No esperéis de mí, atenienses, que yo recurra para con vosotros a cosas que no tengo por buenas, ni justas, ni piadosas, y menos que lo haga en una ocasión en que me veo acusado de impiedad por Méleto; porque si os ablandase con mis súplicas y os forzase a violar vuestro juramento, sería evidente que os enseñaría a no creer en los dioses, y, queriendo justificarme, probaría contra mí mismo, que no creo en ellos. Pero es una fortuna, atenienses, que esté yo en esta creencia. Estoy más persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores; y es tan grande la persuasión, que me entrego a vosotros y al dios de Delfos, a fin de que me juzguéis como creáis mejor para vosotros y para mí.
(Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 546, procedieron a la votación y resultaron 286 votos en contra y 274 en favor; y Sócrates, condenado por una mayoría de seis votos, tomó la palabra y dijo:)
SÓCRATES. —No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabáis de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones; la principal, porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que solo por tres votos no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Méleto; y no solo librado, sino que os consta a todos que si Ánito y Licón no se hubieran levantado para acusarme, Méleto hubiera pagado seis mil dracmas[21] por no haber obtenido la quinta parte de votos.
Méleto me juzga digno de muerte; en buena hora. ¿Y yo de qué pena[22] me juzgaré digno? Veréis claramente, atenienses, que yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y qué es? ¿A qué pena, a qué multa voy a condenarme por no haber callado las cosas buenas que aprendí durante toda mi vida; por haber despreciado lo que los demás buscan con tanto afán, las riquezas, el cuidado de los negocios domésticos, los empleos y las dignidades; por no haber entrado jamás en ninguna cábala, ni en ninguna conjuración, prácticas bastante ordinarias en esta ciudad; por ser conocido como hombre de bien, no queriendo conservar mi vida valiéndome de medios tan indignos? Por otra parte, sabéis que jamás he querido tomar ninguna profesión en la que pudiera trabajar al mismo tiempo en provecho vuestro y en el mío, y que mi único objeto ha sido procuraros a cada uno de vosotros en particular el mayor de todos los bienes, persuadiéndoos a que no atendáis a las cosas que os pertenecen antes que al cuidado de vosotros mismos, para haceros más sabios y más perfectos, lo mismo que es preciso tener cuidado de la existencia de la república antes de pensar en las cosas que le pertenecen, y así de lo demás.
Dicho esto, ¿de qué soy digno? De un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionáis verdaderamente la recompensa al mérito; de un gran bien que pueda convenir a un hombre tal como yo. ¿Y qué es lo que conviene a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor, y que tiene necesidad de un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo, y esto le es más debido que a los que entre vosotros han ganado el premio en las corridas de caballos y carros en los juegos olímpicos[23]; porque éstos con sus victorias hacen que aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia, sino en la realidad. Por otra parte, éstos no tienen necesidad de este socorro, y yo la tengo. Si en justicia es preciso adjudicarme una recompensa digna de mí, ésta es la que merezco, el ser alimentado en el Pritaneo.
Al hablaros así, atenienses, quizá me acusaréis de que lo hago con la terquedad y arrogancia con que deseché antes los lamentos y las súplicas. Pero no hay nada de eso.
El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo la convicción de no haber hecho jamás el menor daño a nadie queriéndolo y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros de ello, porque el tiempo que me queda es muy corto. Si tuvieseis una ley que ordenase que un juicio de muerte durara muchos días, como se practica en otras partes, y no uno solo, estoy persuadido que os convencería. ¿Pero qué medio hay para destruir tantas calumnias en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo he de hacérmelo a mí mismo, confesando que merezco ser castigado, e imponiéndome a mí mismo una pena? Qué, ¿por no sufrir el suplicio a que me condena Méleto, suplicio que verdaderamente no sé si es un bien o un mal, iré yo a escoger alguna de esas penas, que sé con certeza que es un mal, y me condenaré yo mismo a ella? ¿Será quizá una prisión perpetua? ¿Y qué significa vivir, siempre yo esclavo de los Once?[24] ¿Será una multa y prisión hasta que la haya pagado? Esto equivale a lo anterior, porque no tengo con qué pagarla. ¿Me condenaré a destierro? Quizá confirmaríais mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara bien el amor a la vida, atenienses, si no viera que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no habéis podido sufrir mis conversaciones ni mis máximas, y de tal manera os han irritado que no habéis parado hasta deshaceros de mí, con mucha más razón los de otros países no podrían sufrirme. ¡Preciosa vida para Sócrates, si a sus años, arrojado de Atenas, se viera errante de ciudad en ciudad como un vagabundo y como un proscrito! Sé bien, que, adondequiera que vaya, los jóvenes me escucharán, como me escuchan en Atenas; pero si los rechazo harán que sus padres me destierren; y si no los rechazo, sus padres y parientes me arrojarán por causa de ellos.
Pero me dirá quizá alguno: —Qué, Sócrates, ¿si marchas desterrado no podrás mantenerte en reposo y guardar silencio? Ya veo que este punto es de los más difíciles para hacerlo comprender a alguno de vosotros, porque si os digo que callar en el destierro sería desobedecer a Dios, y que por esta razón me es imposible guardar silencio, no me creeríais y miraríais esto como una ironía; y si por otra parte os dijese que el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los días de su vida y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome a mí mismo, ya examinando a los demás, porque una vida sin examen no es vida, aún me creeríais menos. Así es la verdad, atenienses, por más que se os resista creerla. En fin, no estoy acostumbrado a juzgarme acreedor a ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal que pudiera pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi indigencia, y en este concepto podría extenderme hasta una mina de plata, y a esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está presente, Critón, Critóbulo y Apolodoro quieren que me extienda hasta treinta minas, de que ellos responden. Me condeno pues a treinta minas, y he aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho abono.
(Habiéndose Sócrates condenado a sí mismo a la multa por obedecer la ley, los jueces deliberaron y le condenaron a muerte, y entonces Sócrates tomó la palabra y dijo:)
SÓCRATES. —En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipitación vais a cargar con un baldón y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que acusen a la república de haber hecho morir a Sócrates, a este hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situación, ellos me llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de lo cual, si hubieseis tenido un tanto de paciencia, mi muerte venía de suyo, y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces, sino tan solo por los que me han condenado a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra, sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la