SÓCRATES. —¡Ah!, mi querido Alcibíades, ¿qué es lo que acabas de decirme? ¡Tu manifestación es indigna del noble continente y demás ventajas que posees!
ALCIBÍADES. —¿Cómo? Sócrates, explícate.
SÓCRATES. —¡Ah!, estoy inconsolable por ti y por mí, si…
ALCIBÍADES. —¿Qué significa ese si…?
SÓCRATES. —Si crees no tener que combatir y superar más que a gentes de esa calaña.
ALCIBÍADES. —¿A quién quieres entonces que trate de superar?
SÓCRATES. —Aún eso me sorprende más; ¿es ésa la pregunta que debe hacer un hombre que cree tener un corazón grande?
ALCIBÍADES. —¿Qué quiere decir eso? ¿No son éstos los únicos que puedo temer?
SÓCRATES. —Si tuvieses que conducir un buque de guerra que debiese pronto combatir, ¿te bastaría ser más hábil para la maniobra que todos los que compusiesen la tripulación? ¿No te propondrías más bien superar a los mejores pilotos de los enemigos, en lugar de medirte, como haces ahora, con los tuyos, por encima de los cuales debes sobresalir tanto, que no solo crean que no pueden disputarte el puesto, sino que reconociéndose inferiores no piensen más que en combatir con los enemigos bajo tus órdenes? He aquí los sentimientos que deben animarte, si tienes intenciones de hacer alguna cosa grande, digna de ti y de la patria.
ALCIBÍADES. —¡Ah!, ése es mi ídolo.
SÓCRATES. —¡Vaya una ambición digna de Alcibíades, limitarse a ser el más bravo de nuestros soldados! ¿No deberás tener más bien en cuenta a los generales enemigos para superarlos, y por este medio ejercitarte y compararte sin cesar a ellos?
ALCIBÍADES. —¿Quiénes son esos grandes generales, Sócrates?
SÓCRATES. —¿No sabes que nuestra república está casi siempre en guerra con los lacedemonios o con el gran rey? Si piensas ponerte a la cabeza de los atenienses, es preciso que te prepares para combatir a los reyes de Lacedemonia y al rey de Persia.
ALCIBÍADES. —Quizá digas verdad.
SÓCRATES. —¡Oh!, no, no, mi querido Alcibíades; no debes pensar sino en superar a un Midias, tan entendido en la cría de codornices, y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en la gobernación de la república, descubriendo aún, como dirían ciertas mujerzuelas, la larga cabellera de esclavos[8] que llevan en su alma, y que con su lenguaje bárbaro, lejos de gobernarla, han llegado a corromper la ciudad por medio de sus cobardes adulaciones. He aquí las gentes que debes proponernos por modelos, sin pensar en ti mismo, sin pensar en instruirte; y de esta manera irás y sostendrás los combates que te esperan, sin haberte ejercitado jamás, sin haber hecho ningún preparativo; y en tal estado te pondrás a la cabeza de los atenienses.
ALCIBÍADES. —Todo lo que me dices, Sócrates, lo tengo por verdadero; sin embargo, me imagino que los generales de Lacedemonia y el rey de Persia son como los demás.
SÓCRATES. —¡Ah, mi querido Alcibíades!, fíjate un poco, te lo suplico, en esa opinión.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Primeramente, ¿cuál de estas dos cosas te daría más cuidado: formarte de estos hombres una idea que te los haga temibles, o tomarlos por hombres de quienes nada tienes que temer?
ALCIBÍADES. —Sin dudar, prefiero formar una gran idea de ellos.
SÓCRATES. —¿Crees que será un mal para ti el tener cuidado de ti mismo?
ALCIBÍADES. —Por el contrario, estoy persuadido de que sería un gran bien.
SÓCRATES. —De esa manera la opinión que has formado de tus enemigos es ya un gran mal.
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Además es falsa, y puedo hacértelo ver.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —¿Qué hombres piensas que son los mejores, los de alto, o los de bajo nacimiento?
ALCIBÍADES. —Los de alto nacimiento, evidentemente.
SÓCRATES. —Y los que a este gran nacimiento han unido una buena educación, ¿no crees que tienen todo lo necesario para la perfección de la virtud?
ALCIBÍADES. —Eso es indudable.
SÓCRATES. —Comparando, pues, nuestra condición a la suya, veamos en primer lugar, si los reyes de Lacedemonia y el rey de Persia son de nacimiento inferior al nuestro. ¿No sabemos que los primeros descienden de Heracles, y los últimos de Aquemenes y que Heracles y Aquemenes descienden de Zeus?
ALCIBÍADES. —Y mi familia, Sócrates, ¿no desciende de Eurísaces y Eurísaces no remonta hasta Zeus?
SÓCRATES. —Y la mía, mi querido Alcibíades, ya que lo tomas por ese rumbo, ¿no desciende de Dédalo, y Dédalo no nos lleva hasta Hefesto, hijo de Zeus? Pero la diferencia que hay entre ellos y nosotros es que remontan hasta Zeus por una gradación continua de reyes sin ninguna interrupción; los unos han sido reyes de Argos y de Lacedemonia, y los otros siempre han reinado en Persia y han poseído muchas veces el Asia, como sucede en este momento; mientras que nuestros abuelos no han sido más que simples particulares como nosotros. Si te vieses precisado a dar explicación a Artajerjes, hijo de Jerjes, de tus antepasados, y de Salamina la patria de Eurísaces, o de Egina la de Éaco, más antigua aún, ¿qué objeto de risa no sería para él? Así como estamos precisados a darnos por vencidos en punto a nacimiento, veamos si no somos tan inferiores en punto a educación. ¿No te han dicho nunca las grandes ventajas que tienen en esto los reyes de Lacedemonia, cuyas mujeres son guardadas por los Éforos, para asegurarse, cuanto es posible, de que no darán a luz más que reyes de la raza de Heracles? Y el rey de Persia está en este concepto tan por encima de los reyes de Lacedemonia, que jamás se ha sospechado que la reina pueda dar a luz un príncipe que no sea hijo del rey, y por esta razón jamás se ha guardado, siendo su única guarda el temor. En el nacimiento del primogénito, que debe suceder en la corona, todos los pueblos de este gran imperio celebran con festejos este día, y posteriormente todos los años se solemniza el día con sacrificios solemnes en todas las provincias del Asia; en lugar de lo cual, cuando nosotros nacemos, mi querido Alcibíades, se nos puede aplicar el dicho del poeta cómico:
apenas nuestros vecinos se aperciben de ello.
El tal niño es educado, no por una nodriza de bajo nacimiento, sino por los más virtuosos eunucos de la corte, que tienen cuidado de formar y amoldar su cuerpo para que tenga el talle más hermoso posible, y cuyo empleo da una consideración muy alta. Cuando tiene siete años, le pone a cargo de escuderos, y entra ya a ejercitar la caza. A los catorce se le entrega a los preceptores del rey, que son cuatro señores escogidos, los más estimados de toda la Persia, y se procura que estén en el vigor de la edad; el uno pasa por el más sabio, el otro por el más justo, el tercero por el más templado y el cuarto por el más valiente. El primero le enseña la magia de Zoroastro, hijo de Ormuz[9]; es decir, la religión y todo el culto de los dioses, y le enseña igualmente todos los deberes de buen rey. El segundo le enseña a decir siempre la verdad, aunque sea contra sí mismo. El tercero le enseña a no dejarse jamás vencer por sus pasiones, a fin de que se mantenga siempre libre y rey, teniendo siempre imperio sobre sí mismo. El cuarto lo acostumbra a ser intrépido, y le enseña a no temer nada; porque si teme, es esclavo. En vez de todo esto, dime tú, ¿qué preceptor has tenido? Pericles te abandonó en manos de Zópiro, esclavo de Tracia, que era incapaz de otro empleo a