En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendía de su profesión, que los encontraría muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podía engañarme. Sabían cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más entendidos entre ellos me parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no hallé uno que, a título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.
Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría más ser tal como soy sin la habilidad de estas gentes, e igualmente sin su ignorancia, o bien tener la una y la otra y ser como ellos, y me respondí a mí mismo y al oráculo, que era mejor para mí ser como soy. De esta indagación, atenienses, han nacido contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que han producido todas las calumnias que sabéis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás. Me parece, atenienses, que solo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mí nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: «El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada».
Convencido de esta verdad, para asegurarme más y obedecer al dios, continué mis indagaciones, no solo entre nuestros conciudadanos, sino entre los extranjeros, para ver si encontraba algún verdadero sabio, y al no haberlo encontrado tampoco, sirvo de intérprete al oráculo, haciendo ver a todo el mundo, que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto, que no tengo tiempo para dedicarme al servicio de la república ni al cuidado de mis cosas, y vivo en una gran pobreza a causa de este culto que rindo a dios. Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas familias en sus ocios se unen a mí de buen grado, y tienen tanto placer en ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres que quieren imitarme con aquellos que encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada.
Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia la toman conmigo y no con ellos, y van diciendo que hay un cierto Sócrates, que es un malvado y un infame que corrompe a los jóvenes; y cuando se les pregunta qué hace o qué enseña, no tienen qué responder, y para disimular su flaqueza se desatan con esos cargos triviales que ordinariamente se dirigen contra los filósofos; que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra, que no cree en los dioses, que hace buenas las más malas causas; y todo porque no se atreven a decir la verdad, que es que Sócrates los coge in fraganti, y descubre que figuran que saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos y numerosos, hablando de mí con plan combinado y con una elocuencia capaz de seducir, hace largo tiempo que os soplan al oído todas estas calumnias que han forjado contra mí, y hoy han destacado con este objeto a Méleto, Ánito y Licón.[11] Méleto representa a los poetas, Ánito a los políticos y artistas y Licón a los oradores. Ésta es la razón por la que, como os dije al principio, tendría por un gran milagro si en tan poco espacio pudiese destruir una calumnia, que ha tenido tanto tiempo para echar raíces y fortificarse en vuestro espíritu.
He aquí, atenienses, la verdad pura; no os oculto ni disfrazo nada, aun cuando no ignoro que cuanto digo no hace más que envenenar la llaga; y esto prueba que digo la verdad, y que tal es el origen de estas calumnias. Cuantas veces queráis tomar el trabajo de profundizarlas, sea ahora o sea más adelante, os convenceréis plenamente de que es éste el origen. Aquí tenéis una apología que considero suficiente contra mis primeras acusaciones.
Pasemos ahora a los últimos, y tratemos de responder a Méleto, a este hombre de bien, tan llevado, si hemos de creerle, por el amor a la patria. Repitamos esta última acusación, como hemos enunciado la primera. Hela aquí, poco más o menos: Sócrates es culpable, porque corrompe a los jóvenes, porque no cree en los dioses del Estado, y porque en lugar de estos pone divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.
He aquí la acusación. La examinaremos punto por punto. Dice que soy culpable porque corrompo a la juventud; y yo, atenienses, digo que el culpable es Méleto, en cuanto, burlándose de las cosas serias, tiene la particular complacencia de arrastrar a otros ante el tribunal, queriendo figurar que se desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni el más pequeño sacrificio, y voy a probároslo.
Ven acá, Méleto, dime: ¿ha habido nada que te haya preocupado más que el hacer los jóvenes lo más virtuosos posible?
MÉLETO. —Nada, indudablemente.
SÓCRATES. —Pues bien; di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la condición de los jóvenes. Porque no puede dudarse que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa esta idea. En efecto, puesto que has encontrado al que los corrompe, y hasta le has denunciado ante los jueces, es preciso que digas quién los hará mejores. Habla; veamos quién es.
¿Lo ves ahora, Méleto?; tú callas; estás perplejo, y no sabes qué responder. ¿Y no te parece esto vergonzoso? ¿No es una prueba cierta de que jamás ha sido objeto de tu cuidado la educación de la juventud? Pero, repito, excelente Méleto, ¿quién es el que puede hacer mejores a los jóvenes?
MÉLETO. —Las leyes.
SÓCRATES. —Méleto, no es eso lo que pregunto. Yo te pregunto quién es el hombre; porque es claro que la primera cosa que este hombre debe saber son las leyes.
MÉLETO. —Son, Sócrates, los jueces aquí reunidos.
SÓCRATES. —¡Cómo, Méleto! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?
MÉLETO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —¿Pero son todos estos jueces, o hay entre ellos unos que pueden y otros que no pueden?
MÉLETO. —Todos pueden.
SÓCRATES. —Perfectamente, ¡por Hera!, nos has dado un buen número de buenos preceptores. Pero pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan, ¿pueden también hacer los jóvenes mejores, o no pueden?
MÉLETO. —Pueden.
SÓCRATES. —¿Y los senadores?
MÉLETO. —Los senadores lo mismo.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Méleto, todos los que vienen a las asambleas del pueblo ¿corrompen igualmente a los jóvenes o son capaces de hacerlos mejores?
MÉLETO. —Todos son capaces.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí que todos los atenienses pueden hacer los jóvenes mejores, menos yo; solo yo los corrompo; ¿No es esto lo que dices?
MÉLETO. —Lo mismo.
SÓCRATES. —Verdaderamente, ¡buena desgracia es la mía! Pero continúa respondiéndome. ¿Te parece que sucederá lo mismo con los caballos? ¿Pueden todos los hombres hacerlos mejores, y que solo uno tenga el secreto de echarlos a perder? ¿O es todo lo contrario lo que sucede? ¿Es uno solo o hay un cierto número de picadores que puedan hacerlos mejores? ¿Y el resto de los hombres, si se sirven de ellos, no los echan a perder? ¿No sucede esto mismo con todos los animales? Sí, sin duda; ya convengáis en ello Ánito y tú o no convengáis. Porque sería una gran fortuna y gran ventaja para la juventud, que solo hubiese un hombre capaz de corromperla, y que todos los demás la pusiesen en buen camino. Pero tú has probado suficientemente, Méleto, que la educación de la juventud no es cosa que te haya quitado el sueño, y tus discursos acreditan claramente, que jamás te has ocupado de lo mismo que motiva tu acusación contra mí.
Por otra parte te suplico, ¡por Zeus!, Méleto, que me respondas a esto. —¿Qué es mejor, habitar con hombres de bien o habitar con pícaros? Respóndeme, amigo mío; porque