podemos hablar de SGAE con las últimas noticias, esas que hablan de la enésima renovación de su imagen pública o de un deliberado perfil bajo en su conflictividad. O podemos regresar a 1987, el año en que mientras Hüsker Dü nos decían una y otra vez que había que aprovechar aquel presente para construir un futuro, el que fuera, en España se aprobaba la primera Ley de Propiedad Intelectual, que a su vez venía a reformar la anterior, que databa, nada más y nada menos, que de 1879. Además, la Ley llegaba con una importantísima novedad: «liberalizó» el sector. Junto a la omnipresente SGAE, hasta entonces única entidad de gestión, apareció el actual organigrama de entidades (ocho en total, cada una destinada a un sector concreto de la creación) habilitadas por el Ministerio de Cultura para la gestión colectiva de los derechos de sus socios. Pero aquel canto de cisne tenía trampa: desde entonces, como había sucedido desde su fundación en 1932, se implantó un monopolio que se ha mantenido hasta la fecha, aunque como sabemos la actual Ley ha abierto la posibilidad para que coexistan otros operadores. Sin embargo, consciente de que estos son sin duda años también importantes para la entidad, ha torpedeado a sus competidores, a sabiendas de que juega con ventaja.
Su historia, por tanto, puede contarse como una sucesión de presidentes que, unos más y otros menos, no han querido o no han podido acometer una reforma y saneamiento integrales, tan exigidos por la inmensa mayoría de sus socios y por la sociedad en su conjunto, y que ha obligado a que varios gobiernos, a través de distintos Ministros de Cultura, tomen cartas en el asunto. También es un relato lleno de paradojas. Existen poquísimos casos en que una entidad de gestión, que teóricamente es una asociación sin ánimo de lucro creada para la defensa de sus asociados, tenga tantísimo poder y, al mismo tiempo, disfrute de tan mala prensa, ganada a pulso, incluso entre los suyos. La casi unánime opinión acerca de unas malas y con frecuencia incomprensibles prácticas, que han dado lugar a procesos judiciales penales en los que se han destapado sonrojantes entramados, del todo ilógicos para una entidad de este tipo y descomunales en su magnitud, ha generado un alud de críticas e informes, incluidos los de la Comi-sión Nacional de la Competencia (actualmente integrada en la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia), que ha abierto expedientes sancionadores contra la entidad, y que incluyen fuertes multas debido a su abuso en la posición monopolística y malos usos. Su nombre es como una especie de amuleto, y hay quien asegura que, al pronunciarse en las proximidades de la sede de la entidad, es capaz de producir temblores de tierra y hasta tos nerviosa a sus altos cargos.
Porque, lamentablemente, es posible que todo aquello que pudiera decirse de la entidad en 1987 no difiera mucho de aquello que cada día se dice de la misma. Así que, efectivamente, existe una sensación de cierto vértigo, ese déjà vu del que hablábamos al comienzo, cuando leemos o sabemos de SGAE, e incluso cuando tratamos con ella.
El mundo ha cambiado, lo mismo que la industria musical. También los músicos, productores y promotores han tenido que cambiar. Los músicos, que en muchas ocasiones hacen el papel de mánagers y muchas otras cosas más, deben aprender a construir su propio marco y decidir cuál va a ser el modo en que podrán vivir de su arte, algo que inevitablemente les obliga a entender por qué y para qué existen entidades de gestión como la que nos ocupa. Ahora, inevitablemente, han comprendido que deben saber qué diantres es eso de la «gestión colectiva obligatoria» o la «comunicación pública», o las «licencias libres». Algo de eso, por supuesto, ya les suena, pero apuesto a que lo que se piensa de ello difiere de lo que realmente es. O, al menos, no exactamente.
En términos generales, el mundo de la propiedad intelectual y las aventuras y desventuras de SGAE son objeto de opiniones y comentarios que con excesiva frecuencia caen en lugares comunes, la mayoría completamente equívocos y falsos, la mayoría parciales y unos cuantos casi siempre descontextualizados.
Actualmente, los intereses entre editores y autores no son los mismos y, en muchos casos, la relación contractual suele ser conflictiva y tensa (para empezar, los contratos editoriales son a perpetuidad, algo absolutamente único en el sistema contractual español, así como la mayoría de las editoriales no hacen absolutamente nada por promocionar a sus artistas sino solamente funcionan como acumuladores de obras para rentabilizarlas y, de esta manera, adoptar una posición de mayor peso dentro de SGAE). También ha existido una separación y una desconexión mutua entre activistas que, por distintos motivos, han ido relacionándose con la propiedad intelectual, y los mismos creadores, que buscan algo tan legítimo como poder vivir de aquello que saben hacer.
Existe un problema de base: la falta de comprensión de muchas cuestiones que este libro, por fin, aclara. No ha sido una cuestión de torpeza. El propio Reixa, en un momento grandioso y también hilarante de este libro, reconoce que al alcanzar la Presidencia los técnicos tuvieron que explicarle decenas de veces, a través de interminables power points, cómo se realizaba el sistema de reparto de derechos de televisiones. Yo mismo he tenido en mis manos las liquidaciones y documentos en los que se identifican las obras y, por más que lo he intentado, me ha sido imposible desentrañar el origen de muchos números y datos. Parece que es una mano invisible quien apunta los asientos. Lo mismo que el sistema recaudatorio en general, lo que provoca situaciones absolutamente esperpénticas en las que autores que han percibido una triste liquidación, tras volver a entrevistarse (a ser posible, físicamente, en la misma entidad y sin necesidad de estar armados con los informes de la Comisión Nacional de la Competencia) con el responsable del Departamento de Socios, reciben una cantidad mayor. Este es un relato que habla de la cultura de este país: un grave déficit de la cultura del respeto hacia el autor, en gran parte impulsada por aquellos que deberían ser sus garantes, porque, al fin y al cabo, decimos que ha cambiado el mundo, pero ¿lo ha hecho suficientemente SGAE?
Existe una casi absoluta opacidad en los acuerdos entre la entidad y las grandes plataformas audiovisuales de este país, que a día de hoy mantienen prácticas sin respaldo legal alguno, a todas luces contrarias a derecho, como las llamadas «autopromociones», según las cuales se ha ofrecido y ofrece el repertorio de SGAE para su comunicación pública y explotación en anuncios de programas propios de las cadenas de las plataformas y que, por este motivo y ningún otro (y, desde luego, sin consentimiento ni comunicación de