—Se lo impediría.
—Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, aun cuando quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en nuestra habilidad?
—Tienes razón.
—¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más hábiles que su hijo?
—Necesariamente, Sócrates.
—Ya ves lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis, en las cosas en que nos hemos hecho hábiles, se fía de nosotros todo el mundo, los griegos, los bárbaros, los hombres, las mujeres, y nadie nos impide obrar como mejor nos parezca; y no solo nos gobernamos a nosotros mismos, sino que gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo que les pertenece. Pero en las cosas en que no tenemos ninguna experiencia, nadie querrá dejarse conducir a gusto nuestro; no habrá uno que no ponga obstáculos, y no solo los extraños, sino también nuestro padre, nuestra madre, y cualquier otro pariente más próximo, si pudiese haberle; seremos esclavos de los demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros, puesto que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me concedes todo esto?
—Sí.
—¿Amaremos y seremos amados con relación a las cosas en que no podamos ser de alguna utilidad?
—No —dijo.
—¿Así es que tu padre no te amará respecto a las cosas en que no le seas útil, y lo mismo sucederá con todos los hombres, los unos respecto de los otros?
—Yo lo creo así.
—Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño, porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás un amigo; ni tu padre, ni tu madre, ni tus parientes, ni ningún hombre, te amarán. Y dime, ¿es posible ser orgulloso cuando no se sabe nada, Lisis?
—Eso no puede ser.
—Y si tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho.
—Sí.
—Por consiguiente, tú no eres orgulloso, puesto que no eres un sabio.
—No, ¡por Zeus! —respondió—, no creo serlo.
En este momento dirigí una mirada a Hipótales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi mente la idea de decirle:
—He aquí, Hipótales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menéxeno volvió y tomó asiento junto a Lisis. Entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta a Menéxeno, me dijo por lo bajo: —Sócrates, repite ahora delante de Menéxeno todo lo que acabas de decirme.
—Tú mismo se lo dirás, Lisis, porque me has prestado mucha atención.
—Mucha, en efecto.
—Trata de recordar nuestra conversación para repetírsela, y si se te ha olvidado algo, me lo preguntas la primera vez que nos veamos.
—No dejaré de hacerlo, Sócrates, y vive persuadido de ello. Pero pregunta por lo menos a Menéxeno, sobre cualquier otro objeto, porque querría no dejar de escucharte hasta la hora de volver a casa.
—De acuerdo, puesto que lo exiges; pero es preciso que estés dispuesto a venir en mi auxilio, si Menéxeno me hace objeciones, porque ya sabes que es un gran disputador.
—Sí, ¡por Zeus!, es muy disputador, y por eso mismo deseo que hables con él.
—Para que sea yo materia de risa; ¿no es así?
—No ¡por Zeus!, sino para que le escarmientes.
—La cosa no es tan fácil, porque Menéxeno es un hombre terrible, es un verdadero discípulo de Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca de ti?
—No hagas caso de nada, y razona con Menéxeno; yo te lo suplico.
—Razonemos; también yo lo quiero.
Como cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo:
—¿Por qué habláis bajo, y no nos hacéis partícipes de la conversación?
—Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no comprende, y sobre la que quiere que yo interrogue a Menéxeno, que la entenderá mejor, según dice.
—¿Por qué no preguntarle?
—Es lo que voy a hacer. Menéxeno, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a la pregunta que te voy a hacer. Hay una cosa que yo deseo desde mi infancia, así como cada hombre tiene sus caprichos; uno quiere tener caballos; otro, perros; otro, oro; otro, honores. Para mí todo esto es indiferente, y no conozco cosa más envidiable en el mundo que tener amigos, y querría más tener un buen amigo que la mejor codorniz,[5] el mejor gallo, y lo que es más, ¡por Zeus!, el más hermoso caballo y el más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Perro!, yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío, y a Darío mismo; ¡tan apetecible y tan digna me parece la amistad! Y me llama la atención una cosa, y es que, siendo Lisis y tú tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande; tú, Menéxeno, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz; y tú, Lisis, que a tu vez has sabido conquistar a Menéxeno. Con respecto a mí, estoy tan distante de tal fortuna, que ni sé cómo un hombre se hace amigo de otro hombre. Aquí tienes la razón por la que te lo pregunto y te lo pregunto a ti, que tienes que saberlo.
»Dime, pues, Menéxeno, cuando un hombre ama a otro, ¿cuál de los dos se hace amigo del otro? ¿El que ama se hace amigo de la persona amada, o la persona amada se hace amigo del que ama, o no hay entre ellos ninguna diferencia?
—Ninguna a mis ojos —respondió.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Ambos son amigos, cuando solo el uno de ellos ama al otro?
—Sí, a mi parecer.
—¿Pero no puede suceder que el hombre que ama a otro no sea correspondido?
—Verdaderamente sí.
—Y asimismo que sea aborrecido, como se cuenta de aquellos amantes que se creen aborrecidos por las personas que aman. Entre los más apasionados, ¡cuántos hay que no se creen correspondidos, y cuántos que se creen aborrecidos por esos mismos!, ¿no es verdad?, dime.
—Es muy cierto —dijo.
—En este caso el uno ama y el otro es amado.
—Sí.
—Y bien, ¿cuál de los dos es el amigo? ¿Es el hombre que ama a otro, sea o no correspondido, y si cabe aborrecido? ¿Es el hombre que es amado? ¿O bien no es ni el uno ni el otro, puesto que no se aman ambos recíprocamente?
—Ni el uno, ni el otro, a mi parecer.
—Pero entonces sentamos una opinión diametralmente opuesta a la precedente; porque, después de haber sostenido que si uno de los dos amase al otro, ambos eran amigos, decimos ahora que no hay amigos allí donde la amistad no es recíproca.
—En efecto, estamos a punto de contradecirnos.
—Así, aquel que no corresponde o no paga amistad con amistad no es amigo de la persona que le ama.
—Así parece.
—Por consiguiente, no son amigos de los caballos aquellos que no se ven correspondidos por los caballos, como no lo son de las codornices, ni de los perros, ni del vino, ni de la gimnasia, ni tampoco de la sabiduría, a menos que la sabiduría no les corresponda con su amor; y así, aunque cada uno de ellos ame todas estas cosas,