—No me parece que se equivoca.
—¿Es decir que tú tienes por verdadero lo que dice?
—Sí.
—En este caso, Menéxeno, el que es amado es el amigo del que le ama, sea que le corresponda o sea que le aborrezca, como los niños que no advierten ningún género de afección, y, si cabe, aborrecen a sus padres cuando se les corrige, y que en ningún momento están más predispuestos en contra de estos que cuando los manifiestan estos mismos mayor cariño.
—Ésa es también mi opinión.
—Luego el amigo no es aquel que ama sino el que es amado.
—Así parece.
—¿Por este principio es enemigo aquel que aborrece, y no aquel que es aborrecido?
—Así parece.
—En este concepto muchos son amados por sus enemigos y aborrecidos por sus amigos, puesto que el amigo es aquel que es amado, y no aquel que ama. Pero parece increíble, Menéxeno, o más bien imposible que uno sea «amigo de su enemigo y enemigo de su amigo».
—Eso es cierto, Sócrates.
—Si esto es imposible, ¿el que ama es naturalmente amigo del que es amado?
—Así parece.
—¿Y el que aborrece, es enemigo del que es aborrecido?
—Necesariamente.
—Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando aman a quien no los ama o los aborrece. Además, muchas veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son nuestros amigos, como cuando aborrecemos a quien no nos aborrece, y quizá nos ama.
—Eso es probable.
—Si el amigo no es el que ama, ni lo es el que es amado, ni tampoco el hombre que a la vez ama y es amado, ¿qué es lo que debemos deducir de aquí? ¿Existen entre los hombres otras relaciones, de las que pueda deducirse la amistad?
—Yo, Sócrates, no veo ninguna.
—¿Quizá, Menéxeno, al comenzar nuestra indagación, tomamos mal camino?
—Así es, Sócrates —exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que me pareció habérsele escapado, efecto de la mucha atención que prestaba a lo que estábamos diciendo, y que se advertía claramente en su semblante.
Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menéxeno, encantado como estaba yo del deseo de instruirse que manifestaba Lisis, emprendí con este la conversación.
—Lisis —le dije—, creo que tienes razón, y que si hubiéramos dirigido mejor nuestra indagación, no nos habríamos extraviado, como ha sucedido. Dejemos, pues, este camino; porque para mí una indagación se parece a una especie de camino. Vale más volver al que los poetas nos han abierto, porque los poetas hasta cierto punto son nuestros padres y nuestros guías en cuanto a sabiduría. Quizá no han hablado a la ligera cuando han dicho, con motivo de la amistad, que es Dios mismo el que hace los amigos y que atrae los unos hacia los otros. He aquí, poco más o menos, a mi entender, cómo se explican: —Un Dios conduce el semejante hacia su semejante,[7] y se lo hace conocer. ¿No oíste nunca este dicho vulgar?
—No —dijo.
—¿Pero no ignoras la opinión de los sabios, que han dicho en los mismos términos, poco más o menos, que es de toda necesidad que lo semejante sea amigo de lo semejante? Probablemente son los mismos que han escrito y razonado sobre la naturaleza y sobre el universo.
—Tienes razón —respondió.
—Pero, dime, ¿han dicho la verdad?
—Quizá.
—Quizá la mitad de la verdad, y quizá la verdad toda entera, respondí a mi vez; pero nosotros no la comprendemos. El hombre malo se nos figura que es enemigo de otro hombre malo, y es tanto más malo, cuanto más se traten y se aproximen, porque encuentra más facilidad de causarle daño. Es imposible que los seres dañinos y los que están expuestos a sus tiros, puedan jamás hacerse amigos. ¿Es esta tu opinión?
Sí, verdaderamente.
—He aquí, ya, que la mitad de lo que dicen esos sabios es una falsedad, porque el hombre malo es semejante al hombre malo.
—Eso es cierto.
—Pero quizá han querido decir, que solo los hombres de bien son semejantes a los hombres de bien y son amigos entre sí, mientras que los malos, como se ha pretendido también, no se parecen en manera alguna, ni entre ellos, ni en sí mismos, porque son mudables y variables. En este caso no puede sorprender que lo que es diferente de sí mismo no se parezca nunca a nada, ni sea amigo de nada. He aquí lo que yo creo; ¿y tú?
—Yo lo mismo.
—Por lo tanto, mi querido amigo, esto es probablemente lo que significan estas palabras: que lo semejante es amigo de lo semejante, que equivale a decir, que solo el bueno es amigo del bueno, y que el malo es incapaz de una amistad verdadera, ni con el hombre de bien ni con otro malo. ¿Me concedes esto?
Lo concedió.
—Ahora ya sabemos quiénes son los verdaderos amigos, porque de este razonamiento resulta, que los verdaderos amigos son los hombres de bien.
—Ése es mi dictamen —respondió.
—Y el mío —repliqué yo—; pero encuentro, sin embargo, alguna dificultad. Veamos pues, ¡por Zeus!, y comprobemos mis sospechas. ¿Lo semejante es el amigo de lo semejante, en tanto que es semejante, y que a título de tal le es útil? O más bien, examinemos la cosa bajo otro punto de vista. ¿Lo semejante ofrece a su semejante alguna ventaja, que no pueda sacar de sí mismo, o causarle un daño, que no pueda de suyo experimentar? ¿O de otra manera, lo semejante puede esperar de su semejante alguna cosa, que no pueda esperar igualmente de sí mismo? Si así es, ¿para qué seres semejantes han de aproximarse el uno al otro, no debiendo sacar de ello ninguna utilidad? ¿Es esto posible?
—No, es imposible.
—¿Y el hombre que no habrá necesidad de buscar, el hombre que no es amado, no será nunca un amigo?
—De ninguna manera.
—¿Pero si el semejante no puede ser amigo del semejante, quizá el bueno será amigo del bueno, no en tanto que semejante, sino en tanto que bueno?
—Quizá.
—Sí, ¿pero el bueno no se basta a sí mismo, en tanto que bueno?
—Sin duda.
—¿Y el que se basta a sí mismo, tiene necesidad de ningún otro?
—No.
—No teniendo necesidad de nadie, no buscará a nadie.
—En efecto.
—Si no busca a nadie, no amará a nadie.
—No, ciertamente.
—Y si no ama a nadie, él mismo no será amado.
—No lo creo.
—¿Cómo los buenos pueden ser amigos de los buenos, cuando, estando los unos separados de los otros, no se desean mutuamente, puesto que se bastan a sí mismos, y que estando los unos inmediatos a los otros, no se sirven para nada recíprocamente? ¿Cuál es el medio de que tales gentes se puedan estimar entre sí?
—Imposible —dijo.
—Pero si no se estiman, ¿no serán amigos?
—Dices verdad.
—Mira, Lisis, el chasco que nos hemos llevado. ¿No ves ahora que nuestro engaño ha sido completo?
—¿Pues